A veces uno no sabe qué esperar. Mirás, das vuelta, volvés a mirar, das vuelta otra vez, ojeás. Finalmente decís «no, no sé qué me espera acá». Entrás sin ninguna expectativa y con un único prejuicio: se supone que acá adentro hay poesía visual. Hacés memoria. ¿Qué es poesía visual? Lo primero en lo que pensé fue en el caligrama. Caligrama, del francés calligramme, palabra empleada por el poeta y dramaturgo francés Guillaume Apollinaire y que, a su vez, proviene del adjetivo griego  καλόσ  (bello, hermoso, bueno) y del sustatnivo γράμμα (letra, escrito). La idea del caligrama era disponer de las palabras de una manera bella, formando una imagen que tuviese relación con el contenido del poema. Uno de mis favoritos, para dejar a modo de ejemplo, es el caligrama «Leer», de Vicente Huidobro:

Creo que en sí mismo resume lo que fue y es un caligrama. Sin embargo, no es algo que se pueda atribuir únicamente a Apollinaire ni a su colección de poemas publicado en 1918 titulado Caligramas, sino que la tradición de este tipo de escritura viene… bueno, de los griegos… o de los romanos.

τεχνοπαίγνια, technopaínia. Esta fue la palabra utilizada por Décimo Magno Ausonio. Se compone de dos partes: techné (τέχνη), arte, y paígnion (παίγνιον), juego. El juego del arte. Se conservan seis technopaínias: tres de Simias de Rodas, tituladas “Las Alas”, “El Hacha” y “El Huevo”, uno de Teócrito llamado “La Siringa”, “El Altar dórico” de Dosiadas y de Besantino o, en latín, Lucio Julio Vestino, “El Altar jónico”.

A modo de ejemplo les dejo las imágenes de la tríada de Simias de Rodas, ya denominado como un “poeta visual”.

Las Alas
El Hacha
El Huevo

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No se crean que fue esto con lo que me encontré cuando abrí los dos últimos libros de Martín Palacio Gamboa: Vulgaria (2023) y Tunguska (2924), ambos publicados por la editorial coloniense Hurí. Martín es montevideano, y el hecho de que haya publicado con una editorial del interior es algo a retomar. Es músico, traductor, ensayista, periodista cultural, poeta y docente. 

Empecé por el último porque los colores de la portada me llamaron más la atención. Qué nombre sonoro y desconocido, me decía. De dónde vendrá. Hice lo que toda persona de esta era con acceso a internet hace: googlear. Sin embargo, mientras investigaba el título y la catástrofe tan grande que nunca llegó a mis oídos, afuera gritaban. Una discusión insoportable. No había luz, el mantenimiento del alambrado público no atendía el teléfono, y una mujer grita “ya soy adulta, voy a hacer lo que quiero”.

Intenté ignorar, pero los bullicios son los peores. Sin embargo, frente a mí se desplegaban artículos sobre una explosión en Siberia en 1908. Una explosión que se cree que fue a causa de un meteorito. Una explosión que fue uno de los eventos de mayor impacto registrados en la historia. Kilómetros y kilómetros de árboles destruidos. Según un informe de testigos, tres personas podrían haber muerto en aquel evento. Pero las víctimas principales fueron los árboles —ninguno de esos árboles fue utilizado para estos libros, para eso hay otros árboles nuevos al alcance de la mano—.

Ambos libros, sin embargo, son hermanos. A pesar de sus diferencias, mínimas —como que en uno de los libros el texto está en la página izquierda y en el otro en la derecha, y el mismo intercambio sucede con la parte visual—, tienen más similitudes que otra cosa. Para comenzar: son dos libros de poesía visual, y no de la poesía visual que recorrimos recién. Esta poesía visual dialoga con el mundo digital, el collage, la sátira, la confusión hasta llegar a estados casi de memes, como pueden ser poemas como “Hasta la vista, baby”, con una referencia clara a un film en la parte verbal y una Peppa Pig con un arma en la parte visual. Esta poesía, a diferencia del caligrama o de la poesía a la que estamos acostumbrados y acostumbradas a leer, pone el eje central en lo visual: ahí está el poema. Sin embargo, no son libros que puedan leerse página a página. Son libros que se leen a dos páginas, es decir, páginas 57 y 58 van juntas. Cada par de páginas son un poema. 

