Varios son los problemas que se asoman a la hora de analizar la nueva película de Paul Thomas Anderson. El más complejo tiene que ver con el ejercicio de ponderar qué tan placentera es la experiencia de enfrentarse a Una batalla tras otra. Y es difícil, porque todo lo que ha pasado con ella desde su estreno, tiene que ver con loas desmedidas, adjetivos por doquier e invitaciones a ver uno de los filmes del año e incluso, para algunos, la obra maestra de su director.

La crítica, o esa mutación en la que ha devenido la crítica, debería entregar pistas de lo que hay que ver y no ver en una sala de cine o en el streaming, ojalá revelando aspectos de una obra y haciéndola dialogar con otras. En esa dialéctica se podría generar un aprendizaje de lo desconocido y, por qué no, descubrirlo en una sala de cine. Sin embargo, mediante un entusiasmo desbordado de adjetivos, la crítica se ha vuelto kafkiana. No porque los espectadores amanezcamos un día cualquiera convertidos en un escarabajo, sino por la idea de que el estreno de una película nos desoriente y nos haga cuestionarnos si realmente nos merecemos estar frente a una película suprema. Pero también existe la posibilidad de que la etiqueta de “obra maestra” esté siendo usada con demasiada liviandad.

Paul Thomas Anderson debe ser de uno de los realizadores que maneja con mayor eficacia el ritmo de una película. Su estilo visual, con encuadres atrevidos y pulcros, empalmado con una banda de sonido que bien podría funcionar como un espectáculo de música en vivo, es una marca registrada de su filmografía. Ocurre en Magnolia (1999), ocurre en There Will Be Blood (2008) y también en The Master (2012), por citar tres de sus películas, muy distintas entre sí, pero que comparten esa suerte de hipnosis en torno a una historia, en la que lo sensorial y lo conceptual van de la mano.

En Magnolia, por ejemplo, en la subtrama del policía encarnado por John C. Reilly, cuando este desafía su timidez frente al personaje de Melora Walters (la inolvidable actriz que mira a cámara en el final) hay una explosión del lenguaje cinematográfico. Primero, con una conversación incómoda y una canción de Aimee Mann que genera tanta tensión como ternura. Luego, Anderson desafía al formato de imagen de la TV, al ubicar a ambos personajes en los bordes del plano. Y en ese cuestionamiento a la imagen, los personajes se van acercando. Cambia el plano, cambia la disposición de los cuerpos y, al avanzar la trama, irrumpe un cuestionamiento al amor, a la soledad y al encuentro de dos almas perdidas en la esperanza de la redención.

En esta película, Anderson podía jugar con el cine, pero ese juego tenía sentido en un mundo occidental que despedía al siglo XX con una lluvia de ranas. Esto, en el contexto de un filme de tres horas de duración.

En el nuevo siglo, Paul Thomas Anderson tuvo un desdoblamiento creativo y comenzó a indagar en otras épocas y en otras texturas. Algunos lo encontraron pretencioso. Otros valoraron su lenguaje y su paroxismo, porque ahora, además, se volvía filosófico. Aunque habría que decir que sus cuestionamientos al poder, las dudas del ser humano y el sentido de la vida estuvieron presentes en su filmografía desde su ópera prima, solo que en una forma distinta. Más dinámica si se quiere, pero nunca superficial. Eso era Hard Eight (1996), con un Philip Baker Hall que se movía con elegancia entre el cine negro y una trama de Albert Camus.

En ese Anderson noventero y ese otro que emergió en la primera década de los 2000 había un cineasta revolucionario, tanto en las formas de su cine como en los modos en que desentrañaba sus tópicos. Por eso es que resulta desalentador que su nueva película, decidida a ofrecer una mirada sobre los movimientos subversivos contra la implacabilidad del capitalismo y la burguesía, sea solo una generalidad al paso, con la salvedad de que en este momento el presidente de Estados Unidos sea quien es.

Una batalla tras otra, adaptación de la novela Vineland (1990), de Thomas Pynchon, cuenta la historia de un grupo revolucionario llamado French 75, en donde Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio) y Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) llevan una relación amorosa en el vértigo de la lucha armada contra el sistema. En ese prólogo, aparece el buen ritmo cinético ya mencionado de Paul Thomas Anderson, y antes de que pasen 16 años, de que el grupo se quiebre y la película se instale en un nuevo presente, la acción se desborda y no hay posibilidad alguna para la reflexión. La historia se desencadena con rapidez, con mucha forma y sustancia, pero con poco fondo.

El antagonista de este grupo revolucionario es Steven J. Lockjaw (Sean Penn), quien tiene razones personales para perseguir a este grupo en el inicio y en el final de la película. Willa (Chase Infiniti), la hija de Bob y Perfidia, 16 años después, podría ser el germen de esa lucha revolucionaria que Lockjaw ya había dejado en el pasado. Así que su búsqueda será la misión que le ha sido encargada por el mal, un grupo de supremacistas blancos a los que cuesta tomarse en serio, pero también cuesta encontrarles gracia, más allá de si la película es analizada o no (convenientemente) como una parodia.

Todo está demasiado explícito en Una batalla tras otra, hay una sobreinformación excesiva que no permite reír ni tampoco pensar, por más que en el guion haya un esfuerzo por lograr ambas cosas. De hecho, resulta curioso que los pocos momentos risibles de la película sean aquellos en que el personaje de Leonardo DiCaprio intenta hablar en serio, pero no puede por el humo de la hierba que acaba de fumar. Resulta poco para un filme de 160 minutos que se vuelve largo y tedioso, inclusive en IMAX, y que también está siendo analizado como una comedia.

Chase Infiniti interpreta a Willa, una adolescente que tendrá que cargar con su historia familiar en Una batalla tras otra.

Entremedio de persecuciones en la carretera de buen pulso y una atmósfera sonora fiel al universo de Anderson compuesta por Jonny Greenwood, el personaje de Benicio del Toro (Sergio St. Carlos) asoma como uno de los puntos frescos de Una batalla tras otra. Tanto así, que no necesita hablar mucho para hacerse presente en este elenco, en el que hay otros nombres que podrían haber sido mejor aprovechados. Alana Haim y Wood Harris, por ejemplo.

Para una película promedio, lo anterior podría ser suficiente, pero para un director como Paul Thomas Anderson, no alcanza a ser un filme en el que valga la pena detenerse, como sucedía con otros de sus títulos.

El mundo está hecho trizas hace rato y los males de la política, la avaricia y la guerra pueden encontrar miradas y reflexiones sobre el capitalismo salvaje en obras que no necesariamente expliciten todas sus cartas. Películas como Anora (Sean Baker; 2024), Parasite (Bong Joon-ho; 2019), Relatos salvajes (Damián Szifron; 2015), Aquarius (Kleber Mendonça Filho; 2014) o algunos capítulos sueltos de The Wire (David Simon; 2002-2008) tienen más lucidez, más sentido crítico, más audacia y más humor que esta no obra maestra de Paul Thomas Anderson.

Una respuesta a “«Una batalla tras otra»: el problema de llamar obra maestra a cualquier película”

  1. Avatar de mapilarchasquenet
    mapilarchasquenet

    Muchas gracias! Muy buena nota, muy buen análisis de la película. Me hizo pensar. Muchas gracias y felicitaciones al editor de Sujetos!! María del Pilar Pérez Piñeyro

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