Refiriéndose a la pasada dictadura militar, varios autores recurren a la figura del “apagón cultural” (Moraña 98). En su acepción más benévola, se alude a la censura, a la clausura de instituciones culturales (periódicos, radios, teatros) y a la persecución de un número de intelectuales y artistas que, especialmente entre 1973 y 1978, fueron encarcelados, o debieron exiliarse, o si permanecieron en el país tuvieron que limitar su libertad de acción y producción. También alude a la restricción de la expresión y el consumo cultural en general. Examinado con más cuidado, no obstante, el período de la dictadura no supuso una total ausencia de actividad. Pese a la censura y la represión hubo espacio para la creación y la intervención cultural: sin cultura se extinguiría no solo la vida social, intelectual y artística sino la vida humana misma, cosa que no ocurrió. Hasta hubo lugar para una “cultura de la resistencia”. La sobrevivencia de diversas instituciones culturales, aun si golpeadas y amordazadas, explica no solo sólo la crisis de legitimidad de la dictadura —la incapacidad para consolidar su hegemonía a pesar de sus muchos planes y esfuerzos— sino la reprobación del modelo de país plebiscitado en 1980, la primavera cultural que caracterizó a “la transición” (1980–1985) y la rápida regeneración de la cultura democrática y de la subcultura de izquierda.
Con el paso del tiempo e invocada de manera descuidada, la noción del “apagón cultural” se ha recargado de un excedente perjudicial que mistifica más de lo que ilumina, dando a entender que hubo una interrupción y ausencia total de cultura, negando, borrando o invalidado a los actores y las prácticas culturales que sí tuvieron lugar, lo que termina por quitar humanidad y agencia a un país entero. Prácticas que no solo tuvieron valor y significado para quienes en su momento participaron y disfrutaron de ellas, sino que en muchos casos fueron contrapuestas, o cuando menos “desviadas”, respecto al proyecto social y cultural de la dictadura, y suponen un cuestionamiento y un desafío al orden post-dictatorial. Tampoco es de recibo pensar, como sugiere la expresión “los años oscuros” en una cultura hundida en la noche de los tiempos, habitada por seres naturales, primarios y “sin cultura”, donde todo lo ocurrido en materia de cultura no tuvo ningún sentido ni valor debido a la ausencia temporaria de los iluminados y su luz.
Aunque maniatada, las diversas formas de la cultura siguieron vivas. Ayudaron a constituirnos en las personas que somos, a elaborar y perseguir planes de vida, a satisfacer una serie de necesidades y deseos, a sortear dificultades —no todas, claro— a integrarnos socialmente, a disfrutar, y hasta poder pensarnos por fuera, en contra y más allá de la realidad y el imaginario propuesto por la dictadura. Sin desconocer todo lo que no pudo ser o hacerse, es preciso volver la mirada hacia lo que sí aconteció en este período, como es el caso de la música tropical.
Al sur del Trópico
La cumbia, nombre con que vulgarmente los uruguayos nos referimos a la música tropical, ha sido centro de airados rechazos y acaloradas controversias. Según Ruben Olivera, en ello ha tenido su cuota parte “la incapacidad para abarcar y poner en su justo término la música tropical de parte de las personas formadas en el sistema académico y el etnocentrismo”, donde ha dominado la cultura criolla, blanca y europea. (Pellicer Historia cap. 14). Fernando Cabrera alude al “racismo frente a la pobreza devenido en menosprecio” (Pellicer Historia cap. 14) hacia “las prácticas culturales de los sectores humildes” (Berocay 499).
Valga aclarar, el estudio de la cultura popular y la cultura de masas, lo mismo que del arte o la cultura en general, es independiente del gusto personal, o de su belleza, que es apenas un aspecto del análisis y la valoración cultural, artística y estética. Pero además, la consideración académica de fenómenos y prácticas culturales que ocasionalmente contravienen el orden social, político o estético se presenta como razonable y deseable. Más aún cuando este orden deja tanto que desear.
Partimos de la base de que la cultura es todo aquello creado por las personas en el proceso de atender sus necesidades y deseos, afirmar su existencia, expresarse, explicar y dar sentido al mundo: en suma, construir el mundo. Recíprocamente, las personas —las sociedades— se construyen a sí mismas a través de la cultura. Puesto que vivimos en sociedades complejas, heterogéneas, conflictivas y atravesadas por asimetrías de toda clase: a través de la cultura propia y de la ajena. A su vez, el estudio de las prácticas culturales populares nos convocan, sobre todo, porque son realidades demasiado gravitantes como para ignorar y mirar hacia otro lado. Allí no solo se forman y modelan las subjetividades contemporáneas globalizadas, también se construyen y negocian la cultura y la identidad nacionales. La música y el baile, en particular, abren perspectivas inusuales y privilegiadas para entender la vida, la sociedad, las relaciones sociales: “[E]l gusto musical ofrece un mejor mapa de la vida social [. . .]; lo que la gente escucha o baila es tanto o más importante para su entendimiento de quiénes son que lo que leen o ven en la televisión” (Frith en Semán y Vila 7).
