Este artículo fue publicado en Tiempo de crítica (Número 7, 4 de mayo), una separata del semanario Caras y Caretas, que tiene como editor general a Sandino Núñez. En muchas ocasiones he querido compartir artículos de esta publicación pero se hace en papel. El artículo de Gabriel Delacoste, y sobre todo su perspectiva, viene a cuento del intercambio entre Jorge Gemetto y Joaquín Rodríguez sobre cultura libre y propiedad intelectual. Por esa razón se lo pedí al editor general para publicarlo en el blog. Me lo envió. Lo comparto. Gracias.

Sobre nuevos modos de producción

La Propiedad (intelectual) es robo

Gabriel Delacoste

A pesar de que los proyectos de ley americanos SOPA (Stop Online Piracy Act) y PIPA (Protect IP Act) parecen haber sido derrotados por una extraña coalición entre ciberactivistas libertarios y multinacionales de la tecnología de la información, continúan en todo el mundo las batallas alrededor de la propiedad intelectual y la regulación de Internet. De hecho, ya existe una nueva sigla de la que preocuparse: CISPA (Cyber Intelligence Sharing Protection Act). Se trata de un nuevo proyecto de ley del Congreso americano que busca nuevamente legalizar el espionaje y las restricciones a las publicaciones en Internet, ahora con la más tremendista y amenazadora excusa de “proteger la seguridad nacional”.

Si bien las coaliciones empresariales y políticas que proponen CISPA son un poco distintas que las que apoyaron a SOPA y los mecanismos legales y técnicos que propone cada proyecto de ley difieren en puntos clave, el fondo de la cuestión es el mismo: estos proyectos (y otros que se están discutiendo y aprobando en todo el mundo) buscan dar al Estado la capacidad técnica y legal para monitorear los movimientos de información en Internet, espiar en las comunicaciones privadas de sus usuarios, retirar de la red los contenidos que no sean aceptables y eventualmente castigar a quienes participaron en su publicación.

La oposición a este tipo de leyes se ha transformado en una seña de identidad de la militancia cool postpolítica, y desde allí en un lugar común. Es muy difícil que a alguien le dé la cara para defender en público excesos tan evidentes y violentos del poder estatal y empresarial. Sin embargo, la oposición a estos proyectos suele ser superficial, particularista y contradictoria. Es común escuchar argumentos como “yo estoy en contra de la piratería, pero SOPA es un exceso”, de gente que mira películas en Cuevana.

El tema es qué implica en términos prácticos “estar en contra de la piratería”. Cualquiera que todavía sea dueño de un CD original puede leer las condiciones draconianas que supuestamente se aceptan al comprarlo. Está prohibida su reproducción en público, su copia y su préstamo entre otras cosas que se hacen cotidianamente y que eventualmente justifican su compra. Basta imaginar una silla que prohíba sentarse a quien no la compró, o una lapicera que no se pudiera prestar, o un buzo que no se pudiera usar en público para darse cuenta de lo estúpido de estas restricciones.

SOPA, PIPA y CISPA darían al Estado el poder de hacer cumplir estas prohibiciones caprichosas y ridículas y establecer penas de prisión para quienes simplemente hacen cotidianamente lo que el sentido común indica hacer con estos objetos, así como sanciones económicas y técnicas a las empresas e instituciones que no impidan estas prácticas cotidianas. Es esto y no otra cosa lo que está en juego.

Clásicamente, una vez que uno compraba un libro o un disco podía regalarlo, revenderlo o aprendérselo de memoria y recitárselo a sus amigos. Hoy, existe la posibilidad técnica de regalar un disco sin dejar de tenerlo y recitárselo al mundo a través de youtube. Esta verdadera revolución de las fuerzas productivas modificó hasta el fondo las relaciones sociales de las personas con la tecnología, con el contenido y entre sí, dejando radicalmente obsoletas tanto las instituciones que regulaban estas relaciones como sus consecuencias morales.

