Escribo esto en un estado anímico similar al de Juan Pablo Castel: febril y medio desesperado. El narrador de El túnel, de Ernesto Sábato, no está en sus cabales ni en una sola de las pocas páginas de la novela. Ata cabos inexistentes, inventa respuestas, imagina situaciones. Como yo, en este momento.

Agarré el libro casi por error, igual que ese primer encuentro entre Castel y María Iribarne/Allende. Por un segundo, casi lo pienso dos veces. Últimamente estoy mucho para la literatura contemporánea, y un texto de 1948 me parecía algo lejano e inalcanzable. Pero decidí perseguirlo, como Castel a María, o María a Castel.

No esperaba este viaje, muy actual y tan detallado, a la mente de un femicida. Y eso que lo anuncia en la primera línea de la novela: “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne”.

Lo cierto es que en esas primeras líneas, apenas habiéndome dado cuenta de qué venía la historia, me tuve que forzar a seguir. ¿Qué me iba a contar un texto de hace casi 80 años, escrito por un hombre, que yo no haya visto/hablado/sentido en mil espacios feministas, en años de leer ensayos y teoría, de ver ejemplos sobre lo que es capaz de hacer un señor que se siente no amado? Y me dispuse a recibir una versión machista y arrogante que justificara el asesinato de una mujer por ser mujer.

¡Qué sorpresa! Creo que tiene mucho que ver con la capacidad del autor para que los sentimientos traspasen la hoja, y con la honestidad con la que se relata el remolino de sentimientos y elubricaciones del narrador. Es tan claro que esto es un femicidio que hasta el asesino dice bien al inicio: “Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importa un bledo la opinión y la justicia de los hombres”. En 1948, alguien que se ponía en la mente de un femicida ya era capaz de relatar racionalmente y realizar razonamientos lógicos por los que esta justicia, la justicia por mano propia, y la muerte de mujeres en mano de hombres que se creen dueños de ellas y de su amor, son actos injustos, crueles. Incluso inventados.

El narrador afirma varias veces que es consciente que todas sus conclusiones son “solamente hipótesis que no tienen sustento”, e igual va sin escalas del amor al odio, siempre de la mano de la pasión y el sinsentido. En el momento de la acción, del asesinato, no cabe la menor duda de que el tipo no podía hacer otra cosa porque no era capaz. Y eso que Juan Pablo Castel no era un pobre, o un iletrado o ignorante; era un artista reconocido, una lumbrera, un respetado crítico de la sociedad en la que vivía. Ya en 1948, Sábato mostraba el femicidio en la clase alta, en la estancia de descanso de una familia más que acomodada.

Escribo esto sin parar, intentando pensar y sentir al mismo tiempo que se asientan algunas cosas en mi cabeza. Sábato, sin proponérselo (seguramente), hizo que una feminista del siglo XXI se preguntara, un domingo de mañana y de sol, cuáles serían las consecuencias de no incluir a los hombres, y más aún, a los hombres como el autor, en nuestras reflexiones cotidianas.


Foto de encabezado tomada del sitio argentino Visión desarrollista.

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