La nacionalización y folclorización de la música tropical
Aunque en Uruguay se suele hablar de “la cumbia”, en rigor esta convive con muchos más géneros de música y danza, por lo que es más preciso hablar de la “música tropical”. Si bien proviene de la cuenca del Caribe (Cuba, Puerto Rico, Colombia, Panamá, la República Dominicana), en Uruguay hace tiempo que dejó de ser “tropical” para convertirse en una de las formas de música y baile nacional y popular y nacional. De todos modos, por mucho tiempo, esta música y baile originario del trópico, en la que predomina la percusión, los bronces y el baile sensual —“que se baila de la cintura para abajo”— “se escuchaba y bailaba de los barrios humildes” y era considerada “la música de los pobres” (Berocay 499). Aunque es dudoso hasta qué punto esto sea así —los gustos de las clases populares son variados, inestables y contradictorios, y la música tropical tiene adeptos en todas las clases y barrios— se sigue manteniendo esta asociación, y acaso sea una de las razones de su exclusión y menosprecio.
Según Aharonián (Músicas 29) la música tropical uruguaya surgió en la década del 1950, primero, por efecto de la música bailable cubana (el son, el mambo, la guaracha, la rumba, la conga, el danzón), y luego, a raíz del bloqueo impuesto por Estados Unidos a la Revolución Cubana, de la plena puertorriqueña, la cumbia colombiana, la salsa neoyorquina, en todos los casos, de marcada impronta afro-latinoamericana (Leymarie 135–58; Waxer The City, Situating, Fernández L’Hoeste,). En la medida que la clase media y los sectores letrados siempre se imaginaron más cercanos a la cultura blanca-europea (Aharonián Conversaciones 38), la vinculación de la música tropical con la cultura afro-latinoamericana fue otra razón para que estos sectores miraran con desprecio a “la cumbia”, o sencillamente la ignoraran.
Lo sucedido con la música tropical no dista mucho del recibimiento del que fue objeto el tango —música y baile propios de la cultura orillera y “de malvivientes”— y más tarde el rock: “el ritmo de la delicuencia infanto-juvenil”, “un medio para rebajar al hombre blanco al nivel del negro” por obra de “artistas de sexo ambiguo que devorará a jóvenes bailarines que se conocen al olor del sudor”, según se lee en la revista Mundo uruguayo (Peláez 34). Manifestación de “incultura” y “salvajes que buscan la complacencia erótica, por no decir la orgía”, según declaraciones en Cine radio actualidad (Peláez 35).
En cuanto a su arraigo y desarrollo en Uruguay, este habría sido resultado de la conjunción de una serie de factores. Por un lado, de la existencia de orquestas —en sí mismas, pequeños emprendimientos comerciales— que animaban bailes, clubes y fiestas populares y que a tales efectos interpretaban diversos géneros de música nacional y latinoamericana: tango, boleros, jazz, candombe, samba, ritmos de carnaval. A partir de la década del 1950, estas orquestas modificaron su repertorio agregando ritmos y canciones de orquestas caribeñas que habían alcanzado cierta notoriedad. A ello habría contribuido el desarrollo de la industria discográfica trasnacional —los grandes sellos: RCA Victor, Emi-Odeon, etcétera— que difundió y popularizó la música caribeña a nivel continental; otra razón más de desconfianza de parte de la intelectualidad, crítica de la industria cultural y el “mal gusto” de “la inmensa mayoría”.
Nada de esto habría ocurrido, sin embargo, de no mediar un conjunto de agentes culturales locales atentos a lo que pasaba en el mundo y a lo que podía interesar y tener acogida localmente. Carlos Goberna cuenta cómo Sonora Borinquen adaptó la salsa —le cambió el ritmo y la clave— y comenzó a tocar la “plena danza” a partir de un disco de César Concepción, famoso en Puerto Rico y los barrios hispanos de Nueva York por sus boleros, mambos y plenas. Rodolfo Martínez relata cómo Combo Camagüey adoptó el tema “Tío Caimán” del poeta panameño Carlos Francisco Chang Marín, al que debido al contexto político le quitó algunos versos, o modificó el tema “Sarandonga” de Máximo Francisco Repilado Muñoz, o Compay Segundo.
Aparte de las canciones y los ritmos que llegaban a través de los discos y la radio, igualmente gravitantes fueron las giras, gestionadas por un incipiente empresariado local dedicado a la organización de espectáculos, de algunas de las grandes orquestas de la década del 1940 y el 1950 que visitaron los más lujosos teatros, hoteles y clubes del país. Tal el caso de Ernesto Lecuona y sus Cuban Boys, del catalán Xavier Cugat —difusor de la música popular cubana— de Rafael Cortijo y el Gran Combo de Puerto Rico, del Cuarteto Imperial colombiano, de Los Wawancó, integrado por músicos de varias nacionalidades radicados en Argentina y de quienes Coco Bentancur fue su representante en Uruguay, de Dámaso Pérez Prado —“el Rey del Mambo”— de Celia Cruz, vocalista de la Sonora Matancera, con quien tocara Chichito Cabral (Peláez 48), entre otros.
Además de las orquestas famosas y la industria del espectáculo, la industria discográfica y la radiofonía locales también jugaron su papel. En la primera, sobresalió la labor del sello Macondo, dirigido por Luis O. Onel y Héctor López Berón, que según Eduardo Ribero “lanzó la música tropical a las nubes” (Historia cap. 3). En cuanto a la radio, sobresalen los programas de música tropical de las emisoras CX 40 Radio Fénix y CX 10 Radio Continente, que fueron decisivos en la difusión y promoción de las canciones, las orquestas, los bailes y los discos.
