Voy camino a la Facultad de Humanidades (Montevideo, Uruguay). A la altura de Magallanes y Charrúa me sorprende un cable. Alguien lo dibujó ahí en el piso. Lo sigo. En un extremo el cable se conecta a una fuente de electricidad dibujada en la pared. En el otro, una cantante morocha, de enormes ojos negros y enormes labios, sostiene un micrófono. Desde el piso, el cable sube pegado a las curvas de su cuerpo, apretadas en un vestido a lunares.

 

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El muro lo pintó W., un artista anónimo, que dejó su obra en esa esquina para nosotros. En un loop infinito la cantante repite: Todo de mí ¿por qué no agarrás todo de mí?

 

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Todos los días tengo la tentación de visitarla, de ir a escuchar su canción. Que siempre dice lo mismo. Que siempre pregunta lo mismo. Volver a mirar sus enormes ojos negros, su pelo suelto, también negro, despeinado por el viento que corre por Magallanes. Pero mirando la foto me doy cuenta del tatuaje que dice «Luis». Y entonces me gustaría saber quién es Luis, que le ha hecho para que cante en la calle con este frío. Me tienta ir a preguntarle. Pero sería hacer cosas raras para gente normal.