Abro en la página 57 y 58 para seguir el ejemplo. En Tunguska dejé un post-it con una nota: “la ilustración de «el hambre es el lobo del hombre» es de las más increíbles. El plato con pintura como comida, las pieles azules, el rojo de la sangre del desgarre del hambre». Lo que cuenta la nota es lo que pasa en la página 57. La página 58 lo nombra: «El hambre es el lobo del hombre». En Vulgaria ambas páginas están en obras distintas. La página 57 está junto a la 56 que reza “Pop para divertirse” y es un anuncio colorido, en mezcla de fucsias, amarillos y lilas, con un engranaje de fondo que dice: “REPRIMA!” La página 58, acompañada de la 59, reza: “Fosas comunes”, y en la siguiente página pareciéramos ver bajo tierra signos, fragmentos de identidades por descubrir.

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Lo que es indiscutible es que estos poemas son increíblemente políticos. Esos ejemplos son tan sólo muestras diminutas del potencial de denuncia política que tienen estos dos libros. Admito creer que Vulgaria es más directamente político que Tunguska. El segundo, busca formas más rebuscadas o metafóricas para decir las cosas. Su primer libro no. Páginas 52-53, «El discurso del fascismo»: frases comúnmente dichas por sectores y personajes fascistas son volcadas en una picadora de carne y salen como tal. Páginas 30-31, «Porosidad de los relatos»: famosísimo cuadro de Artigas, pero la figura de Artigas está en negro y rellena del código binario computarizado. Una de las que más me impactó y sobre las que más me detuve se encuentra en las páginas 14-15, “Apariencia delictiva (Plef, in memoriam)”: graffiti del gato insignia de Plef con la cara manchada de sangre. Algunas de esas son las obras de su Vulgaria.

En Tunguska, este tipo de obra se solidifica y se termina por consolidar el estilo de protesta y denuncia, agregándole entonces una pizca de dramatismo y alegoría que permite otras interpretaciones de cada poema visual. Y probablemente haya sido eso lo que me ablandó tanto, a mí, una reacia a llamarle “poesía” a tanta cosa. Aún así, me tragué todas mis palabras y me permití llamar poesía a esta expresión verbovisual. Hasta acá llego yo, lector. Esta fue mi introducción y mi valoración de estas dos obras de Martín Gamboa Palacio.

Sin dudas este estilo que hasta podría llamarse neovanguardista es el principio de algo. Una primera búsqueda, una primera exploración de cómo la tecnología puede formar parte de los géneros literarios que conocemos de pies a cabeza desde nuestras primeras clases de literatura. Como toda búsqueda, tendrá a sus adeptos y a quienes puedan detestarlo. Yo, esta vez elijo quedarme en el centro, un poquito más cercana a los adeptos, por los motivos que ya conté y por el hecho de que la lectura es extremadamente disfrutable y hasta divertida pues es, dentro de todo, gráfica.

A partir de aquí usted podría elegir si seguir leyendo el artículo, si ir a buscar alguno de los libros, o creer que la poesía visual no existe y pensar haber leído esto sin sentido alguno. A continuación, lo que sigue es un intercambio que mantuve con el autor, no sólo sobre sus obras sino sobre su concepción de la poesía visual como tal y cuál es el lugar que tiene dentro de la literatura.

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Todo comenzó, dice él, con Clemente Padín, un poeta uruguayo nacido en el departamento de Rocha. Quería mostrarles a sus alumnos liceales un tipo de poesía que saliera de los estándares clásicos de la enseñanza secundaria. Contactó con él para invitarlo a dar una clase y según dijo, “los estudiantes lo amaron”. Palacio Gamboa daba clase en Lescano, un pueblo de Rocha y, sin saberlo, había invitado a Padín a dar una clase en su ciudad natal. No sólo se hicieron amigos, sino que se dedicó a estudiar su obra. Eso le llevó, de alguna manera, a incursionar en la poesía visual.

¿Qué entendés por poesía visual?

