Foto de un libro de Borges tomada sin la autorización de María Kodama

Hace unos años trabajaba en una librería que estaba en un shopping mall, por lo que tenía que cubrir los fines de semana. Eso quería decir que sábados y domingos había tiempo para perder. Ese tiempo que el patrón sueña que vas a utilizar para limpiar estantes y ordenar libros. Pero para soñar debían dormir una siesta (es que estaban un poco viejos). Por lo que los fines de semana dormían unas horas en la tarde que nos daban para rascarnos un poco.

En 2005 salieron dos libros: Costas extrañas. Ensayos 1986-1999 de John Coetzee (Premio Nobel 2003) y La fórmula de la inmortalidad de Guillermo Martínez (Premio Planeta 2003 con Crímenes imperceptibles llevada al cine por Alex de la Iglesia en 2008 con el nombre Los crímenes de Oxford). Ambos llegaron a la librería y despertaron mi interés. Había leído Desgracia (1999) de Coetzee a causa de la publicidad generada por el premio Nobel. También había leído ese mismo año Crímenes imperceptibles por recomendación de un compañero de la librería. Los dos eran antologías de ensayos o artículos de escritores bien insertos en el mercado editorial, por lo que se podía esperar un nivel similar de rigor y profesionalismo. Pues bien, resultó que aquella lectura de domingo, robándole unos cuantos minutos al trabajo, sirvió para algo. Este es el resultado de esa lectura. Uds. juzgarán.

 El libro de Coetzee se abría con un texto cuyo título era, de entrada, muy sugestivo “¿Qué es un clásico?”, título de una conferencia del escritor dictada en 1991. Coetzee planteaba allí el siguiente escenario: él es un joven de 15 años (1955) que, mientras vagabundea por el patio trasero de su casa en Ciudad del Cabo (Sudáfrica), escucha una música que lo perturba profundamente. Era El clave bien temperado de Bach. «La música me hablaba como nunca antes me había hablado» (19) dice, y más adelante: «Lo que estoy describiendo es la cultura musical de la clase media que poblaba las ex-colonias británicas durante la época de Eisenhower; esas colonias se estaban convirtiendo rápidamente en provincias culturales de Estados Unidos. Puede que el así llamado «componente clásico» de aquella cultura musical fuese europeo en origen, pero era la versión popular de Europa de la Orquesta de los Boston Pops»(19-20). Coetzee está hablando desde un contexto colonial, y en este pasaje creo, hay una cierta alusión a ese entrelugar (Bhabha) que es la situación colonial, este lugar que no es europeo ni norteamericano todavía, desde donde Coetzee ve la cultura de los «clásicos» europeos hibridada en productos populares.

Situado en una colonia inglesa en Sudáfrica, el narrador cierra su conferencia haciendo una lectura del poeta polaco Zbigniew Herbert. Según Coetzee, Herbert escribe desde el punto de vista de Polonia, “un país con una cultura occidental asediada intermitentemente por vecinos bárbaros”, por lo que no busca ninguna cualidad esencial en los clásicos, ellos son lo que “sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no se pueden permitir ignorarlo y, por tanto, se agarran a ello a cualquier precio” (28). A partir de este argumento Coetzee concluye:

Así pues, llegamos a una cierta paradoja. El clásico se define en sí mismo por la supervivencia. Por tanto, la interrogación al clásico, por hostil que sea, forma parte de la historia del clásico, porque mientras un clásico necesite ser protegido del ataque no podrá probar que es un clásico.

Uno podría llegar a aventurarse más lejos por este camino y decir que la función de la crítica viene definida por el clásico: la crítica es aquella que tiene por obligación interrogar al clásico.» (28-29)

¡Bien Coetzee!

Uno: no se puede “proteger” a un clásico. Dos: la crítica tiene la obligación de interrogar al clásico.

Agregaría solamente la siguiente reflexión: interrogar a los clásicos debe significar re-escribirlos, fragmentarlos, interpretarlos miméticamente, malinterpretarlos, tunearlos (y otros). De otra forma son solamente cosas para contemplar y, eventualmente, interrogar. Lo mismo opera para la crítica, la pregunta de la crítica debe permitir descartar a un clásico, o tomarlo en parte, y las demás opciones. Es decir, la interrogación debe ser radical y debe llegar al extremo de rechazarlo o incluso renegar de él.

Una disgresión

Del texto de Coetzee pasé al de Martínez. En verdad me interesaba porque tenía un artículo «Ejercicio de esgrima» en el que el narrador ingresa en la polémica generada por el libro de Damián Tabarovsky Literatura de izquierda (Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 2004). Ese debate me parecía atractivo. Pero en 2005 no podía percibir algo que hoy resulta  interesante. En el artículo Martínez arremete contra la “crítica académica”. Es cierto que Tabarovsky ponía a Martínez del lado de la literatura de derecha, una literatura que espera “la circulación, la posteridad, la tesis de doctorado, la sociología de la recepción, la contratapa, la palmadita en el hombro”. Y Martínez había conseguido todo eso. Sin embargo, Martínez vapuleó a Tavarovsky con todo tipo de argumentos.

