Hay una conmoción en la esquina. Un hombre que limpia los vidrios en las alturas cae en medio de la calle. Comienza el escándalo, muchos se acercan para ver. Él prefiere ocultarse en un bar. Piensa en que se ve mal, se da cuenta que se ve mal. De a poco ha ido creciendo el egoísta que lleva dentro. Lo alimenta en la oscuridad como a un preso político. Lo tiene entre rejas, lo apremia, le da de comer las sobras. Así y todo lo ha hecho crecer, junto a los otros, en un espacio reducido.

Ciertos días, como hoy, lo deja salir al patio. En pequeñas perlas, su bestia torturada forma el rosario con el que él irá a llorar por sus pecados, cínico, en la Iglesia del Espejo. Quien está ahí, como un dios en su santuario, es apenas el dueño de una pobre vida. Y la vida es apenas una conmoción que hay allí en la esquina, mientras se refugia en un bar a darle de comer al preso, a escudriñar entre papeles y trazos rápidos la próxima patraña, el nuevo relato para su vacío.

El pueblo se dispersa. Las ambulancias necias invaden con su estruendo luminoso la tranquilidad del bar. Luego pasan los patrulleros. Ha terminado la escaramuza morbosa, ya todos pueden ir tranquilos a casa a comer, a cojer, a dormir. No ha sido su sangre, no ha sido su cuerpo, no ha sido el tinglado de su muerte trágica. Tampoco la mía, piensa. Y todos tranquilos.