Los biólogos contemporáneos no están de acuerdo en la cuestión de si existen razas humanas, a pesar del consenso científico amplio sobre la determinación genética (…) Cualquier biólogo respetable va a estar de acuerdo con que la variabilidad genética humana entre las poblaciones de África, Europa o Asia no es mucho mayor que aquella a la interna de esas poblaciones; si bien ese cuánto más depende, en parte, de la medida de variabilidad genética que el biólogo elija (…) Una parte más familiar del consenso es que las diferencias entre personas en el lenguaje, inclinaciones morales, actitudes estéticas e ideología política no están biológicamente determinadas en ningún grado significante

En 1985 estas palabras de Anthony Appiah, publicadas en un número especial de la revista académica Critical Inquiry (Universidad de Chicago) sobre la raza y la escritura, no sonaban tan razonables como pueden sonar hoy. El discurso dominante en el primer mundo, combinando explosivamente “ciencia” y política, explicaba la determinación biológica de las diferencias de clase, raza y género. Estas conclusiones “científicas” impulsaron a algunos biólogos a intervenir en la esfera pública para demolerlas. Libros como La falsa medida del hombre (1981) de Stephen Jay Gould y No está en los genes (1984) de Lewontin, Rose y Kamin son un fuerte golpe al determinismo biológico. En el artículo Appiah reconoce que las creencias de las personas y culturas sobre la diferencia racial está lejos del consenso entre los biólogos respetables. La paradoja está planteada desde hace dos décadas: los cuatro grupos raciales que “reconocemos” por el color de la piel –blancos, amarillos, rojos y negros, en ese orden jerárquico– y a los que atribuimos ciertas características morales, no tienen nada que ver con la genética, y aún así tienen fuerza entre los racistas y entre quienes luchan contra ellos.

Luego del fracaso del racismo biológico, el racismo cultural tomó la posta. Simplificando un poco las cosas: el discurso del multiculturalismo cambió la cuestionable integración en un “crisol de razas” por el respeto casi fundamentalista de las especificidades culturales y, por lo tanto, por el fomento de las demandas corporativas de grupos minoritarios sin ningún nivel de diálogo con otros grupos. En los últimos años, algunos intelectuales de izquierda están planteando la necesidad de articular estas diferencias contra el sistema hegemónico (*1).

Y por casa cómo andamos

Se dirá que Uruguay estaba aislado por la dictadura cuando surgió el debate en el primer mundo, se dirá que el proceso de restauración democrática absorbió todas las energías. Han pasado ya veinte años y este debate ha repercutido poco y nada en el ámbito académico-universitario. Pese a que en 1988 surge Organizaciones Mundo Afro, con el fin social y político de denunciar la discriminación y de afirmar lo afro, incorporando la investigación en diferentes campos. En los últimos años las cosas parecen estar cambiando. El 26 de Setiembre de 2003 se creó la Unidad Temática Municipal por los derechos de los afrodescendientes. Hace casi un mes la Comisión Nacional de Seguimiento Mujeres por democracia, equidad y ciudadanía lanzó una campaña centrada en una pregunta ¿Vos discriminás? con una definición de la discriminación que incluye entre otras la variable racial. Simultáneamente el diputado Edgardo Ortuño, el primer afrodescendiente en ocupar un lugar en la Cámara de Representantes pese a los reiterados intentos de la comunidad negra por llegar al parlamento, lanzó desde el semanario Brecha un paquete de medidas que impulsará durante su mandato. Las propuestas incluyen acciones afirmativas y políticas culturales como la creación de un “centro de estudios afrouguayos interdisciplinario en la Universidad de la República” entre otras propuestas.

Un cuento de José Pedro Bellán de 1926 “¡Papá…hay un negro!…” puede ser leído como una alegoría del lugar que los negros ocupan en el imaginario nacional. El escenario es un hogar con padre, madre, hijo y una sirvienta. El protagonista es un niño que insiste en que hay un negro escondido en un cuartito de la casa. El niño repite insistentemente la frase que da título al cuento hasta que consigue captar la atención de sus padres. La primera respuesta es el rechazo, luego el intento de convencer racionalmente al hijo de que no existe tal negro y finalmente los padres, la sirvienta e incluso el panadero juegan a aceptar su existencia para que el niño se olvide. El protagonista, en su fantasía, termina llorando y reconociendo con tristeza que el negro se había ido.

