La carga emotiva que arrastra el fenómeno de la serie El Eternauta, estrenada hace unas semanas en Netflix, es casi tan impactante como la nieve mortífera que cae una noche sobre Buenos Aires y que da el vamos a una historia inmortal. La del cómic de Héctor Germán Oesterheld, ilustrado por Francisco Solano López, en 1957, que se ha transformado en un mito irradiado por toda América Latina y el mundo. Un mito que intentaron llevar a la pantalla cineastas como Adolfo Aristarain, Lucrecia Martel y Fernando Solanas, pero tal como a los personajes de esta ficción, las dificultades cayeron del cielo e impidieron concretar la hazaña de una adaptación imposible.
Por esto es que había expectativas siderales por ver lo que haría el director que sí lo consiguió. Bruno Stagnaro, conocido por su codirección de Pizza, birra, faso (junto a Adrián Caetano en 1998), película insigne del Nuevo Cine Argentino, y de la serie Okupas, que en palabras del periodista Lucas Kuperman, marcó un quiebre en la TV argentina con “un lenguaje oscuro y de marginalidad que erigió una nueva forma de hacer ficción”.
La emoción desatada por la serie de Stagnaro se puede ver en entrevistas que ha dado, por ejemplo, Ramiro San Honorio, el mayor coleccionista del mundo sobre El Eternauta (la historieta), pero también en los relatos anónimos de los fans que pululan por las cajas de comentarios en YouTube, en videos de reseñas sobre la serie, sus similitudes y diferencias con el cómic, y todo un sinfín de detalles para disfrutar lo que probablemente sea el hecho audiovisual del año.
Sin embargo, El Eternauta no es una serie perfecta. Tendrá que luchar con la presión del marketing, que tiene sus gigantografías repartidas por varias ciudades del mundo. Santiago de Chile no es la excepción. Emociona, sí, emociona ver a Ricardo Darín como Juan Salvo en la esquina de Matucana con la Alameda. El cine y el audiovisual latinoamericano no siempre tienen acceso a estar en los lugares que han sido monopolizados por los héroes de Marvel y compañía.
¿Por qué no es perfecta?
Para hacerse cargo de la afirmación hay que comenzar por lo evidente. Esa trama original y atrevida de la invasión extraterrestre en una capital de Sudamérica ya existió en el cómic de Oesterheld. Y ver la adaptación de sus viñetas a una escala de imágenes en movimiento tiene el efecto justiciero de aplaudir de pie la creatividad de su autor. Eso de pensar: esto que estoy viendo es una genialidad, pero viene de un texto original de 1957.
No es perfecta porque en su intención de ser una serie muy argentina, se toma a pecho algunos lugares comunes musicales que, si bien son representativos de una cultura local que quiere mantenerse a flote durante todo el relato, por momentos asfixia e invade el silencio y el ritmo de los primeros capítulos. En ese sentido y dejando la carga emotiva de lado, El Eternauta va de más a menos, aunque con la astucia de hacerse cargo de la revelación del cómic con prontitud y a la espera de una segunda temporada evidente.
Hay gestos que funcionan mejor en la viñeta del cómic que en las secuencias de la serie. Todas esas señas de aprobación entre personajes, con el dedo pulgar arriba, y miradas de aliento rompen el terror de lo desconocido y la llevan a relacionarse con los títulos gringos que han abordado historias similares. De hecho, aquí hay algo interesante que se escucha a menudo por estos días. “El Eternauta se parece a…”. Creo que hay que defender la idea de que es al revés. Hay series y películas que se parecen a El Eternauta. Y se agradece la precisión en el orden cronológico.
Quizás el cambio más radical que tiene la adaptación de Bruno Stagnaro está dado por la forma que elige para abrir el relato. El director de Pizza, birra, faso elige no mantener el juego metadiegético de la historieta original y quiere que el truco de magia se demore un poco más en develarse. Qué radical hubiese sido que la serie comenzara con Darín apareciendo en la casa del guionista (¿Oesterheld?) para contarle su historia de viajante frenético.

