Con Beatriz Santos Arrascaeta, militante y artista afrouruguaya

La editorial Rumbo acaba de publicar Memorias de una mujer negra de Beatriz Santos. Los capítulos van delineando el perfil de la artista, la cantante de candombe y tango, la poeta y ensayista, la militante del movimiento afrodescendiente y del Frente Amplio, la periodista de radio y televisión, la mujer comprometida con la comunidad del barrio Buceo.

En Memorias de una mujer negra la trama avanza y retrocede sin orden cronológico. Los capítulos están atados por una voz narrativa al mismo tiempo múltiple y singular, que se expresa en una variedad de registros: recuerdos y anécdotas de la autora, textos poéticos –uno suyo, muy intenso, llamado «Miedo blanco», y otro de su tío abuelo, el poeta Juan Julio Arrascaeta–, breves ensayos, reproducciones de artículos periodísticos o de documentos oficiales.

Al hablar de su experiencia como mujer negra, cuenta una historia sobre su nombre: «Porque yo me puedo decir negra, ¿por qué no?, pero no permito que otro me lo diga, mi nombre es Beatriz, y el segundo Isidra, que aprendí a quererlo, porque Isidra era una brasileña, suegra de Arrascaeta. Como mi mamá perdió a su mamá cuando tenía 2 años, ella la trató como si fuera su hija, comprendió que mi madre estaba muy sola, que no tenía mamá ni papá, porque el Tano no estaba». La presencia de su tío abuelo fue importante en su formación literaria y hablará de él en la entrevista. Además, dentro de las actividades más recientes, Santos menciona su idea de crear una fundación Juan Julio Arrascaeta «para dar la posibilidad de que escritores, escritoras, artistas puedan publicar, exponer. Porque se nos hace cuesta arriba».

La faceta política más conocida de Santos fue como coordinadora ejecutiva de la Unidad Temática por los Derechos Afrodescendientes, creada en la Intendencia de Montevideo en 2004, luego subida de rango a Secretaría de Equidad Étnico Racial y Poblaciones Migrantes en 2016. Se desempeñó en ese cargo entre 2010 y 2017, y fue bajo su dirección que la unidad se jerarquizó en la estructura municipal. Actualmente integra la Comisión Directiva de la Casa de la Cultura Afrouruguaya, institución que contribuyó a fundar, e integra el colectivo Todos X Buceo. Pero, antes de eso, cofundó con Yola Teixeira el Centro Cultural por la Paz y la Integración (CECUPI), desde el que llevó adelante todo tipo de acciones comunitarias.

Quien lea las Memorias… también sabrá sobre su camino en la comunicación y en las artes, porque Beatriz es cantante de candombe y tango, poeta y ensayista. Y también trabajó en radio y televisión. Esta no es su primera publicación. Hace poco aparecieron poemas suyos en la antología Des-velos del colectivo Poetas Emergentes, coordinada por el recientemente fallecido Jorge Bustamante. Sus primeros poemas se conocieron en 1993 en Afro-Hispanic Review, una revista académica de larga trayectoria que se publica en Estados Unidos.

En uno de los capítulos, Santos hace un recuento de sus publicaciones. Una de ellas es un libro que escribió en coautoría con Teresa Porzecanski, que es fundamental y que quiero rescatar: se trata de Historia de exclusión: afrodescendientes en el Uruguay (2006), publicado originalmente en 1994 con otro título. Es un libro imprescindible para cualquiera que quiera saber y comprender una porción de la historia de los y las afrodescendientes y sobre el racismo en Uruguay. En unos días, Beatriz Santos presentará públicamente sus Memorias…, pero adelanta que ya está trabajando en otro proyecto junto con otra colega, una investigación «sobre un personaje real que dio que hablar». Ya sabremos de qué se trata.

¿Cómo surge la idea de escribir tus memorias?

—No es fácil exponer la vida. Considero que cada uno viene a este pedacito de mundo que nos tocó con una misión, y sentí la necesidad de recoger todas esas memorias, esas cosas buenas, feas, lindas, llenas de sueños y utopías. Especialmente para que otras personas puedan leerlo y se sientan inspiradas. Soy una mujer que vino de una pobreza absoluta. Cuando hablo de pobreza, quiero ser clara: vengo de pobreza en el aspecto económico. Hija de laburantes, mi padre empezó a pico y pala y llegó a ser capataz. Mi madre trabajó como empleada doméstica; yo misma cuidé niños y trabajé como empleada doméstica. Creo que cuando vos te trazás metas, objetivos, tenés disciplina y tenés sueños, a veces te lleva la vida entera, pero lo lográs. Me costó mucho, fueron cuatro años, porque gestionar y crear no van de la mano. Entonces me levantaba a las tres de la mañana a escribir algo, otras veces a la tarde, y pasó un año que no escribí nada, porque la musa no venía.

