Según la Real Academia Española, la palabra “duelo” tiene dos posibles acepciones. La primera, como imaginará el lector, refiere al enfrentamiento o al combate. Pero dejémosle ese significado a la Ley de Duelo derogada en 1992 en nuestro país. La segunda acepción de “duelo” es: “dolor, lástima, aflicción o sentimiento, o, en segundo lugar, “demostraciones que se hacen para manifestar el sentimiento que se tiene por la muerte de alguien”. Lo mejor, en este caso, es quedarnos con estas últimas dos definiciones.
Recuerdo que el año pasado escuché el audiolibro de Sobre el duelo de la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. En este ensayo, que nació de un artículo publicado en The New Yorker, la autora relata el dolor que le causó la muerte repentina de su padre en Nigeria. Ella, en ese momento, estaba en Estados Unidos y, por la pandemia, no podía salir ni reunirse con su familia. Es ensayo, es autobiográfico: habla de la naturaleza del dolor, y cuenta cómo vivió su propio duelo. Y traigo este libro porque, de una manera u otra, el último libro de Virginia Anderson, editado este año por Estuario Editora, Dónde poner los muertos, camina la misma ruta.
Anderson habla de su madre, Alicia. Su médico había anunciado que lo que tenía era terminal. El médico dijo que no le quedaban más de dos semanas de vida. Sin embargo, como en el libro de Chimamanda Ngozi Adichie, el fallecimiento no es algo que debería ser inesperado para el lector, sino el inicio. Es el motivo por el que ambas escribieron. Las palabras y los recuerdos son todo menos un cementerio. En ambas, la persona fallecida vuelve a la vida y abraza a quien la duela. Ambas ayudan a retenerla y al mismo tiempo permiten dejarla ir. Dónde poner los muertos, entonces, no es el fin del duelo, sino su proceso.
“A veces hablo de su muerte con esa palabra, muerte, otras veces le llamo ida, y otras veces solo imagino su cuerpo inerte en su tumba, en ese espació frío donde la dejamos en el cementerio”, escribe. Poco después, en la siguiente página, se vulnera: “creo que su entierro fue, en parte, mi entierro también”. No es que falten ni sobren libros sobre pérdidas, libros que intenten traer a personas al recuerdo de los demás, o al recuerdo propio. Sin embargo, este libro -como el de la autora nigeriana- agrega otro factor: sí, es un libro sobre el dolor y el fallecimiento de Alicia, pero no es únicamente eso.
Virginia Anderson se muestra a sí misma en estas páginas. Permítanme llamarla por el nombre esta vez. La razón por la que pido esto es sencilla, y es que su escritura, tan íntima, permite otro tipo de conexión entre la autora, el libro y el lector. El libro trata de su madre, sí, pero también trata de ella misma, de su tía Sara, de sus abuelos. Es un recopilado familiar atravesado por la muerte y el dolor; atravesado por los cuentos de su juventud, de su matrimonio. Hacer el duelo a la muerte con la vida, eso es lo que hace Virginia en este libro.
“Voy por la vida saludando, sonriendo, pretendiendo que todo está bien. Hago lo que se espera. «¿Cómo estás?», «Bien, bien, ¿vos?», y me siento una farsante, pues nada está bien y nunca estará bien porque se murió mi madre y ya nunca más nada estará bien”. Finalmente llega a esa conclusión. O no es que llegue, sino que la va armando. El dolor no se irá. Podrá taparse, ocultarse o aliviarse. Para eso está el libro.
Más allá de lo pesado y doloroso que pueden ser temas como el duelo y la muerte, la lectura de Dónde poner los muertos es bastante más ágil de lo que parecería ser. La simpleza y la claridad de los cortos capítulos del libro permiten un pasaje rápido, pero no por ello menos profundo, por la historia de Alicia, de Sara y, sobre todo, de Virginia. De todos modos, los temas que se manejan no son para cualquier momento ni para cualquier persona. Ambos son factores que pueden generar que en vez de ágil, se vuelva engorroso, o peor, doloroso.
La estructura externa también cuenta. Los libros de la Editorial HUM y de Estuario Editora, para la comunidad lectora ya conocidos, son pequeños y amigables. La suavidad de la portada de este ejemplar con la fotografía que, intuyo, es de Alicia y Virginia, también generan una atracción visual hacia el libro. Se dice que no se debe juzgar un libro por su portada, pero esta portada se relaciona íntimamente con el contenido a ser leído.
Abrir una puerta es algo cotidiano. Todos los días abrimos y cerramos puertas. Sin embargo, es una acción distinta a abrir las puertas de nuestros hogares a desconocidos y mostrarles nuestros dolores y nuestros placeres. Mostrarles nuestras familias. Enunciar las tragedias. Por otro lado, una vez dentro, es posible reflejarse en las historias, en las vidas ajenas. Es posible ponerse a reflexionar sobre las relaciones y los vínculos que cada uno tiene con tales o cuales familiares o amigos. Pensar qué pasaría si no estuviesen más. Pensar dónde se pondrían esos muertos.
¿Dónde ponemos a nuestros muertos? Hay muchos lugares. Podemos ponerlos en fotografías sobre los muebles, en canciones que se vuelven himnos, en olores tan únicos como comunes. También podemos ponerlos en palabras. En palabras dulces, en palabras duras. Traemos a nuestros muertos a la vida con cada palabra que empleemos en su honor y en cada palabra que les cedamos. Y puedo decir que en Dónde poner los muertos de Virginia Anderson, cada palabra tiene el trazo de la delicadeza de una hija que cuenta a su madre, que la quiere retener, abrazarla otra vez, olerla, escucharla.
Las palabras, que ya dijimos que son todo menos un cementerio, en este caso son las justas para ponerlos en la repisa de cada lector que lo compre. O bien podrían ser ese himno, esa fotografía, una de tantas descritas y dibujadas en letras a lo largo de la vida de la familia de Virginia, de su propia vida. Y mientras leemos, la autora no está sola ya que nos deja el lugar para que hagamos nuestros propios duelos a su lado.

Autora: Virginia Anderson
Año: 2024
Editorial: Estuario Editora
Páginas: 126
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