Nada de esto tendría sentido, claro, si no existiera un público ávido de escuchar música en la radio, comprar discos e ir a bailar los fines de semana, como es costumbre, a los numerosos clubes sociales o deportivos de la capital y el interior. Clubes donde se tocaba en vivo y se bailaban distintos géneros musicales, más y menos movidos, tales como boleros, valses y polkas, chamamé argentino, folclore gaúcho, y en los que más tarde también habría lugar para la rumba, la conga y el son. Históricamente, la música rítmica, alegre, “para levantar el ánimo”, lo mismo que el baile y el cortejo romántico, siempre han acompañado a los seres humanos. En las horas de trabajo, para hacerlas más llevaderas. En el tiempo libre, como forma de distensión y festejo. En ocasiones festivas, para celebrar la vida; en momentos aciagos, para vencer el miedo y sobreponerse.
Esto afianzó la organización de una vasta red de locales bailables y dio pie al surgimiento de un conjunto de empresarios —Coco Bentancur, Héctor López Berón, Luis Onel, Norberto Tito Martínez, Ángel Sabino Galván, Eduardo Ribero— crecientemente perfilados hacia la música tropical, que hacían las veces de organizadores de fiestas, animadores de espectáculos, representantes de conjuntos, conductores de radio, productores de discos . Además, claro, de los dueños de las principales orquestas.
Juan Pellicer, director de la serie documental Historia de la música popular uruguaya, emitida por Televisión Nacional de Uruguay (TNU) en 2010, dedicó cuatro capítulos a la música tropical, identificando sus distintas etapas. En las décadas del 1950 y 1960, surgen las primeras orquestas uruguayas de música tropical: Pedrito Ferreira y su Sonora Cienfuegos, Armando Bia y su Combo Camagüey, Carlos Goberna y Sonora Borinquen, Ernesto Negrín y su Conjunto Casino, Ricardo Bouissa y su Grupo Anakaona, y otros. Al igual que “las jazz” y “las típicas”, “las sonoras” eran contratadas a tocar en el Parque Hotel, el Hotel Carrasco y el Palacio Salvo y eran una oportunidad laboral para los músicos locales (Peláez 43). Según Eduardo Useta, también las boites y locales nocturnos, como Embassy o Bonanza, que sin ser bailes eran amenizados con música en vivo (Peláez 47).
Al comienzo la costumbre era interpretar temas de orquestas caribeñas. No obstante, Pedro Ferreira (Pedro Rafael Tabares) de Sonora Cienfuegos, iniciador de la música tropical en Uruguay y uno de sus principales referentes, alternaba canciones y ritmos caribeños con candombes de su autoría, “sobre todo cuando iba a Buenos Aires”, explica Benjamín Arrascaeta (Historia cap. 1) Su orquesta La Llamada, integrada por músicos afro-uruguayos impecablemente vestidos (Historia cap. 1), recuerda las grandes orquestas del Caribe y Harlem. En Buenos Aires, entra en contacto con músicos cubanos, funda el Trío Tropical y más tarde la orquesta Cubanacán, que interpreta música brasilera, cubana y candombe. También dirigió las comparsas Libertadores de África y Fantasía Negra. Según Aharonián, muchos de estos músicos “replantearon el candombe del carnaval con algunos esquemas característicos de los conjuntos de la música bailable afrocubana” y se dio una “experiencia de interacción entre candombe y jazz” (Músicas populares 28).
Según Martínez, al comienzo los ritmos del Caribe —guaracha, rumba, conga, son, mambo, plena, bomba, cumbia— fueron “mantenidos folclóricamente” (Historia cap. 1). Muy pronto, la plena aclimatada —no la cumbia colombiana— se robó la escena. En opinión de Nelson Arredondo, de Sonora Cienfuegos, “la gente quería plena”. Para Carlos Goberna, “al público uruguayo le gusta la plena danza”: era más cuadrada, más simple y más fácil de cantar y bailar (Historia cap. 1). Las orquestas uruguayas “cuadratizaron” los modelos tropicales, explica Aharonián (Historia cap. 1). También les fueron agregando instrumentos y elementos de formas locales. Creadores e intérpretes aluden a la serie de combinaciones de instrumentos, sonoridades, claves y ritmos que se conjugan en los arreglos de la música tropical uruguaya. Dice Arrascaeta: “El de la tumbadora hace una plena candombeada, el del piano una guarachita, el del bajo lo hace medio sambeado” (Historia cap. 1). Para Martínez “los percusionistas, sobre todo los paileros, acá le fueron agregando cosas: uno le agregó un charleston, otro un cencerrito, otro otra cosita” [. . .] por eso si bien “no hay una música tropical originaria de Uruguay, sí existe una música tropical a la uruguaya” (Historia cap. 1). Según Aharonián ahora “forma parte de nuestra música uruguaya, porque hay una forma de hacer eso que es nuestra” (Historia cap. 1; Picún 35). “De la música que trajimos de arriba quedó poca cosa”, concluye Goberna (Historia cap. 14).
La música tropical uruguaya recorrió el mismo camino que todas las especies populares. Para Lauro Ayestarán, “todos los países de América comparten con su vecinos sus especies populares. El folklore se ríe de la geografía” (19). A veces se cree que “si tal danza proviene de tal región extranjera luego no es nacional”, sería “negar que el cante jondo es andaluz por venir del cancionero arábigo” (19). “En pura ley folklórica” ningún folklore nace por generación espontánea: “crear es deformar en su más alto y noble sentido” (19). La nacionalización de la música tropical no fue diferente a lo acontecido con la copla popular hispana devenida en folclore criollo, la habanera que condujo a la milonga y al tango (Rivera 13); la murga, síntesis de elementos que confluyen en la cultura montevideana, o el rhythm and blues que desemboca en el rock nacional.
El boom de la música tropical (la década del 1970)
Entre 1976 y 1980 —en pleno “apagón cultural”— hubo un estallido de la música tropical: “Cada vez eran más las orquestas, los bailes y los discos”. Aharonián explica que, en parte, esto se debió a que como la música tropical aparentemente no confrontó a la dictadura, esta, en general, no molestó a la música tropical (Historia cap. 3).