Es que clásicamente, los autores y las productoras de contenido extraían sus ganancias de la venta de los objetos físicos a través de los cuales se distribuían los contenidos (como entradas de cine, discos y libros) o de cobrar a los grandes medios de comunicación por su reproducción pública. La ley estaba preparada para sancionar a medios de comunicación que no pagaran y evitar que se hicieran ventas fraudulentas de estos objetos que cortaran el vínculo entre la producción de contenido, la producción de objetos físicos y la extracción de ganancias.

Esas leyes siguen estando vigentes, pero la manera de producir que les servía de base material cambió. Internet y la revolución digital hicieron drásticamente más barato y accesible producir e infinitamente más sencillo editar, versionar, difundir, reproducir, distribuir y copiar, separando completamente a los contenidos de los objetos físicos que antes los portaban, transformando a cada consumidor en un medio de comunicación.

Esta revolución tuvo sus ganadores y sus perdedores. En el fondo, la discusión sobre la propiedad intelectual abre dos caminos para el Estado: ponerse del lado de la propiedad (intelectual) de las viejas y próximamente fundidas empresas productoras tradicionales (Hollywood, la industria discográfica, la industria editorial), o cuidar a las nuevas formas de producción asociadas a Internet, es decir la producción biopolítica y los movimientos globalizados de información, contenidos y capital, que son, por cierto, el sector más pujante de la economía del mundo.

La elección no es nada fácil para quienes están comprometidos con el proyecto capitalista, ya que la última y potente revolución productiva se encuentra en contradicción nada menos que con el derecho a la propiedad. Elegir entre el motor de la economía y su base institucional es algo que debe dejar sin sueño a los legisladores americanos que debaten sobre CISPA, que tendrán que llevar a cabo una fina negociación con intereses económicos muy poderosos, seguramente para encontrarse en que tendrán que enfrentar o bien una fuga de capitales de empresas de alta tecnología o bien al colapso de una de las industrias que sirvió como buque insignia de Estados Unidos en el siglo XX.

Es que la vieja manera de extraer renta a través de la generación de una escasez artificial de los productos culturales se da de bruces contra la lógica básica por la que, por ejemplo, Facebook o Google logran sus ganancias. Estas empresas basan su modelo de negocios en hacer que los usuarios hagan circular la mayor cantidad de información y contenidos posible, generando redes cada vez más densas que permitan a las empresas que brindan su infraestructura mostrar publicidad hiperfocalizada a usuarios cuyas vidas conocen al detalle.

El hecho de que las empresas que diseñan la infraestructura en la que se crean las expresiones culturales contemporáneas necesiten que los contenidos circulen a través de redes densas en las que cada nodo tiene la capacidad técnica de alterarlas causa que el tipo de contenidos intelectuales, culturales y artísticos típicos de la época posterior a la irrupción de Internet sean fundamentalmente distintos que los de épocas anteriores. Digamos que encuentro en youtube un video en el que Alakrán cuenta un chiste en el Videomatch de los ’90. Digamos que lo comparto en facebook, donde tiene gran éxito gracias al particular sentido del humor de mis amigos, que a su vez lo comparten y generan un efecto bola de nieve que multiplica la cantidad de visitas que el video tenía cuando lo encontré. Digamos que el video llega a ojos de editores talentosos que lanzan nuevas versiones parodiadas, musicalizadas y alteradas en general. Digamos que estos videos forman un microgénero de la cultura popular de internet, un meme. ¿Quien es el autor del video? ¿El parroquiano que le contó el chiste a Alakrán en un bar? ¿Alakrán por llevarlo a la tele? ¿Tinelli por haberlo trasmitido? ¿El editor que cortó el video y lo subió a youtube? ¿Yo, porque lo puse en un contexto donde hacía gracia? ¿O alguno de los editores que hicieron las versiones posteriores y lo transformaron en todo otro tipo de fenómeno?