Todavía no tengo una definición que me satisfaga, pero podemos aventurar que es un metalenguaje que surge en el cruce entre lo legible y lo visible, entre el decir y el ver, operando como una máquina de sentido que desestabiliza las fronteras tradicionales de la imagen y la palabra. Lo visible en la poesía visual no es simplemente un soporte para ser descifrado, sino un campo de fuerzas donde la sensibilidad del acontecimiento —ese instante de aparición— exige una reflexión sobre su propia condición estética. Aquí la imagen no ilustra, sino que problematiza. La poesía visual trabaja con los desechos lingüísticos y culturales, con los restos de la publicidad y la comunicación masiva, subrayando la materialidad del lenguaje. La poesía visual, entonces, es una práctica que, desde su gramática otra, exhibe la muerte del sentido unívoco para celebrar su resurrección constante en el acto mismo de la recepción.

¿Cuál es, para vos, la función de la poesía visual y, específicamente la de tu poesía?

La poesía visual, para mí, opera en ese cruce tenso entre lo poético y lo político, entre la poiesis como creación material y la praxis como acción transformadora. No es un juego formalista inocente, sino un campo de batalla donde lo visible y lo legible chocan, se contaminan y desbordan los códigos establecidos. La poesía visual, al trabajar con materiales lingüísticos y visuales extraídos del flujo de la cultura (publicidad, prensa, iconografía masiva), no puede escapar a esa dimensión: cada elección formal es ya un gesto ideológico, una toma de posición frente al mundo. Ahora bien, no se trata sólo de denuncia o mensaje directo. Si me colocara en un posicionamiento netamente marxista, diría sin problema que la poesía visual es producción, una práctica material que reorganiza signos y espacios, que interviene en el régimen de lo sensible. No imita la realidad, la rehace, desmontando sus lógicas de dominación

En mi caso, la poesía visual busca ser un espacio donde lo político no se reduce a [una] consigna, sino que se encarna en la materialidad misma del lenguaje. Trabajo con restos de discursos públicos, con frases hechas y desechos visuales, con combinaciones algorítmicas inesperadas de las aplicaciones de IA, para exponer las grietas de lo real. No se trata de “decodificar” en el sentido tradicional, sino de forzar al espectador a una lectura incómoda, a habitar la contradicción entre lo que ve y lo que lee. La poesía visual, así, no comunica: interrumpe. La función de mi poesía visual —y quizá de toda poesía visual que no quiera claudicar— es desestabilizar el lenguaje del poder desde dentro, usando sus propias armas, pero torciéndolas. No para dar respuestas, sino para hacer preguntas que el discurso hegemónico no puede formular. Porque incluso el silencio visual es político: lo que se elige no mostrar también delata una posición en el mundo.

¿Con qué obstáculos te encontraste para publicarlo? Terminaste publicando tanto Vulgaria como Tunguska en una editorial del interior.

Los obstáculos para publicar mis libros de poesía visual no fueron meramente logísticos, sino sintomáticos de una tensión constitutiva en el campo cultural uruguayo: la que enfrenta, como diría Hamed, el “gozne chirriante” de Montevideo —esa capital que opera menos como centro unificador que como «barra separante»— contra los márgenes donde lo no letrado irrumpe como fractura. Las editoriales que rechazaron mis proyectos lo hicieron desde dos prejuicios entrelazados: 1) redujeron la poesía visual a ilustración subsidiaria del texto verbal, ignorando su linaje vanguardista (desde los caligramas de Apollinaire hasta el letrismo de Isou, ni hablemos del concretismo brasileño ni tampoco del movimiento Fluxus), y 2) desconfiaron de las imágenes intervenidas como «descargas de internet», negando así medio siglo de arte digital y apropiacionismo crítico. 

Esta ceguera no era casual: reproducía el gesto que Rodó consagró en Ariel —esa utopía paranoica donde la “redención por la letra” exige trazar fronteras rígidas entre lo humano y lo bestial, entre el sujeto estético y la muchedumbre inculta. Lo que estas editoriales llamaban “calidad literaria” no era más que la vigencia inconsciente de un proyecto civilizatorio que identifica lo culto con lo verbal-transparente y desprecia lo híbrido, lo visual y lo digital como amenazas al Logos. Montevideo, en este esquema, funciona como la “ciudad letrada” que Rama describió —pero con una ironía: su supuesta racionalidad ordenadora es, en realidad, una construcción tan imaginaria como arbitraria. Rama, al denunciar cómo la escritura colonial moldeó lo real, terminó reproduciendo una dicotomía abstracta entre “razón occidental” e “imaginario americano”, omitiendo que ambas esferas nunca fueron puras. 