El factor Bruno Stagnaro
Las buenas historias del cine y de la literatura se caracterizan por ampliar los esquemas sobre los cuales se tejen las tramas y los personajes. Esa ampliación permite evitar los estereotipos o, al menos, ayuda a que no sean básicos. El director de El Eternauta, aún en los esquemas de la TV o el streaming, se ha preocupado por profundizar las capas de un relato. En Pizza, birra, faso esto ya destacaba al proponer una relación sentimental en medio de ese realismo porteño, que mezclaba la violencia, el humor y la calle. Así es como la jugarreta del Cordobés (Héctor Anglada) y Pablo (Jorge Sesán), de entrar y subir hasta la punta del Obelisco, le generaba consecuencias al primero en su relación con Sandra (Pamela Jordán), quien estaba embarazada y quería que su pareja madurara y le ofreciera un futuro mejor. Entre todos los problemas de ese grupo de amigos, que intentaban sobrevivir en un Buenos Aires noventero, golpeado por la crisis, había tiempo para el amor, para el drama de una pareja que quería salir de la espiral de la violencia. Esa sería una buena sinopsis subterránea de la película.
Algo parecido ocurría en Okupas, en donde otro grupo de amigos, conformado por Ricardo, el Pollo, Chiqui y Walter, al mismo tiempo que sobrevivían en una casa tomada, tenían sus conversaciones filosóficas sobre el amor, la lealtad y el desarrollo profesional. Resultan incluso hasta poéticas las escenas de Ricardo (Rodrigo de la Serna) y Sofía (Rosina Soto), en donde se exponen sus posturas sobre las diferencias de clases y sus formas de entender la vida. En esas secuencias, quizás complementarias para el corazón de la serie, está el factor Stagnaro. Eso de prender una vela con una pregunta, en el contexto de situaciones que podrían estar demasiado maqueteadas.
Una de las características más virtuosas de El Eternauta es que Bruno Stagnaro mantiene su huella e introduce con lucidez y con atrevimiento algunos cambios que complementan el texto original de Oesterheld. Con altos y bajos, la adaptación de la historieta de 1957 es respetuosa con su fuente de origen. Toda intervención está propuesta en pos de la actualización de aquellas viñetas por la que han pasado más de seis décadas. Ricardo Darín como Juan Salvo, por un tema de edad —en la historieta tiene alrededor de 40 años— le generó dudas a Stagnaro en su momento, pero logró darle credibilidad al dotar al personaje de un pasado como soldado en la guerra de las Malvinas.
Pero quizás en donde está más marcado el factor Stagnaro es en el personaje de Inga (Orianna Cárdenas), una migrante venezolana que entra por accidente a la casa del Tano y ese azar le sirve para ser otra sobreviviente más de la nieve mortal. Ahí entra en contacto con Omar (Ariel Staltari, también guionista de la serie), con quien entabla un flirteo o, en modo Stagnaro, una vela prendida para el amor bajo el apocalipsis. Ambos, desde luego, son personajes nuevos, creados especialmente para la serie.

La relación entre ambos no tiene, al menos en la primera temporada, la chispa de los casos antes mencionados. Sin embargo, instalan el ideario de Bruno Stagnaro en una serie que tiene muchos dedos apuntándola para encontrar defectos. El director ha sido respetuoso con los seguidores de la historieta, algo que era una preocupación para él desde que se anunció el proyecto. Pero también ha sido respetuoso con el público que recién descubre el fenómeno. Que todo el mundo esté hablando de César Troncoso, el actor uruguayo que encarna al Tano, habla de un ojo bien afinado para equilibrar el protagonismo de Darín. Igual que ese momento en que aparecen en pantalla algunos viejos conocidos de la filmografía de Stagnaro. El gesto es casi una indemnización por haber cambiado el inicio del cómic.
La imperfección y el atrevimiento de El Eternauta, en sus seis capítulos, la convierten en una serie encantadora. La memoria de Héctor Germán Oesterheld, desaparecido de la dictadura militar argentina, está muy bien resguardada.









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