Quiero que todo el mundo lo sepa: a mí lo que me ha sostenido desde que comenzó mi activismo es una rica espiritualidad. Soy una mujer que creo en mis ancestras africanas. Eso me da un lugar de protección y de empoderamiento. Tengo un diálogo con ellas. La gente dirá que estoy loca, especialmente mis vecinos, porque les hablo y les pido consejos. Muchas veces, cuando me siento cansada, voy al espejo y me digo: «No tenés vergüenza», porque ellas sí que no tenían descanso. Tenían un lugar muy dentro de ellas, pero estaban en un entorno de sufrimiento, de indignidad, y supieron mantenerse, si no, no habría mujeres que pudieran escribir de esta manera hoy. Es un tema controversial porque mucha gente no cree, pero a mí me tiene sin cuidado. Soy respetuosa, nada impongo, pero estoy inmersa en ese mundo que me ha ayudado.

Hay una cosa que me llamó la atención: vos no empezás la historia de tu vida diciendo: «Nací tal día y tal», empezás hablando de tus vecinos. ¿Por qué partís desde ahí?

—Sucede que me crié en el amado Buceo, que tiene ciertas particularidades, aromas, formas de ser. Mis vecinos, mis viejos vecinos, éramos una familia que empezaba en Nancy y Resistencia, y seguía hasta lo de Víctor Robella. Por ejemplo, desde Nancy y Resistencia hasta donde vive mi madre, que tiene 94 años, en la mitad de la cuadra los fines de año todos sacábamos o un tocadisco o una radio, y ahí sintonizábamos la misma estación, compartíamos comida, bebida. Sin ser esos días festivos, veía a mi hija, a mis sobrinos, patinando en el medio de la calle, jugando al vóley, al básquetbol, corriendo carreras de embolsados, teníamos batallas de agua con los vecinos de Chamizo. Y eso pobló mi vida de afectos, te trataban como parte de la familia y siento mucho dolor porque ese Buceo, esa cuadra, ya no está. Se ha colmado de personas que son incapaces de decirte: «Buenas tardes. ¿Cómo estás?». Tal vez puede sonar ridículo, pero extraño todo eso. Y fijate de cuántos años te estoy hablando: mi hija ya tiene 46 y mis nietos 23 y 21. Pero eso ha quedado en mi corazón, en mi cabeza, extraño eso.

¿Cómo evaluás, como militante de los gobiernos del Frente Amplio, el tema del racismo?

—Considero que nos hemos equivocado mucho. Gracias a la fuerza política a la cual pertenezco, que es el Frente Amplio, se lograron montones de cosas. Como el 3 de diciembre [Día Nacional del Candombe, la Cultura Afrouruguaya y la Equidad Racial], que tuvo como uno de sus protagonistas a Edgardo Ortuño, pero que también fue en consulta con las organizaciones no gubernamentales y con grandes referentes. Ni que hablar de la ley 19.122, impulsada por [el diputado] Felipe Carballo. En los tiempos de [la intendencia de Mariano] Arana, gracias al rol fundamental que tuvo Mundo Afro y que continuamos otras organizaciones, nace el primer mecanismo de equidad racial.

Hemos avanzado, y mucho, pero no nos comamos la pastilla. Hay un largo camino para recorrer. Y esto es responsabilidad del colectivo, pero también de la sociedad en su conjunto, porque los blancos no viven solos, y los negros votamos, y vamos a los shoppings, y nos enfermamos, y pagamos impuestos. Entonces creo que es hora de despertar, de tener capacidad de comprensión hacia el otro, de respetarnos y de respetar. Nadie quiere que se nos regale nada ni nos sentimos víctimas. Todo lo contrario, nos hemos empoderado, pero hay que continuar, y tengo la percepción de que, quizás –echémosle la culpa a la pandemia–, hemos bajado un poco los decibeles. Y creo que no, justamente en tiempos complejos hay que meterle fuerte, hay que pisar el acelerador, siempre con educación, siempre con respeto, pero nuestra voz tiene que sentirse y tenemos que traducirla en actos concretos.

En el libro hacés referencia a las dificultades del mecanismo que gestionaste. ¿Cómo lo ves hoy?