A mi me interesó este:

A diferencia de la ciencia, donde los criterios de verdad son relativamente transparentes, estables, democráticos y autoevidentes, la verdad en literatura y en el arte en general es mucho más elusiva y se disputa en gran medida entre distintos criterios de autoridad. La academia, naturalmente, se propone como uno de estos criterios, y no hay hasta aquí nada que decir. Pero en la circulación de un libro por el mundo aparecen otras validaciones posibles: una recomendación inesperada boca a boca, una cantidad infrecuente de traducciones o, justamente, un premio literario importante que llama la atención de pronto sobre el nombre de uno u otro escritor. Estos son todos mecanismos que la academia no puede controlar y a los que reacciona en general con desconfianza instintiva”. Por lo que los académicos postulan lo siguiente: “los lectores pueden preferir a quien quieran, pero por definición nosotros, los ‘verdaderos entendidos (los que escribimos -de paso- la historia de la literatura), tendremos la verdad (173-174).

En este pasaje Martínez acusa a Tabarovsky de ser un académico que intenta imponer su verdad sobre el arte y la literatura. El saber académico cuando interviene en el campo artísitico no reconoce otras formas de la legitimación que no sean las propias, a diferencia de lo que ocurre en la ciencia. Todo parece indicar que para Martínez no es posible una verdad relativamente transparente, estable, democrática y autoevidente en los estudios sobre la literatura y el arte. Y eso es cierto. Pero no quiere decir que su “verdad” no sea posible. En todo caso habrá que pensar en alguna verdad provisoria que cumpla con algunas o todas las características que Martínez postula para la “ciencia”. O bien habrá que pensar en una verdad opaca, inestable e intrincada. Eso sí, siempre democrática, aún cuando existan aquellos que postulen una verdad anti-democrática en arte y literatura.

Borges: el pretexto

Ahora bien. Luego de esta larga disgresión, vuelvo a la cuestión de los clásicos. Martínez dedica a Borges un capítulo entero del libro. El capítulo está compuesto por cinco artículos (Martínez ya había publicado Borges y la matemática en 2003). Me interesa destacar ahora uno de ellos “Un regreso a «El Aleph»” en el que lee a Borges a través de los argumentos del propio Borges:

Borges se pregunta a su vez sobre los clásicos en una de las páginas más interesantes de Otras inquisiciones y llega a una tesis melancólicamente opuesta [a la de Thomas de Quincey, citada anteriormente por Martínez]. (…) El ensayo parece recorrido por el esfuerzo de abstraer alguna propiedad que compartan los libros más frecuentados, una clave inscripta en los textos que contenga el secreto de las lecturas inagotables y de la perduración. Una clase de verdad que no dependa de la siempre voluble aprobación humana. No la encuentra y con valentía intelectual y alguna resignación asienta su conocida tesis: «Clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es aquel libro que una nación o grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término», «es un libro», agrega al final, «que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.”

Y bien, Borges ha muerto y es ahora él mismo un clásico, de acuerdo con todas las definiciones. Se podría repetir incluso la frase de Eliot con una variante: cualquiera sea la definición de ‘clásico’ a la que lleguemos no puede ser una que excluya a Borges. (130-131)

Otra vez. Nada de cualidades intrínsecas para el clásico. ¡Bien Martínez (a través de Borges)!

Pero después: Fervor y lealtad hacia ellos, aunque también “interpretaciones sin término”. Otra vez la misma paradoja (o parecida) a la que hacía referencia Coetzee.

Me gusta más el cierre de Borges, sin la lectura que ofrece Martínez del texto:

Las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre. […] Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.” (Otras inquisiciones, (1960) 1993. Madrid: Alianza, 191).

Y todo esto para decir…

que Borges es un clásico al que no es posible proteger, que estará siempre sujeto a “interpretaciones sin término” y que, aunque la señora María Kodama prohíba homenajes que no le gustan, el mundo seguirá plagado de generaciones de hombres que, urgidas por las más diversas razones, leerán con fervor y lealtad (y también con todo lo contrario) los textos de Borges.

Alejandro Gortázar

Postdata

  1. La obra que María Kodama hizo retirar de las librerías es El hacedor (de Borges) remake (Alfaguara, 2011) de Agustín Fernández Mallo.
  2. Ayer 23 de noviembre de 2016, nos enteramos que el escritor Pablo Katchadjian fue procesado por la justicia argentina por su libro El Aleph engordado, un experimento artístico publicado en 2009. Otra vez Kodama se sale con la suya.