Un envase de shampoo Plusbelle de manzana reposa sobre el estante de un mueble de madera que cae hacia un costado. Sobre ese costado veo unos cuadros sobre la pared que separa la cocina, el comedor y el living del cuarto de Barbie, al que se entra por una cortina que hace de puerta. Luego, el dormitorio de dos de los tres niños. Uno de ellos duerme en la cama grande con su madre.
La cocina de la cocina tiene la puerta de su horno rota y cuelga lastimada rozando el suelo. Sobre las hornallas, algunas ollas y una caldera. Un mueble sin puertas mezcla fideos, detergente y enchufes. Sobre él, más cuadros y una foto: una única foto. Barbie tiene 15 años y está embarazada de su primer hijo, hoy adolescente. Su madre la abraza y Barbie sonríe.
Imagen perpetua.
Es raro verla sonreír porque Barbie sonríe de costado. Y de costado saluda a quienes vienen a preguntarle si sigue sin baño, sin categoría de hogar. No hay título de monoambiente ni de casa. Para el afuera es vivienda y rancho.
La casa de Barbie tiene lo imperpetuo de casa de muñeca: cambia las cosas de lugar en forma continua, categoriza las cosas que van a un estante pero si llueve y se inunda, esas cosas van hacia otro lado rápidamente. Barbie hace cocina afuera en un fuego improvisado porque no hay gas pero tampoco hay cocina ni modos comunes de narrar una comida.
Barbie cambia el orden del espacio.
De costado sonríe Barbie cuando le planean su futuro hogar. Si mueve un poco su rancho, entrará un cuarto más. Si hace un hueco más grande para el tanque que será pozo negro, entrará el baño. Si disminuye la montaña de escombros que está en su patio, entrará un pequeño living.
Un lugar al que llamar casa. Ni un techo, ni una ampliación, ni más chapas. Una casa. Con baño. Y con un cuarto para los gurises. Y para ella. Un cuarto para ella en donde levantarse a las 4 de la mañana para poder llegar al ómnibus de las 5 y media y así, en punto, llegar al lugar que es residencia de muchos otros, para quienes la casa es recuerdo y juventudes y trabajos.
Barbie quiere recuerdo.
Roba un tiempo de espejo para la selfie en la casa de una compañera en la que duerme algunas noches. No es su modo enunciarse víctima ni erigir su mito materno. Su idea de repararse es vivienda y trabajo. Casa y plata. En su parte de planeta dañado, mira de costado un celular que saca afuera una conexión con el mundo. Puede esculpirse sólo para la foto. El mundo y su rostro se vinculan. Aspirar a un ideal sin recursos es pedirle al cuerpo lo que no da el mundo y sin embargo, encuentra su espejo donde será imagen perpetua de foto de perfil.
Barbie lista para ser compartida. Y mirada. Y evaluada por el Ken mercado que le dirá cuánto vale su cuerpo en el mundo, cuánto recibirá a cambio, cuánto cuesta su vida.
En esta búsqueda interminable de recursos Barbie creció amarrada a una maquinaria emocional que la bombardea desde niña con maneras de ser. Ahora forma parte del mundo en su superficie. Persigue los ideales que la mantienen conectada a una idea inalcanzable. ¿Cómo puede negarse Barbie al manojo de arreglos hacia la normatividad? No hay frivolidad en tanto deseo. Lo frívolo de la exigencia infinita, como si pudiera hacer perpetua aquella foto de esos 15 años donde era hija, joven, bella.
Barbie encuentra en uno de los muebles el yuko para el parlante con el cargador que le doy. Colgadas de la luz pone una cumbia que ambas conocemos. Se hace santa cuando mueve las caderas. Se saca una banda indie de encima que le han puesto quienes vienen a hacerle casa y transporta su alma a bordo de una noche de plástico y selfies con espejo ajeno. Es sábado y va a salir.
El cuerpo de Barbie es pobre. Una amiga le dice que todo es cuestión de voluntad, pero Barbie quiere el registro de su rostro salvador en su foto de perfil. En su exceso está el descaro pero también la desconfianza ajena continua: “Si no puede con su cuerpo, mirá si va a poder con otra cosa”. Los filtros de su cara la maquillan a su antojo. Pinta su rostro con clics de pasajes en blancos y negros, y sepias luminosos. No tiene plata para pinturas porque tampoco tiene baño y mucho menos espejos. ¿Podría Barbie tener todo eso con un poco de sola voluntad? Sin las herramientas de dibujos para su cara queda el celular al que le hace espacio todas las mañanas, cuando algún vidrio le permite ese único deseo, esa conexión con el mundo que le devuelve exigencias.
Y en el reflejo prestado apunta y tira.
El clic de la suerte.










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