—Fui coordinadora ejecutiva primero de la Unidad Temática. Trabajé tres años en carácter de honoraria durante la gestión de Ehrlich. Lo hice con mucho gusto. Allí estaba Néstor Silva como coordinador ejecutivo y las compañeras Mirta Silva, Claudia de los Santos, Natalia Bottaro. Trabajamos y trabajamos fuerte. Luego vino el período de Ana Olivera y ahí comencé a ver un pequeño desnivel. Lo conversé, pero no hubo avances. Luego continué en el cargo; cuando entró Daniel Martínez, le dije que era hora de subir ese mecanismo de equidad racial y convertirlo en una secretaría, que hasta cuándo íbamos a ser Unidad Temática, y ahí otra vez saltó el tema. Los coordinadores ejecutivos eran grado 18 y yo, teniendo la misma responsabilidad y varios funcionarios a cargo, era grado 13. Y no hablo solamente del tema del grado, te hablo del presupuesto, que era de risa. Pero era porque –y hago mea culpa– no comprendía esos detalles. Por eso le pido a todo el mundo que cuando toman un cargo, lean primero, indaguen, investiguen, qué es lo que le corresponde a cada cual. No obstante, voy a morirme siendo frenteamplista, porque creo que por encima de los hombres y las mujeres existe el ideal, existen los sueños y, sinceramente, sin sueño progresista esto no sería vida.

Para definirte recurrís a la figura de la «guerrera» y creo que queda muy claro, hasta aquí, tu perfil como militante política y social. ¿Cómo nació la guerrera artista?

—Tuve un padre del que aprendí mucho, que me dijo: «Beatriz para llegar a algo en la vida hay que estudiar, hay que ser disciplinada, hay que ser seria». Él tenía una voz privilegiada y creo que logré tener un poquito de esa herencia. Con mi padre y con mi hermano, que en paz descanse, armábamos teatros en mi casa. Y nosotros, ilusionados, montábamos espectáculos. Bauticé a mi padre Marcel Sande. Mi madre decía: «Ya están con esa pavada», porque ella era más a tierra. En mi casa no se escuchaba mucho candombe, mi padre amaba la música cubana, escuchaba tango, pero no tanto candombe.

En una oportunidad siento tambores, porque Buceo siempre tuvo tambores, felizmente, y algo corría dentro de mí y me empezaba a mover. Por el racismo tan crudo, y en épocas de mi juventud, peor, no quería que la gente se diera cuenta de que amaba ese ritmo, que vibraba. Un día hablé con mi hermano Luis Ernesto Santos y le dije: «Vamos a formar un grupito». Y empecé con un piano, que lo tocaba él, y el repique, uno de los grandes tamborileros de este país, Yuly Píriz, con quien somos medio parientes. Y allá arrancó Beatriz, y se metía en las peores cantinitas, después en lugares un poquitito más grandes, de jerarquía. Hasta que se fue conformando el show completo con guitarra, bajo, teclados y personajes típicos. Porque sin ellos es faltarle el respeto al candombe.

Así surgió la cantante, la que hacía dúo con mi padre, que cantaba con su hermano y que me costó un matrimonio. Mi padre me dijo: «Hija, si es tu convicción, lo demás es cuento. Lo que te pido, sí, tenés que ser muy profesional». Pobre papá, fui bastante bohemia. Entonces también una tuvo lo suyo, porque carmelita descalza, olvídalo. No le pidas a alguien que siente el arte, a alguien que sueña, que vuela, una cosa estricta porque no da. Y que me quiten lo bailado. Y cantado.

¿Cómo fue la experiencia de Beatriz Santos y su show de candombe?

—La gente considera que el candombe es sólo divertimento. Y el candombe es algo muy profundo, es una forma de vivir, de sentir, de amar y de rescatar aquello que nuestros ancestros nos legaron. Entonces creé un bloque, que llamaba serio, en el que elegí autores afro como Rubén Galloza, Rodolfo Morandi, Julio César Di Bartolomeo. E iba contando la historia: cómo nos trajeron, cómo nos vendieron, el sincretismo de la cultura y la religión. Pero no podía ser tan vanidosa de ir a darle una clase de historia a la gente que me contrataba. Pero sí les decía: «Sin ese bloque que llamo serio, porque es mi historia y la de los míos, no va». Y en la segunda parte del espectáculo, creaba la comparsa con la propia gente. Entonces si estabas vos, te decía: «Ale, agarrá un bastón», y llevaba elementos prácticos, pañuelos, abanicos. Te podrás imaginar, la gente sola se integraba. La verdad es que gané dinero, gané prestigio y creo que fue una manera de mostrar un poco la historia. Era una forma de guerrear, como se dice, mostrando el otro lado, la visión que debemos respetar.

¿Cómo ves la situación del candombe?