Entre las principales bandas de este período “clásico” se destacaron: Sonora Cienfuegos, Conjunto Casino, el Combo Camagüey, Grupo Maracaibo, Sonora Borinquen, Sonora Frecuencia 11, Sexteto Caribe, Grupo Antillano, Grupo Anakaona, Sonido Cotopaxi, Grupo Manatí, Grupo Cubano, Grupo Electrónico Keguay, Constelación 20, Grupo Latino, Orquesta Macondo, Miguel Ángel “Nene” Montiel.
Eduardo Ribero distingue entre dos tipos de orquestas tropicales. Por un lado, las sonoras, con bronces y sin guitarras, que tocaban más la guaracha, el son, la plena, la salsa. Por otro, las charangas, con guitarras y teclados eléctricos, pero sin bronces, “más para el interior, la tanguerías, donde se tocaba más la cumbia, los corridos”, caso de Cotopaxi, Keguay, Los Graduados y Los Herederos (Historia cap. 9). En 1977, buscando promocionar ambas vertientes —y captar ambos públicos— el sello Macondo editó una ensalada de sonoras (Tito Martínez presenta Festival de Sonoras) y otra de charangas (Las charangas de Macondo).
Una parte importante del impulso y el éxito de “la movida tropical de los [años] 70” se debió, en efecto, a la producción discográfica del sello Macondo (Historia cap. 3). En respuesta a la censura de muchos de los artistas de su catálogo y acaso intuyendo una oportunidad comercial, a partir de 1975 Macondo apostó fuertemente a la música tropical. Entre 1976 y 1979, Macondo publicó treinta long plays (diez en 1976, cinco en 1977, dos en 1978, doce en 1979) además de singles y extended plays, entre los que destacan los LP de Borinquen, Maracaibo, Cienfuegos, Manatí, Casino, Cotopaxi, Antillano, Anakaona y Camagüey. Otra modalidad recurrente fue la edición de antologías o “ensaladas” de grandes éxitos de la música tropical uruguaya, también por el sello Macondo: Bailemos con Macondo y Coco Bentancur (1974); La salsa de Macondo (1976); Tropicalísimo Macondo (1976). Al ritmo de Caribeña (Macondo, 1976) hacía referencia a uno de los principales programas de música tropical, Caribeña 40, en CX 40 Radio Fénix, conducido por el fraybentino Ángel Sabino Galván, también animador de los bailes en el Centro Eúskaro Español. Festival de Sonoras (Macondo, 1977), a su vez, era una selección de Norberto Tito Martínez, conductor de otro de los programas de Radio Fénix. En 1979, la antología Las nueve grandes de RAN subrayaba el carácter “nacional” de las orquestas: “100% temas de autor nacional”. El volumen 9 de Los discos de oro de Macondo era otro indicio de las altas ventas de los discos de tropical, que si le sumamos la radiofusión, los espectáculos y los bailes se hallaban entre las actividades que más dinero aportaban a las asociaciones de autores, músicos e intérpretes (Asociación General de Autores del Uruguay [AGADU], Sociedad Uruguaya de Artistas Intérpretes [SUDEI], Asociación Uruguaya de Músicos [AUDEM], entre otras).
En cuanto a los lugares para ir a bailar, Ribero, que además de conductor radial fue animador de espectáculos, destaca los bailes del Platense, del Club Colón en San Martín y Fomento, del Coben en el Club Húngaro de la Avda. Garibaldi, del Centro Eúskaro Español en la avenida Luis A. de Herrera, la Quinta de Galicia. Igualmente legendarios fueron los bailes del Palacio Sudamérica en la calle Yatay, los del Primer Piso del Palacio Salvo, el Montevideo Rowing Club en el predio portuario de la Armada con varias pistas (una de tropical y otra de rock), el Club Atenas, el Palacio Peñarol, el Club Ciclista Fénix. Las orquestas tropicales también se presentaron en el Teatro de Verano del Parque Rodó donde tuvo lugar el Primer Festival de Música Tropical, y en 1976, a iniciativa del sello Macondo, en el Teatro Solís (Historia cap. 3).
La organización de bailes de música tropical fue un fenómeno social y empresarial complejo. Allí sobresale Coco Bentancur, quien se dedicó a ello desde 1955, siguiendo la escuela de su padre, Don Mario, organizador de los bailes en Tala. Más cercano en el tiempo, su sobrino, Juan Coco Pérez Bentancur, organizador del Interbailable en el Palacio Sudamérica, encarna la misma vocación empresarial. López Berón hace su propio recuento de los clubes cuyos bailes fueron organizados y animados por Bentancur a lo largo y ancho de la ciudad y sus alrededores, y también en el interior:
el Defensores de Maroñas, Sporting, Bramián, Liverpool, Bella Italia, Holanda, Rampla Juniors, Unión Ciclista, Huracán del Cerro, Verdirrojo, Danubio, Club de Bochas los 33, Huracán Buceo, Platense Patín Club, el Huracán del Paso de la Arena, el elegante Parque Hotel, el Club Armenio, el recordado Colón, [. . .] el gigantesco Atenas [. . .] los grandes sucesos sabatinos del Nuevo Horizonte en San Bautista, el Centenario de San José, el salón Crisol del Labrador de Fray Marcos, además de las reuniones bailables en Florida, Durazno, Paysandú, Salto, Minas, Lavalleja, Casupá, San Ramón.