Tomando esa casa como metáfora del Uruguay podemos sacar dos conclusiones. La primera es que los afro-uruguayos han sido marginalizados, están escondidos en un cuartito de donde conviene que no salgan, o mejor, conviene creer que su existencia es una fantasía (o más bien una pesadilla). La segunda puede ser leída hoy como una advertencia, el niño acepta que el negro se ha ido porque la comunidad lo convence de eso. No conviene correr el riesgo de que las iniciativas actuales prosperen en el marco de esa respuesta colectiva frente a la insistencia del niño. Por ahora todo parece indicar que entre sociedad civil, políticos y académicos existe un acuerdo sobre la importancia de introducir el tema en la agenda y coordinar los esfuerzos que aisladamente se realizan desde hace veinte años. Una vez introducida la variable racial en el análisis de la cultura uruguaya aparecen el silencio, el desconocimiento y a veces el desprecio hacia los valores de los afrodescendientes. La pregunta entonces no es ¿vos discriminás? sino cómo la sociedad uruguaya naturalizó la marginación, cómo se fueron consolidando históricamente los silencios, y sobretodo cuál fue el modelo de relacionamiento de la cultura hegemónica, qué penetración tuvo en la sociedad y en el propio grupo minoritario.

Pero si están Ansina y el candombe …

Monumento a Ansina. Año 1972.(Foto:11765FMHGE.CMDF.IMM - Autor: s.d./IMM). Agradezco a Daniel Sosa, Director del Centro de Fotografía de Montevideo (http://cdf.montevideo.gub.uy/) por facilitarme las fotos del monumento para mi investigación.
Monumento a Ansina. Año 1972.(Foto:11765FMHGE.CMDF.IMM – Autor: s.d./IMM). Agradezco a Daniel Sosa, Director del Centro de Fotografía de Montevideo (http://cdf.montevideo.gub.uy/) por facilitarme las fotos del monumento para mi investigación.

En Uruguay existen por lo menos dos representaciones dominantes de los afrodescendientes, que a la vez funcionan como modelos históricos de relacionamiento con esta minoría: Ansina y el candombe, íconos culturales de los afrodescendientes (*2). Para alcanzar este “status” pasaron por diferentes y complejos procesos. El caso de Ansina es el que mejor representa esta complejidad. Su historia comienza con una publicación en el diario El Constitucional (1846). En aquel entonces Ansina era un dato borroso entre las pocas noticias del exilio de Artigas que llegaban desde Paraguay. Luego se popularizó el momento en que Artigas emprende su exilio en 1820. Una noche, antes de cruzar el río Paraná, reúne a sus hombres para comunicarles su decisión. Ansina, uno de los muchos soldados negros que acompañaron al héroe en la retirada, le dice: “Mi general, yo lo seguiré aunque sea hasta el fin del mundo.” Así aparece en la biografía de Artigas (1860) de Isidoro de María y en versiones más lacrimógenas de autores románticos como Washington P. Bermúdez en su Baturrillo uruguayo (1885) o el poema “La muerte de Artigas” (1891) de Manuel Bernárdez. Pero fue en el siglo XX que Ansina se colocó en el centro de la fantasía nacionalista.

Luego de idas y venidas el Estado uruguayo repatrió en 1936 los restos de Manuel Antonio Ledesma, un afrodescendiente que en 1885 había sido reconocido como el asistente de Artigas en el exilio. A pesar de las resistencias del Dr. Felipe Ferreiro del Instituto Histórico y Geográfico el Estado determinó que Manuel Antonio Ledesma era Ansina y en setiembre de 1943 inauguró un monumento hecho por José Belloni (*3). La estatua tiene las siguientes características: Ansina, en bronce, aparece sentado empuñando una lanza (que ahora cortada parece un bastón), y detrás de él, una pared de granito en la que se grabó un motivo del cuadro Artigas en la ciudadela (1885) de Juan Manuel Blanes en el que el prócer aparece parado, con uniforme militar y brazos cruzados. La oposición lograda entre Artigas parado y Ansina sentado, paradójicamente empuñando una lanza, cierra perfectamente con el relato del subalterno. Es la oficialización de la versión decimonónica y al mismo tiempo, un ícono de la sociedad esclavista que fuimos.