La cultura de Internet genera no-obras que surgen como trabajos colectivos hechos en varias etapas por intervenciones dispersas en el tiempo y el espacio, conectadas por nodos transitorios de redes inmensas. Los webcomics que se basan en hacer humor alterando comics ya existentes, los blogs llenos de links, referencias e imágenes encontradas en Google, los emoticos basados en memes basados en fotos que nadie sabe quién sacó, los mashups de remixes de covers, las traducciones amateur y los textos escritos colectivamente en Wikipedia o google.docs no son robos ni propiedad de nadie, están simplemente más allá de la propiedad. No son obras y mucho menos tienen autor.

La propiedad intelectual y sus paladines no entienden que la autoría y sus derechos no son universales ni intemporales, sino fruto de una manera de producir y distribuir contenidos intelectuales, artísticos y culturales propia de una época en la que estos contenidos formaban parte de objetos físicos que podían comprarse y venderse como quien vende una silla o una vaca. Una época en la que una pequeña minoría podía producir y una minoría apenas mayor tenía acceso a esos productos.

Hoy, los contenidos culturales son un objeto radicalmente distinto a una vaca o una silla, para parecerse más a un chiste o una anécdota. Es que la dinámica básica de acuerdo a la cual los memes circulan siendo ligeramente alterados en cada nodo por el que fluyen, es tan vieja como el habla. Toda la vida se contaron historias, se cantaron canciones y se contaron chistes que no eran de nadie en particular, y hubiera sido ridículo pensar que alguien tenía derecho a privatizarlas y cobrar por usarlas. Contar un chiste no es una cita ni un plagio. Silbar una canción tampoco, tocarla en un fogón tampoco, grabar el video del fogón y subirlo a youtube tampoco, compartir ese video en twitter tampoco.

La cultura de Internet resiste los intentos de forzar a todos los productos culturales a tener un autor y por lo tanto un propietario, y ante esta resistencia, los intereses económicos que necesitan de la propiedad intelectual ordenan intervenciones represivas cada vez más radicales. Nominalmente es posible la operación obsesiva y violenta de rastrear los contratos televisivos, los acuerdos de palabra, las condiciones de uso de los portales de Internet, las leyes de derechos de autor de varios países y los precedentes judiciales para luego declarar “autor” a uno de los eslabones de la cadena, deslegitimar a todos los demás como “robos”, montar redes de espionaje para encontrar a los responsables y hacerlos pagar ante la justicia.

Pero ante estos ataques, cada vez que la propiedad intelectual intenta forzar que cosas que no tienen autor se comporten como si lo tuvieran, Internet contraataca disolviendo la autoría de las obras creadas antes de la irrupción de las nuevas tecnologías. Es que aún las obras tradicionales necesitan de los nuevos medios para su difusión y distribución, y estos medios les imponen el parecerse cada vez más a las nuevas no-obras. Una vez que algo está en Internet, va a ser compartido, modificado, parodiado y mestizado con otras cosas, y no hay manera de evitarlo salvo con operaciones masivas de restricción, espionaje y represión.

Defender estas operaciones por estar “en contra de la piratería” es una locura tanto porque implica pedirle a las redes sociales que ejerzan una función de policía en tiempo real sobre lo que comparten sus millones de usuarios, sino también porque implica creer que gobiernos como el de Estados Unidos van a usar este poder únicamente para el noble fin de proteger las fuentes de trabajo de artistas y autores.

No es que los autores no necesiten que los protejan. Los autores clásicos, es decir las personas con nombre y apellido que viven de sacar fotos, componer canciones o escribir libros, se encuentran en la posición más débil de todas. Tradicionalmente estafados por las industrias editorial y discográfica que se adueñaban de su trabajo con la excusa de que eran necesarias como intermediarias, los autores hoy ven cómo su medio de vida (el derecho a cobrar por cada reproducción de su obra) se hace imposible. Los autores se ven a menudo en la posición imposible de tener que defender la expropiación, el espionaje, la censura y las restricciones que implica la propiedad intelectual porque saben que su colapso definitivo implica su ruina económica personal. Y por justificable miedo de perder su medio de vida, terminan cumpliendo un papel más bien triste en las polémicas sobre la propiedad intelectual.