Así, la resistencia montevideana a la poesía visual no es solo elitismo, sino el síntoma de una ciudad que, como señala Hamed, «exilia» lo que no cabe en su relato de modernidad periférica. Frente a esto, publicar en el interior —ese espacio estigmatizado por la Atenas del Plata— fue un acto de desterritorialización en el sentido que Nelly Richard y Mignolo plantean: no una huida, sino una exposición del provincialismo del centro. El interior uruguayo, históricamente refugio de heterodoxos como Marosa o Felisberto, encarna la paradoja de ser el «verdadero margen» desde donde se fisura el canon. 

Intuyo que mi propia condición fronteriza —crecer en el Chuy, entre Uruguay, Brasil y la diáspora palestina— amplifica este gesto. La poesía visual que practico no es un juego formal: es una máquina de guerra contra la “gramática del Estado” que Rodó soñó y Rama diagnosticó. Si Vulgaria y Tunguska trabajan con desechos digitales y eslóganes publicitarios, no es por frivolidad, sino porque la lengua literaria siempre se ha definido contra lo “vulgar”, es decir, contra los usos vivos y plebeyos del lenguaje. Al apropiarme de esos materiales, no ilustro ni decoro: exhibo la colonialidad oculta en la distinción entre alta cultura y basura mediática. Rodó temía a la “neocolonización inmigratoria”; yo celebro su mestizaje. Rama criticó la ciudad letrada; yo opero desde sus grietas. Por eso, más que un obstáculo, la incomprensión de las editoriales montevideanas fue una confirmación: la poesía visual sólo puede ser bárbara, o no es.

¿Fue Vulgaria tu primera obra verbovisual?

No, ya en Celebriedad del fauno (2014) había ensayado esa faceta, pero todavía estaba muy patente la huella de Padín y de los concretistas.

¿Cómo fue comenzar a trabajar la poesía visual de esta manera? Quizás, podríamos describirla de una manera más digital.

Mi aproximación a la poesía visual en su vertiente digital no fue un giro abrupto, sino el resultado de un proceso de descubrimiento y recombinación —una suerte de caleidoscopio donde confluyen influencias visuales, sonoras y tecnológicas. Todo comenzó al observar el trabajo de mi compañera Sofía Luna en Bitácora Dodó (2020): sus ilustraciones, que oscilaban entre el cyberpunk y la estética soviética, funcionaban perfectamente como poesía visual aunque ella no las nombrara así. Aquellas imágenes, construidas con técnicas de fotomontaje que parecían dialogar con la obra de Stezaker, Hockney y Rodchenko, me revelaron algo esencial: que la apropiación y el recorte no son sólo técnicas, sino gestos que van más allá del sentido común.

El verdadero salto llegó con mi inmersión en la música electrónica experimental —especialmente en artistas locales como Valentina Artaud. Su uso de sintetizadores autofabricados, bugs, ruido de cuantización y distorsiones me enseñó que el error no es un accidente, sino un lenguaje. Al igual que ella, empecé a ver el software (Photoshop, Illustrator, IA generativa) no como herramientas neutras, sino como espacios de sabotaje: el clipping visual, el aliasing semántico, el glitch como interrupción política. La poesía visual que practico ahora se nutre de esa lógica: es un arte combinatorio donde conviven stencils manuales, collages digitales y algoritmos de IA.

En definitiva, mi práctica actual es hija de tres impulsos: 1) la cultura DJ (apropiación, montaje, desacralización), 2) la estética del error (glitch, ruido, entropía como resistencia), y 3) el artivismo transversal. Trabajar “lo digital” en poesía visual no significa abandonar lo manual, sino tensar ambos polos: como un DJ, mezclo lo analógico y lo binario. Es poesía visual, sí, pero también es postproducción, arte sonoro y hackeo cultural en un mismo gesto.

Vulgaria, de las dos obras, me pareció la más directamente política. Tunguska, si bien es política desde su nombre y completamente satírica, tiene componentes más metafóricos. ¿Cómo se llega a esta evolución?