Más allá del circuito de clubes y locales bailables “históricos”, los conciertos y los bailes de música tropical han tenido lugar en una vasta, impensada y cambiante ruta de locales, que van desde la pizzería de barrio hasta las mega-discotecas de la Ciudad Vieja (Recoba “El alma de neón”), pasando por los clubes sociales y deportivos, e incluso las fiestas privadas en los barrios más exclusivos.
Los ochenta: raros peinados nuevos
En la década de 1980, la música tropical debió atravesar un nuevo contexto político, social y económico. El rechazo a la dictadura en el plebiscito de 1980 significó un retorno a la institucionalidad democrática, apuntalado y acelerado desde la cultura, el cine, el teatro, el carnaval, y también, la música popular. En este período de mayor politización —aun si tímida y velada— se produjo el crecimiento fabuloso del “movimiento del canto popular” (Capagorry y Rodríguez Barilari, Fabregat y Dabezies, Martins, Picún) devenido en “principal protagonista del mundo del espectáculo” y que llegó a vender treinta mil ejemplares (Aharonián Conversaciones 56). También del carnaval. Ello representó un nuevo desafío para la industria del disco y la música tropical. El sello Sondor adquirió los catálogos de Clave y Macondo, y pasó a jugar el papel protagónico en la edición de discos de tropical.(Figs. 3-6). El sello Orfeo de Palacio de la Música, que años más tarde sería adquirido por la transnacional británica EMI y luego por Bizarro Records, lanzó su propia serie de tropical: Conjunto Casino, Grupo Latino, Combo Camagüey, El Gran Combo, El Cubano de América, Sonora Borinquen.
Propiciada por la existencia de mayores libertades pero “sin renunciar a ser bailables”, la música tropical buscó producir temas de mayor profundidad y compromiso social, en opinión de Martínez, sobre todo luego del disco Siembra (1978) de Willie Colón y Rubén Blades, salsero panameño radicado en Nueva York y que “marcó un antes y después” (Historia cap. 9). La visita de Blades a Montevideo en 1983 —un año antes de Buscando América— fue celebrada por el establishment cultural y musical local, tradicionalmente reacio a aceptar la música tropical. En el contexto ahora más distendido del Uruguay de la reapertura democrática y de la mano de una movilización social ampliada con una agenda no restringida al eje dictadura/democracia y a la dinámica político-partidaria, la música tropical alcanzó otro de sus puntos altos. Ribero se refiere al “despertar de la música tropical” y menciona algunos de los grandes éxitos de aquél tiempo: “Civilización” de Sonora Cumanacao (Sondor, 1985), reivindicación de las culturas precolombinas, “Azuquita pa’l café” (Orfeo, 1985), versión de Conjunto Casino del clásico del Gran Combo y primer videoclip de música tropical uruguaya.
Además de aludir con humor a una tradicional dinámica de género, racial y de clase (la mujer como regalo al varón: “hueso pa’ roer”), en otro de sus sentidos posibles también remite a las condiciones amargas de la existencia de las clases populares —“a ver cómo baila mi gente”— y a la necesidad de endulzarla con placeres: la música, el baile, el romance, el sexo. En este período se hizo más visible o se pudo apreciar mejor un trasfondo reivindicativo de la música tropical. Más allá de cuestionamientos explícitamente políticos, que fueron escasos, dejaban traslucir una realidad y una perspectiva hondamente popular, como en la versión de Combo Camagüey de “Sarandonga”: “Cuando yo tenía dinero, me llamaban Don Tomás / Y ahora que no lo tengo, me llaman Tomás na’má”. También, reivindicaciones étnico-raciales referidas a lo afro-latinoamericano o a las culturas originarias en respuesta al etnocentrismo y al colonialismo —la cara oculta de la modernidad— responsables de formas de discriminación y opresión que no se disiparon con el fin de la dictadura y que eran previas a la misma, a las que aludía “Anacaona” de Tite Curet Alonso aquí versionada por Sonora Borinquen: “Anacaona, india de raza cautiva / Anacaona, de la región primitiva / Anacaona, oí tu voz, tu angustiado corazón / Tu libertad nunca llegó”.
Aparte de los cambios en el contexto, la industria del disco y las inquietudes sociales y culturales, también hubo un abrupto giro en la música, la coreografía y la imagen. Estos se vieron reflejados en una nueva sonoridad, un nuevo tipo de espectáculo y el surgimiento de nuevas bandas y públicos. Ribero subraya la incorporación del sintetizador por parte del músico Julio Barbosa quien, procedente del grupo de rock Andrómeda, se sumó a El Cubano de Luis Omar “Cuca” Gayula y revolucionó la sonoridad de la música tropical uruguaya (Historia cap. 14). La conformación de Sonora Palacio en 1987, a iniciativa de Fernando “Lolo” Viña, trompetista de El Cubano, y Eduardo Ribero, entonces locutor de CX 10, inauguró otro capítulo en la historia de la música tropical nacional. La propuesta consistió en cambiar la imagen del espectáculo a partir de una puesta en escena más elaborada y un vestuario más glamoroso —solapas brillantes “como las de las orquestas de antes”, chalinas rosadas, trajes con leds de colores— a fin de generar “otras fantasías”. Esto acercó a Palacio a la estética de los parodistas del carnaval uruguayo (Historia cap. 14). Tras esa experiencia, Ribero se integra a Sonora Caribe que transforma en Karibe con K, profundizando los cambios de imagen ensayados en aquella.
