Sobre la novela La inocencia de Felipe Polleri (Montevideo, HUM, 2008)
I
Hay una madre que delimita una frontera social, un nosotros y un ellos, «los grasas». Una madre que decreta el destino de sus hijos, lo que pueden hacer y lo que no:
Mamá necesitaba creer que todo el mundo era “bueno”, incluidos los chiquilines que me cagaban a patadas todos los días frente a sus narices, y de los que yo no me defendía porque si todo el mundo era “bueno” los chiquilines que me cagaban a patadas todos los días eran buenos, perfectamente buenos como mamá, aunque me cagaran a patadas todos los días, todos eran buenos, desde los propietarios del edificio hasta los chiquilines del parque que me cagaban a patadas todos los días, y de los que no me defendía porque yo también era bueno y los niños buenos no cagan a patadas a otros chiquilines buenos, por decreto materno, que es el mejor y el más indiscutible de los decretos
Rodolfo (h) decide romper con el decreto materno. Se disocia, es también un niño malo. Irónicamente el narrador dice: “Soy un héroe”, pero lo es convirtiendo sus miserias en virtudes, riéndose de sí mismo, porque se resiste al decreto materno “a escondidas, en secreto, pero sabiendo que me estaba preparando para ser «malo» en público”.
En el fragmento final de la primera parte, el narrador amenaza con iniciar un cuento: “Cuando le dije a mamá que no iba a ser doctor…”, otra perla de su desobediencia heroica, pero abandona la tarea: “Soy ventrílocuo. Mi muñeco se llama Rodolfo, y es un pingüino vestido de frac y dice: -Estuve un poquito “enamorado” algunas veces, naturalmente”. Rodolfo (h) se desdobla en este muñeco al que hace hablar.
La segunda parte, “Las muchachas de Pocitos”, inicia con la frase del muñeco. Como si Rodolfo tomara la palabra pero con su segunda voz, la del ventrílocuo. En este relato se describe como un solterón, de unos cuarenta y dos años, que vive con su hermana Ada. Ambos subsisten administrando la herencia familiar. Persiste la disociación del narrador, la idea de un doble “malo” de Rodolfo que, por ejemplo, mata al gato de Ada. El narrador se inventa una novia, Isabel, que es en verdad (y el narrador así lo confiesa) una “muchacha imaginaria”. La segunda parte parece una ficción de la vida de Rodolfo (h), en la que relata como si hubiera aceptado las definiciones maternas. Aparece un hijo bueno-para-nada, soltero, amargado.
En la tercera parte, que lleva el mismo título que la primera -Vivir a veces-, Rodolfo (h) toma la palabra y continúa el relato dónde lo había dejado: el recuerdo de cuando le dijo a su madre que no sería doctor sino ventrílocuo. La desobediencia tiene su punto más alto cuando Rodolfo (h) se casa con una “parda” y es acusado por su madre y sus hermanas de ser un traidor, de corromper el “abolengo de la familia”. A partir de ese momento él se llama a si mismo: “el idiota, el inmundo, el loco, la mierda, el Traicionado”. Al casarse con la “negra”, Rodolfo (h) cruza la frontera trazada por la madre totalitaria, mamá -Hitler que, ya muerta, ronda con su presencia fantasmática en las fiestas familiares: “puede aparecer en cualquier momento para desatar el Infierno”.
La novela termina casi como empieza, con una pesadilla. Hitler y su madre toman el te con masitas en la Guarida del Lobo, mientras conversan sobre la Solución Final
para liquidar a los grasas, a los gitanos, a los maricas, a los judíos y a las sirvientas que se multiplicaban como piojos, según mamá, como los judíos o el judeobolchevismo o algo así, por lo que había que exterminarlos sin piedad.
Fin de la pesadilla. En el siguiente fragmento, el último, Rodolfo (h) sale del edificio de su infancia y se cruza con uno de esos niños “buenos”, querido por su mamá, devenido vampiro de traje, portafolios y guardaespaldas. Como si viera en el vampiro lo que podría haber llegado a ser, Rodolfo (h) sale de Pocitos, sale de un territorio habitado por sus muertos, abandona el campo de batalla enemigo para vivir.
II
El “Álbum familiar”, que cierra el libro, es un conjunto de «retratos» de los personajes que pueblan la novela: familiares y vecinos dibujados con garras, piernas cortadas, cabezas de monstruos, alas de vampiros. Estos seres imaginarios se contraponen con la construcción de tipos sociales del realismo, pero aún así dejan pasar lo social. En La inocencia la lucha de clases se libra en el terreno espinoso del inconsciente, de las relaciones familiares, a partir de un estilo peculiar, que recurre a la ironía, a la reiteración (muchos pasajes como el de «me cagaban a patadas») y a la indeterminación (cada tanto un «etcétera» al final de una frase). Esta es la mayor fortaleza de la novela y de la búsqueda estética de Polleri.