¿Qué nos han dejado las clases online?, me preguntaron hace unas semanas. Ha sido difícil, respondí, y comenzó un diálogo circular que los profesores de educación superior estamos teniendo todo el tiempo desde que apareció la pandemia. Me di cuenta que las quejas, risas y emociones que son parte de ese diálogo siempre llegan al mismo punto: el mundo es un lugar demasiado hostil. Con Zoom o con Google Meet, demasiado hostil. Con cámara encendida o apagada, demasiado hostil. Con micrófono o sin micrófono, demasiado hostil. Cuando dejemos de usar la mascarilla de forma obligatoria, seguro será todavía más hostil.
La primera etapa de las clases online,en 2020, fue ambigua. Agradecí seguir con trabajo, pero después sentí culpa de ver cómo el mundo se desmoronaba, mientras yo explicaba por qué había que tomar una decisión uniforme a lo largo de un texto sobre si tildamos o no la palabra “solo”. Ahí vinieron los cuestionamientos vocacionales y existenciales. Como lo hacen muchos colegas, me obstiné en buscar estrategias para que el ejercicio de la enseñanza cumpliera su objetivo, aún con una pandemia al acecho. Voluntad no me faltó. Humor tampoco. De hecho, a veces me imagino a Umberto Eco haciendo una clase virtual y pidiendo a los estudiantes prender la cámara. También a Gabriela Mistral preguntándole a la pantalla de mosaicos negros si alguien la escucha. Y aunque me he reído solo varias veces con estas escenas irreales, al final el cansancio igual llega.
Para que no queden dudas, me esfuerzo mucho en no confundir el cansancio con el pesimismo. Me declaro con énfasis un optimista que cree en la humanidad, que cree en las personas, con sus comportamientos colectivos e individuales. La tentación de la queja después de una clase unilateral es grande. Y aunque esa queja pueda ser tomada con humor, evidencia un agotamiento que nos pone a prueba todo el tiempo.
Por eso es que cuando pienso ¿qué nos han dejado las clases online?, además de confirmar que el mundo es y siempre fue un lugar hostil, me permito decir que hay estudiantes que quieren evitar a toda costa las generalidades y los reduccionismos de los profesores cuando hablan de sus clases. No quiero llamarles héroes, porque eso implicaría que hay otros que son villanos y no creo sea así. Solo quiero decir que ellas y ellos son la respuesta a la pregunta que abre esta columna.
En la oscuridad de una clase virtual en que abunda el silencio y las cámaras apagadas, el desgano y el hastío, siempre hay alguna o algún estudiante que está ahí, atento a participar, a aprender, a dialogar. Con ganas de encarar una clase virtual, empoderarse e ignorar ese miedo a romper la inercia de la mayoría. Estudiantes a quienes no les importa el qué dirán.
Lo digo más claro: los estudiantes que encaran han sido lo más valioso que me han dejado las clases online, la esperanza de que aunque son pocos, apuesto a que se van a comer el mundo, con toda su hostilidad y con toda su crisis.
Aclaro también que la posición crítica que se pueda leer en esta columna deja afuera a quienes tienen problemas de conectividad, de salud o cualquiera de esos tormentos que afectan por igual a profesores y estudiantes. Sí, sépanlo, profesores y estudiantes tenemos mucho más en común de lo que se suele creer. La crítica es a quien puede y no quiere, a ese que no le prendería la cámara ni a Angela Merkel, ni a Kamala Harris, ni a Pedro Pascal.
Los debates de los expertos en educación acerca del nuevo estado de las cosas postpandemia tienen dos versiones. Aquella que dice que las clases online son el futuro y una oportunidad para los estudiantes, así como un abaratamiento de costos para instituciones educativas. Y la otra, que habla del desgaste de la virtualidad en la educación. Esta última se lo pasa dando vueltas con las razones por las cuales los estudiantes no quieren mostrarse e invita constantemente a los profesores a reinventarse para motivar. De acuerdo, lo haremos, con mayor o menor éxito, pero prendan la cámara, no cuesta nada.
Doy fe de que las traiciones de las compañías proveedoras de Internet han disminuido. Confirmo desde una localidad con precaria banda ancha que los test de velocidad ahora son más confiables. Las pocas veces en que he estado con más de veinte personas, todos con cámara encendida en la misma plataforma, no ha pasado nada. Y si pasa, si nos caemos o si el computador nos traiciona, nos conectamos de nuevo y listo. Que las traiciones sean de la tecnología y de las máquinas. Entre estudiantes y profesores, que solo exista respeto y lealtad. La hostilidad del mundo ya es demasiada.
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