Aparecen las largas cabelleras. Las chaquetas y las corbatas son reemplazadas por un vestuario más colorido, con arabescos y lentejuelas. Los músicos y bailarines pasaron a ser cada vez más jóvenes y apolíneos (“facheros”) y a ser deseados e idolatrados como en el ámbito de los parodistas y la música melódica internacional. Sumados a una propuesta más romántica, este conjunto de modificaciones tuvo por efecto la conquista de nuevos públicos, y en particular, un público femenino y cada vez más joven. El éxito fue inmediato y abrumador: veinticinco espectáculos por fin de semana (viernes, sábados y domingos), cien bailes por mes, veintiocho discos de oro, once de platino, cuatro doble platino. Karibe con K apuntaba a crear fantasías, “como en las puestas de Village People”, apunta Viña. “El éxito [se basa en] una fantasía. Es mentira”, explica Ribero. “Quien lo tiene que creer son los que están del escenario para adelante. [. . .] La fantasía de la mujer [por ejemplo]: ¿qué mujer no quiere tocarle el brazo a Ricky Martin, a Gerardo Nieto, a un Karibe con K?” (Historia cap. 14).
Tradicionalmente, las orquestas tropicales fueron un ámbito exclusivamente masculino. A fines de los ochenta, Conjunto Casino incorporó una solista femenina: Maribel. Bentancur menciona el caso único de Las Hechiceras, integrado enteramente por mujeres. Como en los diseños de las tapas de los discos, ingeniados para seducir y vender fantasías románticas y eróticas —unas con varones elegantemente vestidos, pantalones ajustados y escotes profundos, otras con muchachas jóvenes en tacones altos y trajes de baño— la música tropical ponía en marcha su propia economía libidinal e invitaba por igual a volverse protagonista y a ser objeto de deseo, pero también a poseer el objeto deseado a través de la música, la canción y el baile.
Estas transformaciones de la estética tropical de los años ochenta provocaron polémica y resistencia. Hubo quienes, como Martínez, se quejaron que el público adolescente no tenía dinero para gastar en las cantinas de los bailes, ocasionando una crisis en las actividades económicas que rodean a bailes y espectáculos, y por ende, en el conjunto del negocio. Para Viña, al contrario, ello permitió conquistar un consumidor a futuro. Martínez también da a entender que estas transformaciones no se correspondían con el perfil de las orquestas clásicas: “éramos músicos veteranos, no nos íbamos a poner a bailar”. Para Goberna, “esto fue lo que nos salvó” (Historia cap. 14).
Los noventa: masificación e internacionalización
Cada vez más diversificada en cuanto a propuestas musicales, sonido, espectáculo y públicos, la década de 1990 fue testigo de la masificación e internacionalización de la música tropical uruguaya que pasó a conocerse como la “plena rioplatense”. En ella confluían elementos de plena, candombe, samba y murga (Berocay 499). De la mano de bandas como Nietos del Futuro de Coco Echagüe (Orfeo), Los Fatales de Fata Delgado (Sondor), Monterrojo, Chocolate Latino de Juan Carlos Cáceres (Obligado Records), Mayonesa (desprendimiento de la anterior), Platino Superstar o La Cumana, la música tropical consiguió cautivar no solo a sectores de las clases medias y altas sino construir un público transnacional. A esto contribuyó la industria de la “música latina” impulsada desde Miami y Nueva York y difundida por la vía del disco, la radio, las giras y los bailes así como por las versiones regionales de los programas musicales (MTV Latino, VH1 Latinoamérica) que ahora llegaban por la televisión por cable. Si al principio la música tropical había sido despreciada y excluida de la idea dominante de la cultura nacional y de la música popular, ahora ocurría lo contrario: la llamada “música latina”, tal como era presentada y explotada por la industria cultural, pasó a representar “la verdadera” y “la única” música de América Latina, borrando fronteras nacionales, y sobre todo, la increíble variedad y riqueza musical del continente.
Si el pop latino fue la expresión cultural del apogeo neoliberal, el Consenso de Washington y la centralidad cultural de Miami, la “crisis de 2002” impactó en el terreno de la música tropical, que empezó a expresar y a referirse a “la otra cara” —la cara sufriente— de la década neoliberal, marcada por la desigualdad, la injusticia y la exclusión social. Tomando distancia del fenómeno pop y sus temas meramente entretenidos y pegadizos, L’Auténtika impuso una estética provocativa y arrabalera —epitomizada por “La cumbia del orto”— ostentando con orgullo “su origen de clase baja” (Berocay 500). De allí había apenas un paso para que tuviera acogida la “cumbia villera” argentina, dando origen a sus variantes uruguayas: “la cumbia plancha” (Kaplún “Culturas juveniles”, Barría Gallego, Maneiro, Arágor, Venturini, Silba “La cumbia”) y “la cumbia cante” (Radakovich 347). Entre las bandas de cumbia villera argentina más emblemáticas y que más impactaron en Uruguay se destacaron Flor de Piedra, Pibes Chorros y Damas Gratis, de la villa de San Fernando —producidas por Pablo Lescano y Fabián Núñez— Los Gedes, y más recientemente Los Wachiturros. La cumbia villera llegó a Uruguay por diferentes vías: programas de televisión argentinos, radio, copias ilegales de discos, archivos MP3 bajados del Internet, iPods, celulares y la presentación en vivo de las propias bandas, usualmente de efímera duración, en clubes y discotecas de Montevideo, Ciudad de la Costa y departamentos aledaños: Interbailable, Fabric, Vantix, Coyote, Keops de Marindia, Bald Patch de Florida, Sueños de Minas (Radakovich 348).