La transición de Vulgaria a Tunguska marca un desplazamiento: el trazo explícito hacia una crítica analéctica que, siguiendo a Dussel, opera desde los intersticios del sistema. Si Vulgaria era un artefacto de denuncia directa, Tunguska encarna lo que Steyerl llamaría “imágenes pobres”: superficies de resistencia que se niegan a la legibilidad inmediata, perturbando los regímenes sensibles del capitalismo tardío. Esta evolución no es un abandono  de lo político, sino su radicalización mediante lo que Rancière denominaría “disenso”: ya no se trata de mostrar la fractura, sino de hacerla habitar en la estructura misma del poema visual.

¿A qué voy con esto? A que Vulgaria trabajaba con una gramática de la interpelación —escudos nacionales convertidos en diagramas de carne, frases publicitarias vueltas eslóganes del fascismo cotidiano— donde la referencia era inmediatamente decodificable. Tunguska, en cambio, asume la lección de Fisher sobre el realismo capitalista: en una era donde la catástrofe se ha normalizado, la representación directa puede perder su potencia crítica. Por eso el libro recurre a esa secuencia de flujos indefinidos entre lo legible y lo ilegible. La diagramación misma de Tunguska (imagen a la izquierda, texto mínimo a la derecha) opera como máquina de guerra semiótica. Esta disposición exige una lectura donde el espectador debe negociar constantemente entre lo visible y lo legible.

La mención al meteorito de 1908 —ese evento cósmico que arrasó sin explicación— no es casual: lo real hoy solo puede aparecer bajo la forma de lo traumático, de aquello que resiste toda integración a cualquier relato contemporizador. Lo crucial es que esta opacidad no es formalismo vacío. La precariedad técnica de Tunguska (collages digitales toscos, interferencias deliberadas) enuncia una política material: rechazar los estándares de productividad neoliberal que también rigen el arte. El humor ácido que recorre el libro es la firma de esta operación: la risa como último gesto de libertad en un paisaje cultural donde, como diría Fisher, “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

¿Sentís que cualquiera que se acerque a estas obras puede comprenderla?

Intuyo que sí. Aunque haya que exigirle un poco. O más.

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Entre charla y charla, Martín Palacio Gamboa tira un pequeño —enorme— comentario: además de buscarle una comparación musical a cada libro (ambos estamos de acuerdo en que Vulgaria es más Sex Pistols y Tunguska se inclina más a The Clash), comenta al pasar que está trabajando en un manifiesto sobre la poesía visual en la era digital. Agradezco tener su permiso para darles algunos bocados, porque espero que él mismo lo publique en su totalidad.

Son tres páginas y media. Son diez tesis. En primer lugar, está la «Arqueología del gesto en la máquina». Allí el autor refiere a que ya no se crea la poesía visual sino que se curan los rastros dejados en “la interfaz entre lo orgánico y lo algorítmico”. Luego, me parecen puntos relevantes el “Sabotaje semiótico”, en el que la máquina viene a reprogramar el mundo, funciona como una rebelión de lenguajes no humanos; también “Deepfakes poéticos: una epistemología de la sospecha”, adjudicándole a la poesía un rol crítico ante las imágenes mediatizadas en una era donde todo es falsificado. El punto seis hace de la poesía un nuevo mundo: “Hologramas lingüísticos: el poema como campo de fuerzas”. En este punto, la poesía visual no es un objeto, sino, un campo de fuerzas “donde los significantes flotan en un medio coloidal. Inspirada en el arte holográfico, ya no se lee: se habita”.

La performance entre humanos y máquinas, la colaboración entre ambos como cómplices en sabotajes críticos y denuncias, el uso de los distintos lenguajes para crear un poema, utilizar los errores, los glitch como sabotajes, la traducción del poema visual de formato en formato. No hay dudas de que, tanto a partir de su poesía como de este manifiesto, Martín Palacio Gamboa es alguien a quien debemos tener presente en el futuro del arte verbovisual digital de carácter político. Con el avance exorbitante de la Inteligencia Artificial, de la falsificación de imágenes y de la creciente desconfianza ante todo en redes sociales, la poesía visual digital surge como la resistencia artística en el propio medio.

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