—Me tiene muy preocupada por todo ese proceso de cambio que ha vivido y también soy consciente de que no podemos escapar a los procesos de cambio. Me encantaría que se tuviera en cuenta, que cuando vos presentás, por ejemplo, en el teatro, un espectáculo de candombe, que hubiera un reglamento que dijera: «La parte genuina se muestra y se mantiene», y luego me doy el lujo de mostrar los otros aspectos en que sabemos que el candombe va incursionando. Creo que estamos transmitiendo mal a las generaciones futuras, porque va a llegar un momento en que no se va a saber, porque mezclan con plena, con son… No estoy hablando de todos y lo digo con respeto, no es mi intención herir a nadie. Por otra parte, cada vez que he sido jurado he tenido la oportunidad, antes de comenzar, de tener reuniones con los jefes de las comparsas y les decía: «Señores, no esperen piedad de mí». Si no tienen colocadas las zapatillas como van, las cintas cruzadas como van, los bombachines como corresponde… porque he visto tamborileros competir y usar championes, para mí era una bofetada. Por favor, preservemos las cosas buenas que tenemos. Para mí es un sello de identidad que debemos cuidar.

Pero tampoco estás planteando que el candombe no se tenga que mezclar con nada.

—No, al contrario. Amé cuando llegó el candombe beat, que haya interacción con otras músicas. Al comienzo, los cortes me pegaron mal. Después, un día, sentada como jurado, los escuché y dije: «Ah, caramba, tiene su que ver, tiene su toque». A lo que me refiero es a que no podemos dejar que todo se cambie. Por suerte tenemos grandes referentes que luchan todos los días contra eso. Hay cosas que pueden parecer nimias, pero no, seamos respetuosos. Por ejemplo, que no se sienten arriba de los tambores: el tambor se quiere, se respeta. Otra cosa: me parece de vital importancia estudiar la historia africana y afroamericana para imprimirle a ese ritmo lo genuino, lo real, y poder conservarlo. No digo que lo conservemos en un freezer, pero sí respetarlo. Mi sueño es comenzar a estudiar desde el punto de vista literario aquellas letras hermosas. Fijate vos que al único género al que se le exige que el tema sea inédito es a las comparsas. Ahí tenemos una gran riqueza no sólo musical, sino literaria. A mí me encantaría estudiarlas, leerlas, entender el mensaje que quiso transmitir cada autor.

¿Y cómo empezó a gestarse la guerrera escritora?

—De quien mamé todo eso fue de mi tío abuelo Arrascaeta, un hombre que trabajaba en la intendencia, que era recolector de residuos. Y cada papel que veía, él lo tomaba y lo leía. Se dio el lujo de discutir con Figari, diciéndole que no le gustaba cómo nos representaba a los negros en imagen, porque nos hacía con bembas grandes así y unas narices asá. Y no tuvo empacho y dejó la escuela. Recuerdo que tenía 14 años y barría la vereda de mi casa materna. Él venía y me decía: «Sobrina, sobrina», y yo: «Ay, no». Era chica y no entendía lo importante que era. Y me decía: «Te leo». Tengo las mismas manías que él, porque en mi cama la mitad son libros, cuadernos, libretas, lapiceras. Tanto que lo condené… y yo hago lo mismo.

A los 18 años algo me tocó y escribí una novelita, que la perdí, que se llamó La hija de la noche. Tenía cosas escritas que me parecían una bobada y las rompí. Hasta que conocí, gracias a don Alberto Britos Serrat, al doctor Marvin Lewis. Él llega en 1990 a Uruguay y Britos me dice: «Usted tiene que ir a tal hotel a encontrarse con Lewis». Y voy. Una persona exquisita, fraterna, amable. Y le conté mi verdad: «Vengo de un hogar pobre, estoy desempeñando tal tarea que, por supuesto, no es académica», y él me dijo: «El año próximo usted va a viajar a Saint Louis, en Columbia, Missouri». Y me invita a un seminario hermoso de literatura, pero como sabía que no estaba preparada, me da un tema: «Identidad cultural afrouruguaya». Ahí comencé, en 1991, y lo digo con mucha conmoción: conocí al doctor Manuel Zapata Olivella, Nelson Estupiñán Bass, Luz Argentina Chiriboga, Ivonne Truque. Después, en 1993, llevé los poemas de Cristina Rodríguez Cabral. Pero fui con más oficio. Y bueno, me equivocaba, rompía, leía, consultaba, hice algunos talleres. Pero lo digo sinceramente: tanto la doctora Carol Young, que ya no está en este plano, como Marvin fueron personas claves en mi vida.

¿Cómo pensás esa diferencia entre el reconocimiento fuera y dentro de Uruguay?

—Soy más reconocida en Estados Unidos. Después de 1993, fui a Washington cuatro veces, estuve en Indiana. En fin, nadie es profeta en su tierra. El 7 de mayo vamos a tener la presentación de mi libro desde el Centro de Memorias Étnicas de la Universidad del Cauca, en Colombia. Vos vas creando una caparazón e instinto de supervivencia, y luego estás a la ofensiva, porque no vas a esperar a poner la otra mejilla. No. Siempre con respeto, hay que bajar a la gente cuando se considera superior. Así que, señores, a leer este mensajecito.


Entrevista publicada originalmente en el semanario Brecha, el viernes 5 de marzo de 2021.

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