Pasada la década de 1990, cuando la música tropical había sido adoptada por todos los sectores, ahora “la música recorría el camino de regreso a sus sitios de siempre” (Berocay 501): volvía a ser “expresión de los grupos marginados”, o al menos a ser percibida como tal. Puesto que se vinculó a la cumbia “plancha” a un sinnúmero de problemas urbanos contemporáneos (círculo de pobreza, crecimiento de los asentamientos, violencia urbana, droga y delincuencia, debacle cultural, destrato de la mujer), esta modalidad de la música tropical se volvió objeto de desvelo y atención periodística y académica, sobre todo desde la sociología, la antropología cultural y las ciencias de la comunicación (Kaplún “Culturas juveniles”, Berocay, Barría, Gallego, Alabarces, Semán y Vila, Silba “La cumbia” y “Damas”, Radakovich).
Entre las bandas de cumbia plancha uruguayas sobresalen La Plebe de Juan Carlos Cáceres, La PBC (La Propia Banda de Cumbia), La Clave, Mi Cumbia al 100%, Cumbia Base, Ritmo Base (Venturini, Radakovich 350). El Pabellón, cumbia carcelera creada en 2008, sería ejemplo de cumbia “cante” (Radakovich 351).
En lo musical, destaca una mayor presencia del sintetizador, el teclado-guitarra (o “keytar”), el güiro, el bajo. En cuanto a su imagen, se trata de intérpretes casi adolescentes, con un vestuario informal y variopinto: pescadoras, vaqueros o muy ajustados o muy amplios —al estilo de los barrios pobres de las ciudades norteamericanas— musculosas y camisetas holgadas, zapatillas de marca, camisetas de poderosos equipos del fútbol europeo, gorras de béisbol; un vestuario poblado de símbolos y códigos de circulación global propios de la cultura del consumo: objetos de deseo y a la vez dadores de visibilidad, “presencia” y un cierto poder a grupos sociales cada vez más empobrecidos y desplazados. Al igual que con otras formas musicales, las letras de las canciones, que de ningún modo pueden aislarse y abstraerse del fenómeno musical, corporal y social como conjunto, merecen un trabajo aparte.
Los fenómenos de la cumbia plancha y cante no deben llevar a olvidar la sucesión y diversidad de propuestas y públicos. El Festival Montevideo Tropical del Teatro de Verano en enero de 2013 ofreció una instantánea del campo actual de la música tropical: Sonora Borinquen, epítome de las orquestas clásicas; Antillano, Banda América y Kilovatio, seguidoras del modelo tradicional; L’Auténtika y La Revancha, típicas de fines de los años noventa; Sonido Profesional, charanga caracterizada por un mayor destaque de teclado y la batería eléctrica “tan popular en el interior”; Gerardo Nieto, representante de la cumbia romántica pero con temas “que sin llegar al extremo de ser cumbias de protesta [. . .] hacen hincapié en problemáticas sociales” (Recoba “Siga el baile”).
En cuanto a la industria discográfica, Sondor maneja el catálogo de Macondo y Clave, además del suyo propio; Bizarro el sello Orfeo-PM, y desde 2000, la argentina Star Music el catálogo de Obligado Records. Montevideo Music Group lanzó su propia serie, Del Barrio Records, en la que alistan los viejos y nuevos conjuntos.
El desinterés y rechazo por la música tropical se sustenta en diversas clases de argumentos. Están quienes, aun habiendo escuchado poco y nada, aluden a su mala calidad y su pobreza musical, y sostienen, como ya ocurrió en el pasado con el tango, la murga o el rock, que “no es música”. Para otros, no es ni nacional ni popular, lo que explica que haya sido excluida de las publicaciones sobre la música popular (Capagorry y Rodríguez Barilari, Fabregat y Dabezies, Martins, Lears) y sea apenas mencionada por Aharonián (Conversaciones). Otros interponen reparos morales y vinculan a la música tropical al empobrecimiento económico, una crisis de educación y de valores, los efectos corrosivos de la cultura de masas, siendo una práctica bárbara que es preciso erradicar: un territorio a civilizar (García Vigil, Ahunchain, Larroca, Maggi, Muro, Núñez en Larroca). Se sugiere incluso su complacencia, cuando no su complicidad, con la dictadura, por ser una práctica escapista, no haberse enfrentado a la misma y por haber muchos soldados entre sus músicos (sobre todo entre “los bronces”) y su público. No faltan quienes sustentan su desinterés en que es cosa de minorías marginales.
El convencimiento de que la música tropical es un fenómeno menor y sin interés se retroalimenta mediante distintos dispositivos de exclusión e invisibilización de parte del establishment cultural que desemboca en periódicas crisis y contradicciones. Una de tales operaciones son las representaciones de “la música popular uruguaya”, que siempre suelen privilegiar unas expresiones por encima de otras. La música típica se robó la escena en los años cuarenta y cincuenta. El “folclore” (criollo), la música de protesta y el candombe rock fueron realzados a fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, y el “canto popular” y el rock nacional lo fueron en la década de los años ochenta. (El hiato cultural de la dictadura es llenado con la música tropical y el pop y rock en inglés, aun si a fines de los años setenta se apunta el fenómeno de la contraofensiva lanzada por el canto popular). En la última década, la atención se ha centrado en variantes locales y fusiones de ska, reggae, hip-hop, funk, tecno y rock alternativo o indie (Lears). Una reciente publicidad de la radio estatal Emisora del Sur confirma esta percepción de la música nacional, estableciendo una correspondencia entre ciertas formas y la identidad nacional: “música popular, rock, tango, folklore [. . .] tan uruguaya como vos”.