Esta versión no tardó mucho en ser contrarrestada. En 1951 Daniel Hammerly Dupuy y su hijo publican dos gruesos volúmenes de poesía sobre Artigas en los que aparecen poemas de Joaquín Lenzina, el verdadero Ansina según los prologuistas. El investigador realizó un viaje a Paraguay en 1928 y un anciano llamado Juan León Benítez le entregó los papeles de “Ansina” para que pudiera transcribirlos a máquina. En viajes posteriores Hammerly no pudo consultar las fuentes porque habían sido robadas por un brasileño. No existen por lo tanto “originales” de los poemas y la única fuente que valida el hallazgo es el breve relato de los prologuistas.

Pero en la posdictadura un contrarelato de Ansina se montó sobre la base de esta versión. El libro Ansina me llaman y Ansina yo soy (1996), publicado por un colectivo de autores y Organizaciones Mundo Afro, recoge el prólogo de Hammerly y los poemas e introduce nuevos estudios que refuerzan las hipótesis de 1951. De hecho no hay un análisis de los poemas, claramente inscriptos en el imaginario tradicional de un Ansina subalterno. Sólo como ejemplo estos ocho versos del poema Ahora que falleció Artigas: “Falleció Artigas…/Fui su sombra en vida./Él era la luz amiga: /Alumbraba hasta de día (…)Me parece un sueño,/ Así como el perro /Que pierde a su dueño / Y se queda junto al fierro” (172). El grupo tuvo la voluntad expresa y política de desafiar la historia oficial y recolocar a Ansina como fundador de la literatura uruguaya.

Más allá del gesto, un poco traído de los pelos, no se puede pasar por alto la necesidad de los afrodescendientes organizados de enfrentar los prejuicios raciales, resignficando un símbolo tan conocido por los uruguayos. A pesar de que Ansina transitaba de sirviente (o esclavo) de Artigas a poeta políglota, payador, y fundador de la “literatura oriental”, la reapropiación de Ansina era/es un síntoma de que algo no anda bien. Y eso es tan importante como señalar los falsos supuestos sobre los que está montada esta nueva imagen. El campo intelectual y literario no pudo ni podrá aceptar un desafío como este: que la república de las letras tiene un color de piel.

La (blanca) república de las letras

Según Stuart Hall la “tradición diaspórica” de los afro–descendientes se construyó “dislocada de un mundo logocéntrico” dominado por la escritura y tuvo como “único capital cultural” la música y el cuerpo. Esta afirmación tiene sentido considerando la centralidad del candombe como expresión cultural negra, tanto para los blancos como para los propios afrodescendientes. Pero mirada con detenimiento parece rígida y sobre todo, impide analizar los serios problemas que tuvieron los afrodescendientes para ingresar a la república de las letras. El escaso interés de la crítica literaria y cultural uruguaya por la variable racial contrasta con los diferentes ejemplos de afrodescendientes que utilizaron la palabra escrita desde comienzos del siglo XIX. Ildefonso Pereda Valdés dio a conocer en 1941 un documento escrito y firmado por el Licenciado Jacinto Ventura de Molina. Hace veinte años, y después de pasar por diferentes manos, el archivo de manuscritos llegó a la Biblioteca Nacional. A fines del siglo XVIII, Jacinto se formó entre blancos a instancias de su tutor el español José de Molina. Entró así al “santuario blanco por el interior”, única vía para ser un hombre como afirmaba Frantz Fanon en 1954. En 1872 y 1873 un grupo minoritario de afrodescendientes publica dos semanarios La Conservación y El Progresista. Estos letrados asumieron la representación de toda la comunidad, se apropiaron del discurso liberal dominante reclamando la igualdad que se pregonaba en las leyes y se les negaba en la práctica, promovieron un diputado en las elecciones y se autoasignaron la tarea educar a la comunidad. El proyecto fracasó por la escasa repercusión generada entre sus pares y por problemas para sostenerlo económicamente.

