Cuando Cristina Peri Rossi escribe sobre museos, los museos cobran vida. O, en lugar de cobrar vida, lo que hacen es tomarla de otros lugares. Cuando escribe sobre museos, las paredes, los alrededores del o la lectora se vuelven el museo en sí mismo. Aún más, debería decir, si el museo contiene nada más que esfuerzos inútiles. Porque a veces, lo más sublime está en lo que fracasó, en la hoja que se tiró a la basura, en el cocinero amateur que quema las verduras. Allí, puede encontrarse lo sublime, lo que uno esperaría de un museo más… convencional.
El inicio se me ocurrió en el momento en el que recibí el libro. No puedo decir con exactitud cómo, pero, para mí, era esperable el contenido que venía detrás. Claro que luego de leerlo algunas cosas cambiaron, se agregaron. Una de mis primeras lecturas de Cristina Peri Rossi fue una primera edición de «Los museos abandonados», un libro que, si me dan un poco de tiempo, puedo convencerles de que es de sus mejores obras y que, al mismo tiempo, generó todo lo que siento por la literatura de esta uruguaya exiliada.
«El museo de los esfuerzos inútiles», fue publicado por primera vez en 1983, y reeditado este año por la editorial HUM. Está sobre mi mesa. No sé si tomarlo entre mis manos y empezar a leerlo, no sé si aguantar la ansiedad que me carcome al verlo ahí, mirándome y esperando que lo lea. De todas maneras, no tengo los lentes puestos, así que debería dejarlo para más tarde. Eso es lo que pienso. Después, sin haberlo leído, se me ocurre que tal vez ese fuese un esfuerzo inútil que pudiese entrar en el museo. Y una mujer, en algún momento, se sentaría a pedir el catálogo de 2024 para encontrarse con una gurisa que, por no ir a buscar los lentes, dejó un libro para más tarde.
Ahora, lo estructural: Este libro cuenta con treinta relatos, muy diferentes entre sí, pero con un hilo que los une: la inutilidad de la humanidad. No es que cada relato sea un objeto inútil del museo. Sin embargo, podrían serlo perfectamente. El nombre del libro se lo da el primer relato, en el que una chica visita constantemente el Museo de los Esfuerzos Inútiles y pide los catálogos de otros años. No todo esfuerzo inútil es anotado porque muchos se repiten. Y también es un poco inútil estar en un lugar que tan sólo recoge eso y lo exhibe. «Es muy curioso que los esfuerzos inútiles se repitan, pero en el catálogo no se los incluye: ocuparían mucho espacio». Un esfuerzo inútil puede ser intentar volar, perder el miedo a algo, pintar un cuadro, escribir un libro, buscar otro empleo siendo prostituta. Esta crítica también es un esfuerzo inútil; ¿quién soy yo y qué intención tengo al escribir una crítica sobre este libro?
No les voy a mentir. A veces es difícil leer con una gata acostada encima de tu cuerpo, o mordiéndote los tobillos o las manos. Eso, a su manera, retrasaba mi lectura. Había momentos en que sentía lo opuesto: que debía ir más lento. Encontrarle el ritmo de lectura a un libro difiere en su dificultad según el libro que sea. Hay libros para ser devorados, hay libros para ser masticados, degustados, tragados y digeridos con un tempo específico, con un ritmo único, muy alejado de las fusas y semifusas de una partitura. Hay libros que permiten un híbrido. Este libro, por ejemplo. Algunos relatos son tan solo un descanso entre dos relatos que merecen una mayor atención.
Como en todo libro de relatos, algunos sobresalen, otros quedan escondidos entre el bullicio de los demás. Algunos gustarán más, otros serán simplemente una página pasada entre tantas. Sin embargo, lo que me gustaría traer es el gen del libro, su base: la inutilidad. En un contexto como el que vivimos, en el que se premia la mayor productividad y se sanciona socialmente el ocio y el fracaso, la reedición de este libro, inundado como está de esfuerzos inútiles y de melancólicos fracasos, no puede ser una simple casualidad. Viene, como todo, a ajustar un par de tuercas. A calmar a quien lo lea y decirle que no todo tiene que ser productivo laboralmente, que está bien tener momentos en los que no se haga más que mirar un pez en el agua o mantenerse sobre una cuerda sin tocar el piso.
Y quizás sea ese relato, como pueden ser otros, los que marcan una impronta: El segundo relato de titula «En la cuerda floja». Una niña aficionada a una cuerda, decide no volver a bajarse jamás. Todo su ser existe entorno a esa cuerda que fue tensa en un momento, pero que con los años se fue aflojando. Sus padres la dejan a cargo de un hombre jubilado, que en repetidas veces le menciona que ojalá el pudiese hacer lo mismo y vivir sobre una cuerda, con los dedos de los pies como garfios para no caerse. «Sostenía que cada criatura tenía su espacio propio -la tierra, el aire, el agua- y no veía ningún inconveniente en que el mío fuera la cuerda», narra la niña. Sin embargo, este mundo no permite que el espacio sea una cuerda y, de alguna manera, obliga a que la tierra sea el espacio convencional, como si fuese un acuerdo tácito entre todas las partes. El aire y el agua son tan sólo transportes para llegar a más tierra. Porque en la tierra se es productivo.
Sin dudas no hay palabra que no se balancee dulcemente en la lengua al leer. Como si la cuerda floja, o las bañistas, o los cuadros que son figuras principales en muchos relatos se volvieran miel para poder engullirla. La escritura de Peri Rossi busca más que la provocación, más que la miel. Lo busca todo. Y lo consigue. Por momentos hay que hacer un esfuerzo por mantener la intimidad entre su escritura y quien lee, no equivocarse y evocar en voz alta lo que los ojos leen. A menos que ese fuese el fin del lector, claro. Pero la intimidad de los esfuerzos inútiles se mezclan con la reflexión propia: una maraña de palabras, gestos, oraciones, recuerdos.
Como decía el joven de «Miércoles», un relato que se basa en la discusión entre dos mujeres mayores sobre si ese día es miércoles o jueves: «Este mundo no es bueno para nadie». Las dos mujeres están de acuerdo. Ya habían hablado del abandono a los ancianos y a los jóvenes. Y qué esfuerzo inútil es reflexionar sobre cosas que no podemos cambiar con un simple chasquido de nuestros dedos. Resulta que al final era miércoles, como lo es el día que escribo esto (ya les dije que no hay casualidades), y una de las señoras dice: «Hay que tener un poco de orden. El lunes es lunes, el martes es martes y el miércoles es miércoles. Aunque el mundo marche mal y nadie se ocupe de los viejos, ni de los jóvenes, uno tiene que mantener la cabeza despierta».
Quizás sea esa la forma de terminar este intento de crónica de lectura, más que de crítica. Quizás no todo sea tan inútil como para aparecer en el catálogo del museo. Quizás reflexionar sirva, y mirar peces sirva y discutir sobre qué día es nos mantenga despiertos. No podemos dejar que el tiempo pase sin nuestro control, o eso nos enseñaron, pero no podemos dejarnos vencer por el control y la productividad. A veces, con la cabeza despierta, podemos caminar sobre una cuerda floja, escribir diarios de viaje, ir a la peluquería. Y si no todo es inútil, quizás esto que escribo no termine en el catálogo de 2024.

Autora: Cristina Peri Rossi
Año: 1983 / Reeditado en 2024
Editorial: HUM
Páginas: 200
Encabezado: Giorgio de Chirico «Le vaticinateur» (1950), Public domain, via Wikimedia Commons.











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