Epílogo
Tanto en la década de 1970 como en la actualidad suele asociarse a la cumbia al “mal gusto” y desparpajo de las clases bajas, la gente del interior —el Uruguay profundo— las minorías étnicas, los barrios periféricos: “la gente sin educación ni cultura”. La utilización desatenta de la noción del “apagón cultural” conlleva como excedente una negación de estas prácticas culturales y de la propia humanidad de los sectores populares, a los que se los imagina como seres primitivos, naturales, menos que humanos. La sensualidad, erotismo y corporalidad asociados al baile también son causa de prejuicio y rechazo, lo mismo que su procedencia caribeña y su linaje afrolatino que pensados desde la matriz occidentalista, cristiana, folclorista y disciplinaria que vertebró el imaginario y el proyecto social y cultural de la dictadura (Marchesi El Uruguay, Cosse y Markarian, Campodónico, Massera, y Sala) siguen siendo obstáculos para su apreciación y aceptación dentro de la cultura nacional.
Acierta Ruben Olivera en cuanto a “la incapacidad de la alta cultura” para apreciar y gozar de la música tropical. Para la alta cultura, supuestamente “más cerebral” y menos proclive al baile excepto “cuando se emborracha y se libera de las vergüenzas corporales”, la música es “para sentarse y escuchar con el mentón apoyado en el puño”, dejarse envolver por “un clima mental” y disfrutar contemplativamente del “texto poético” y concibe la cultura sólo “de la cadera para arriba” (Historia cap. 9). La música tropical, subraya Milita Alfaro, expresa y admite un sentido “carnavalesco” (Radakovich 379). Lo carnavalesco celebra el cuerpo, la vida, la sensualidad, el juego, la sexualidad, la fertilidad; abre un espacio en el que se instala el deseo y la utopía del “mundo al revés” y se “combate el temor” (Bajtín). Esto cobra aun más relieve en contextos de privación y miseria, de desequilibrios grotescos entre el plano de los ideales proclamados y las realidades materiales, de descrédito de la palabra y elaborados discursos que suelen ocultar la injusticia o la explotación; especialmente en la circunstancia de la dictadura, pero no solamente.
En las décadas de 1960 y 1970, la música tropical también respondió a la necesidad de construir un espacio social y cultural sentido y vivido como “propio”, en una cultura y una ciudad donde, en la vida social, a veces de una manera abierta y descarada, y otras de manera más sutil y velada, existen numerosos mecanismos de discriminación y exclusión de clase, racial, de género, etarias, regionales. El espacio social de la música tropical se volvió un lugar accesible y acogedor para una variedad de personas y grupos que por provenir de las clases trabajadoras, de los barrios periféricos o de los pueblos del interior, por su aspecto, o por tener otras formas de hablar, de vestirse o de bailar eran —se sintieron— rechazados y excluidos de la cultura de clase media.
El motivo del baile habilitaba una instancia de sociabilidad: reunirse con amigos, desplazarse a otros lugares —a veces lejanos— conocer a otra gente, establecer y cultivar vínculos, adquirir una serie de destrezas convertibles en prestigio y capital social, volverse visible y “apropiarse” de la ciudad. En efecto, otro de los atractivos que presenta el estudio la música tropical —su historia, sus tensiones, sus distintas funciones, los imaginarios y las subjetividades que promueve— es que permite descubrir los fenómenos culturales entrelazados a procesos sociales, económicos y políticos complejos, resultantes del trabajo de una serie de actores e instituciones culturales nacionales y populares, transnacionales y locales. La “nacionalización” de la música tropical dio lugar a una serie de actores e instituciones locales —orquestas, clubes y discotecas, empresarios del espectáculo, sellos discográficos, programas de radio, festivales— que juegan un papel mediador y protagónico en la construcción de la cultura popular y la cultura nacional. Nada de esto es poca cosa cuando la “globalización” se nos presenta como un enemigo lejano e intangible. También nos provee un punto de entrada para repensar la realidad nacional —la historia y la cultura nacionales— desde otros lugares, vivencias y perspectivas, invisibles desde la alta cultura.
Desde el punto de vista de la música tropical, la cultura nacional se nos aparece mucho más clasista, racializada y excluyente de lo que nos gustaría pensar. En parte, debido a la matriz occidentalista que vertebra nuestra historia y que aun impregna la post-dictadura, y que nos hace incapaces de procesar un encuentro y un intercambio con otros sectores y espacios culturales que también conforman la cultura nacional. Prestar atención a la música tropical acaso nos permita recuperar una parte olvidada, desconocida y malentendida de nuestra cultura, a la vez que aprender a discernir, apreciar y aprovechar valiosos y necesarios insumos para la regeneración cultural y la imaginación y la construcción de otra sociedad.
Gustavo Remedi
Profesor Titular del Departamento de Teoría y Metodología de la Investigación Literaria
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Uruguay)
El texto en su versión completa fue publicado por Gustavo Remedi bajo el título «El apagón cultural y la música tropical uruguaya: Pailas, güiros y trompetas en el cuarto de atrás de la Atenas del Plata» en Studies in Latin American Popular Culture, Volume 32, 2014, pp. 3-30.
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Es la primera vez que coincido bastante con un articulo publicado sobre la musica tropical en nuestro país, Fui de alguna manera protagonista directamente de la misma entre 1966 y 1980, posteriormente esporádicamente como músico, mis saludos a Gustavo Remedi y a Alejandro Gortazar por su publicación
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Muchas gracias por tu lectura y tu comentario. Me da mucho gusto que coincidas con Gustavo Remedi. Un saludo cordial
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