Su argumento estrella, que la propiedad intelectual es necesaria para el fomento de la creatividad y la creación de contenidos, es cada vez más insostenible en una época en la que los medios para crear, editar y difundir contenidos se abaratan gracias a las mismas tecnologías que destruyeron a los derechos de autor. De hecho, casi toda la creación típica de la era de Internet sería imposible de ser aplicada a rajatabla la propiedad intelectual. Muchas veces lo que hace un “autor” es tomar, combinar o modificar cosas que circulaban libremente en lo común de la cultura y, como el fundador de la sociedad civil imaginado por Rousseau, cercarlas y decir “esto es mío” para crear por la fuerza una escasez artificial que le permita extraer renta. Muy a menudo también quien puede hacer esto es el nodo económicamente más poderoso de la red.

Los restos de la cultura hegemónica de los tiempos clásicos de la producción cultural buscan hacer creer que la gente solo hace cosas si se le paga, y que estas cosas solo son posibles de mediar el derecho a la propiedad. La nueva cultura que emana de la nueva manera de producir revindica, más que el derecho de los autores a la propiedad, el derecho de los contenidos a circular. Ante esto, los autores deben admitir que el mecanismo institucional por medio del que se ganaban la vida clásicamente hoy es obsoleto, represivo e insostenible. Deberán explorar otras maneras de mantener su sustento como fondos concursables, actuaciones en vivo, cooperativas, venta de objetos físicos atractivos o recaudación de donaciones por Internet.

Además, deberán aprovechar que las mismas revoluciones tecnológicas que liquidaron sus derechos de autor también hicieron que el tipo de habilidades concretas que hacen de un gran artista en el mundo digital sean cada vez más valiosas en el mercado. Un gran músico electrónico puede ser un gran sonidista, un gran artista visual puede ser un gran diseñador, un gran guionista puede ser un gran publicista. En la era de la producción biopolítica, la producción es cada vez más inmaterial e intelectual y el arte es cada vez más productiva y menos autónoma.

Y este es quizás el peor de los problemas que plantea el nuevo modo de producción. Porque la autoría no es solo el acto institucional de expropiar una parte de lo común: es también el gesto político de plantear la propia autonomía, de declarar una parcela particular del lenguaje como fruto de la propia subjetividad. La autoría permite la responsabilidad de hacerse cargo de lo dicho, permite la aparición de un sujeto político. Permite que las personas sean nombradas y por lo tanto traídas o mantenidas en la existencia.

La manera clásica de producir contenidos necesitaba estructuralmente del autor como sujeto, requería al sujeto como protagonista de la historia de occidente. La manera contemporánea no. Y para la izquierda y las aspiraciones de autonomía y emancipación este no es un problema menor.

Resulta irónico que el mayor desafío al derecho a la propiedad desde la caída del socialismo real sea también la caída del sujeto político capaz de decir la injusticia de ese derecho y de construir alternativas. La tremenda contradicción de este momento del capitalismo es que uno de los puntos más fuertes desde donde subvertirlo es también la eliminación de las condiciones de posibilidad de la aparición del sujeto que encarne esa subversión.

Se hace urgente una crítica de izquierda que denuncie y luche contra el absurdo represivo de la propiedad intelectual pero no se quede ahí. En entender la lógica del capitalismo contemporáneo y las imposibilidad de tomar una posición que no sea contradictoria, en hacerse cargo de los dramas humanos que cada posición implica y en no eludir el problema del sujeto se juega buena parte de la posibilidad de la existencia de cualquier proyecto político en este siglo.