
Paso por la Biblioteca Nacional y veo los afiches que promocionan la “última novela de Taco Larreta” pegados debajo de las estatuas de Sócrates y Cervantes. No tengo idea de cuanto van a durar ahí ni cuanto efecto pueda tener en las ventas, dado que comparte el espacio, encima de capas y capas de anuncios, con recitales, asambleas populares y un largo etcétera. El afiche tiene la siguiente consigna “Hasta el más indiferente puede involucrarse” y está firmado por la “Editorial Fin de Siglo, el libro uruguayo”. Hace ya algunos años Banda Oriental recurrió a la misma estrategia (el afiche, digo) para vender El canto de la corvina negra y otros cuentos (2003) de Mario Delgado Aparaín, pero el afiche que reproducía la tapa de Fidel Sclavo era, tal vez por eso, mejor. En ambos casos la apuesta editorial está relacionada con ofrecer un libro-objeto lujoso (en términos locales: encuadernación y tapas duras), especial para hacer un regalo.
Pero, vayamos a lo nuestro. Hay dos líneas argumentales que se cruzan en la novela: una tiene que ver con el mercado del arte: Abel Ortega, protagonista y narrador, es un marchand, esto es, un comerciante de arte. La otra línea tiene que ver con la dictadura, y en particular con un grupo de exiliados uruguayos en España, que sigue la forma narrativa tradicional del enigma resuelto hacia el final. En esta línea la novela aporta un punto de vista novedoso respecto al exilio, ya que se trata de unos exiliados con una buena posición social, alejados de la política. Lo que vendría a cuestionar, o por lo menos parodiaría, la imagen homogénea del exilio y su retórica del compromiso político que circuló mucho en la inmediata posdictadura. Ese es el sentido que busca explotar el afiche promocional. Pero lo mejor de la novela está en la primera línea, la del mercado del arte.
Hay tres capítulos de la novela que relatan la estadía de Abel Ortega en Ibiza y que no tienen desperdicio. Ortega se encuentra allí con el artista, también uruguayo, Titto Vanelli. Ambos estuvieron vinculados en un episodio de fraude en Buenos Aires, Vanelli proveía a Ortega de muy buenas copias que luego este vendía por buenas. Luego ambos siguen trayectorias diferentes y vuelven a cruzarse en Ibiza. Ortega describe a Vanelli como su opuesto, un hippie, siempre drogado, que hacía retratos a turistas alemanes por unas pesetas. Ortega es un yuppie que decidió encaminar su carrera en el mercado del arte. La oposición entre ambos personajes, siempre desde el punto de vista de Ortega, tiene su inversión hacia el final, pero a eso no hago referencia para no aguarles parte del desenlace de la novela.
No estoy 100% seguro, pero un punto de vista como el de Abel Ortega en la literatura uruguaya es inusual, por no decir inédito. Es verdad que es un personaje odioso, y no sólo porque representa al dinero en el mundo “incontaminado” de las artes visuales. Pero no tendría sentido explicar por qué, el lector que ya compró la novela me odiaría. Sin embargo, para aquellos que todavía no la compraron porque no los convenció el afiche o porque ni se enteraron, esos tres capítulos en Ibiza valen los 350 mangos. De lo contrario siempre se puede guardar el libro para los regalos de fin de año.
Una cita de la novela
Pero era un taller. Un taller modesto y sórdido de pintor como había visto cientos, y sin embargo, más aseado y prolijo de lo previsible; tal vez él mismo, al igual que la persona de Titto, había sido sometido a un apurado trámite de embellecimiento en homenaje al “hermano” pródigo. Y en las paredes, mezclados con algunos posters psicodélicos y otro hindú y algunos pensamientos inscriptos en crayola, carbonilla, sobre el mismo revoque, y cuadros pintados por Titto en Roma o en París en los tiempos de Thelma. Pero todo esto lo vi o pude apreciarlo más tarde. Porque apenas entré vi una sola cosa que se destacaba, destellaba y desteñía el resto hasta hacerlo uniforme y desvanecerlo. En la pared a la cual se arrimaba el camastro, entre un cuadro y un recorte de revista, estaba el Torres García de Titto. Yo me había olvidado que lo tenía y de haberlo recordado, probablemente hubiera supuesto que había tenido que desprenderse de él, pero ahí estaba, con la belleza que el tiempo no hace más que acrecer […] Yo lo había visto por primera vez en el taller aún más modesto que Titto tuvo al comienzo en una bohardilla de la Ciudad Vieja y lo había vuelto a ver en París. René Lafone se lo había querido comprar y Titto no había querido saber de nada. Ahora me preguntaba si Titto estaría enterado de la fortuna que tenía en su covacha, pero se me ocurrió demasiado tarde que debía desviar la vista del cuadro. Él tenía que haber percibido mi encandilamiento. Sentate, hombre, me dijo, te preparo un café. Tenía una hornallita, un filtro de tela, café de veras, un vaso con el azúcar, y también vi el mate, la bombilla, el paquete de yerba y la caldera. Era como estar en Montevideo, hasta ahí no habían llegado Ibiza y la droga. Vos conocías mi Torres, preguntó, afirmó, Titto, maniobrando con sus tachos. Sí, le dije, es una maravilla, ¿no lo vendés? Él también fue directo en su respuesta. Ni mamado, dijo, y eso pareció cerrar el tema (pp. 125-126).