Hubo una época, por allá en el 2005, en que me interesaba de sobremanera la actuación en el cine. Leí e investigué bibliografía diversa sobre el tema para hacer el intento de saber si estaba o no frente a una buena actuación. Pero no encontré respuesta. Merodeé en los orígenes de la interpretación, sus implicancias en la producción y el consumo de las películas de Hollywood y de otras partes del mundo. Así supe, entre otras cosas por qué había cineastas que perdían la cabeza porque fuera X el protagonista de su película y no Y.

Fue un estudio amplio y disperso, del cual concluí que el carisma es más importante que la belleza. No solo en el cine; también en otros soportes de la actuación, incluso en la vida, aunque no todo el mundo piense lo mismo. Pese a todo mi interés, nunca supe lo que significaban frases habituales de la crítica de cine que leía en aquellos años. “Un actor de carácter” y “Una actriz de raza” eran las que más se repetían en la prensa escrita e impresa de ese entonces y que se ven hasta ahora en posteos de redes sociales.

Un día conversé al respecto con un gran cinéfilo, Álvaro, quien vendía películas en un local del centro de Santiago. Uno de esos tantos pequeños lugares que ya no existen y de los que no queda rastro en Chile. Pero que me gusta recordarlos, me gusta reinstalarme en esa época, donde te podías encontrar en la calle con Raúl Ruiz, Stella Díaz Varín o Enrique Lafourcade e intercambiar con ellos algunas palabras. O al menos imaginar que lo hacías. De hecho, Álvaro solía tener encuentros en ese barrio con personalidades de la cultura chilena. Y solía compartirlas con gran entusiasmo. Escucharlo era un deleite.

Ante mi duda sobre las buenas actuaciones en el cine, Álvaro pensaba que un gran personaje era aquel que te convencía en menos de un minuto de que estaba viviendo el dolor más grande de su vida, tirado en el suelo, para luego irse como si nada con una película en la mano. Esa definición la había encontrado en algunos de los tantos clientes que entraban a su tienda, los cuales proyectaba a una pantalla en su cabeza. Es decir, a un buen actor o una buena actriz hay que creerle, de inmediato, sin segundos de ventaja. Toda su performance se resume en una cuestión de creencia. Y así entraban personas a la tienda y Álvaro valoraba sus interpretaciones como presidente de un jurado de talentos.

Me quedé pensando en su idea por varios días. Le creo o no le creo. ¿A Meryl Streep? Casi siempre. ¿A Diego Luna? Casi siempre. ¿A Penélope Cruz? Casi siempre. ¿A Ricardo Darín? Siempre. Cómo no creerle, si su forma de reaccionar a una injusticia ya es una marca registrada, por lo tanto, es creíble; al menos para mí. Incluso en su personaje despreciable de Nueve Reinas, cuando desafía esta propia idea de la credibilidad y, a sí mismo, en la famosa escena del billete cortado, en que no quiere pagar lo consumido en un café.

La “teoría” de Álvaro era básica, sencilla, pragmática y, sobre todo, muy subjetiva. Si bien en un principio no me resultó tan eficaz, puesto que le creía a toda persona detrás de un personaje que veía en pantalla, con el tiempo me fui poniendo más crítico. No le creo a todos los actores. Ni tampoco a todas las personas. Además, depende mucho de la propia experiencia de cada espectador al enfrentarse a un personaje.

Por ejemplo, ¿cómo podría creerle un empresario multimillonario a Ricardo Darín en Luna de Avellaneda, cuando se manda el monólogo anticapitalista? Yo, le creo, principalmente porque estoy de acuerdo con lo que dice. Aunque también le creo al empresario personificado por Daniel Fanego, el malo de la película, con quien no estoy tan de acuerdo. “Tiene razón”, le dice Darín. A veces, yo también creo que tiene razón. Pero no todos los espectadores estarán de acuerdo, ni con uno, ni con otro.

Hace un tiempo se filtró un correo enviado por Anthony Hopkins a Bryan Cranston, a propósito de su icónico personaje de Walter White en la serie Breaking Bad. En una parte del mensaje, que molestó en demasía a Hopkins por su filtración en la prensa, dice: “Sé que en este negocio hay mucho humo y mucha mierda, y honestamente hasta ahora había perdido interés realmente cualquier cosa. Pero su trabajo es espectacular (…) Este tipo de trabajo artístico es poco común y cuando reaparece, cada determinado tiempo, le devuelve a uno la confianza”.

La “teoría” de Álvaro me sigue pareciendo más instintiva y poética que anclada en la ciencia, aunque reforzada por Anthony Hopkins me permito compartirla. Quizás la duda es porque nos enfrentamos a los personajes en las películas, tal como nos enfrentamos a las personas en la vida diaria, nos disponemos a creer o no creer, de acuerdo a nuestros propios miedos, de acuerdo al estado de las cosas en un mundo que nos obliga a sospechar de cada gesto y de cada palabra. Y no siempre nos cruzamos con el carisma de Bryan Cranston o de Ricardo Darín.

Mi relación con el cine me ha llevado a pensar en esta confianza que establecemos los espectadores con algunos personajes y también con algunas personas. La decepción es más llevadera en una película que en la realidad. Marlon Brando decía que “los políticos se encuentran entre los peores actores y los más rimbombantes”.

Doy fe de que tiene razón.

2 respuestas a “Creer o no creer”

  1. Hola Alejandro!!! Excelente nota, siempre fui amante del cine, curtí ´cinemateca años y años e hice unos cuantos cursos y bueno, no seré tan sapiente como los que registran pero sí, estoy de acuerdo con álvaro en la distancia…si un actor me mete en su personaje en los primeros minutos, ya, me compró…y las miradas, hay actores y actrices que son magistrales y con una mirada dicen todo…
    Te sigo por face y por mail, adelante, y Viva el buen cine!!! abrazo, meche

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    1. Hola Mercedes, qué bueno que te gustó la nota de Víctor. Yo le creo a Álvaro también, eh. Creer o reventar. Viva Cinemateca, el buen cine y la literatura. Abrazo y gracias por tus lecturas

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