El libro Tuyo siempre (Club, 2024) de Sebastián Pedrozo es un verdadero textazo. Pero no digo textazo sólo en tanto que adjetivo superlativo, que también sinceramente me lo pareció, sino en tanto texto-trazo. Este libro tiene alma de mapa porque da a leer un medio –compuesto de cualidades, de fuerzas, de sustancias y de acontecimientos–.
Le dan cuerpo a este libro varios textos, algunos agrupados y algunos aparte, pero formando todos una serie. Es decir, son textos singulares y heterogéneos pero que coquetean a través de juegos de repetición que ponen a jugar una variación más que una diferencia. Porque estos textos están compuestos de la misma estofa, un tono sostenido aunque haya un “cada uno” marcado por el ritmo particular que dispone y que permite pasar al otro y darse cuenta de que es otro –y esto es bien sentido, al leerlo se produjo para mí la sensación de tener que acomodar el cuerpo en el paso de un ritmo a otro–.
Entre los unos y los otros de estos textos hay traficaciones o ritornelos en los que un personaje, escena o imagen aparece y reaparece generando una tensión particular. El fantasma, la bruja, la violencia del varón, la violencia del sexo. Entre página y página se respira un aire denso, ominoso, hasta con cierto tufillo. Pero querés más, querés seguir el vértigo de las palabras y las escenas. Lo devorás.
Lo repetitivo toca algo que conmueve al lector. Lo forcejea, lo arrastra. Por eso, la estofa de Tuyo siempre tiene un gusto que se te queda en la boca. Insistencia. Eso es lo que se mastica en este libro.
Con ese sabor todavía en boca vinieron a mí las palabras de Tosquelles (L’arachneen, 2021) «El inconsciente, eso no existe, eso insiste». Es decir, lo inconsciente no existiría más que insistiendo. Escribir como una forma posible de masticar esa insistencia, un intento de posible digestión.
Y me da la impresión de que en estos textos hay un verdadero trabajo de digestión, porque en la repetición hay diferencia, hay variación, hay movimiento. La repetición que se da a leer en Tuyo siempre no es una repetición de lo mismo. Entre las traficaciones hay movimiento. Es más, diría que hay envejecimiento –en el sentido en que lo conceptualiza Péguy (Cactus, 2009), como un desperdicio perpetuo, un desgaste, un roce, un irreversible que está en la propia naturaleza, en la esencia y en el acontecimiento, en el corazón mismo del acontecimiento–. Este envejecimiento se da a leer en la diferencia de espíritu de los últimos dos textos –Órganos internos y Avalancha– que proponen un desplazamiento sobre la línea intensiva de la violencia. Hay un hacer diferente con la violencia que se come del mundo.
Ya lo dijo Deleuze en su texto Diferencia y Repetición (Júcar, 1988):
Nos repetimos porque reprimimos. Reprimimos porque repetimos, olvidamos porque repetimos. Reprimimos porque, ante todo, no podemos vivir ciertas cosas o ciertas experiencias si no es sobre el modo de la repetición […] Si la repetición nos pone enfermos, también es ella la que nos cura; si ella nos encadena y nos destruye, también nos libera, dando testimonio en ambos casos de su potencia «demoníaca».
Gracias a sujetos.uy me encontré con un libro que pone en juego esta procesión dramática en la que el lector es puesto a prueba en su capacidad de leer los efectos de las heridas que nos constituyen.









Deja un comentario