La irrupción de las vanguardias en las primeras décadas del siglo XX trajo consigo el negrismo y la negritud. El primero valorizó algunos aspectos de la cultura negra, fundamentalmente el habla y la música, disponibles en las distintas tradiciones nacionales. La obra de escritores blancos como Luis Palés Matos en Puerto Rico, el Alejo Carpentier de Ecue-Yamba-O (1933) y el mulato Nicolás Guillén de Motivos de son (1930) en Cuba, nutrieron el negrismo. En Uruguay la poesía de Ildefonso Pereda Valdés y ciertas zonas de la obra pictórica y narrativa de Pedro Figari iniciaron una tradición negrista poco explorada por la crítica local. Por su parte, la negritud surgía en París fruto de la experiencia colonial francesa en el Caribe y África. Este discurso estaba más cerca de la crítica vanguadista a la cultura occidental y burguesa. Dos autores negros de Martinica Frantz Fanon y Aimé Cesaire y el senegalés Leopold Senghor lideraron este movimiento literario y político de afirmación racial y reconexión con África. El poema Cuaderno de un retorno al país natal (1939) de Cesaire es el manifiesto más representativo de este grupo.

En el ámbito local surgieron expresiones culturales y políticas como la revista Nuestra Raza cuya segunda época montevideana fue de 1933 a 1950. Dos momentos relevantes de este grupo fueron la publicación del folleto La raza negra en el Uruguay. Novela histórica de su paso por la esclavitud (1933) de Lino Suárez Peña en el que se recupera la memoria oral de ancianos afro–montevideanos; y la creación del Partido Autóctono Negro en 1937 de cortísima vida. Si bien el movimiento no tuvo la beligerancia de la negritud franco-caribeña, fue central en la construcción y reproducción de los valores culturales de los afrodescendientes. Y la lista de escritores puede continuar: Pilar Barrios, Juan Julio Arrascaeta, Cristina Rodríguez Cabral, Macunaíma o Luis Pereira. La Antología de poetas negros uruguayos (Dos tomos, Mundo Afro, 1990) elaborada por Alberto Britos Serrat e ilustrada por Ruben Galloza recoge la obra de estos y otros poetas representativos de la tradición letrada afro-uruguaya.

Una tradición invisible para la historia y la crítica de la cultura en Uruguay. Habrá que sacarle el polvo al Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura (1930) de Alberto Zum Felde (*4) y a los estrictos criterios selectivos de la generación “del 45” para encontrar las fuentes de este escandaloso silencio.

Notas (*1) Un ejemplo de ello es el libro recientemente traducido Contingencia, hegemonía, universalidad (Fondo de Cultura Económica, 1999) que reune diálogos entre Judith Butler, Ernesto Laclau y Slavoj Žižek. (*2) Rolena Adorno define así los iconos culturales: “imágenes originadas a partir de un caso histórico, y que satisfacen una necesidad primeramente social de definir, explicar, interpretar y proponer los modos ideales de comportamiento en una realidad dada” Revista Iberoamericana (Nº 176-77, p. 906) (*3) Luego de ser removido de su lugar original, el monumento se encuentra hoy en la esquina de Avenida Italia y Avelino Miranda. (*4) Esta tarea fue emprendida, entre otros, por el crítico Uruguay Cortazzo quien detectó las deserotización de la poesía de Delmira Agustini que la crítica literaria (masculina) ejerció durante años. 

Hace ya muchos años publiqué esta nota en la diaria con el título: “Cuando la raza importa. La representación simbólica de la comunidad afrouruguaya” (Nº 24. Montevideo, 21/04/06: 6-7).  Algunas de las cosas que pensé en 2006 las sigo pensando, otras por ahí tienen matices. Fue una de las primeros textos que escribí para la sección «Cultura» de ese diario. Extraño esa sensación.