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La literatura de Figari se publicó en París, entre 1928 y 1930, y por ese motivo fue extraña a la idea de una “literatura nacional”. En 1951 Ángel Rama publica el ensayo Aventura intelectual de Figari y los Cuentos con un prólogo suyo. Antes de este primer esfuerzo crítico Figari era conocido en el medio local únicamente por su pintura. De modo que es casi imposible separar la nacionalización de la literatura de Figari de la intervención crítica de Rama. Cuando se instala en Buenos Aires en 1921 inicia su diálogo con el movimiento de vanguardia rioplantense y escribe para revistas como Martín Fierro (Buenos Aires) o La cruz del sur (en Montevideo). Ambas publicaciones reservarán un lugar para Figari aunque este lo aproveche para difundir sus ideas programáticas y distanciarse a veces de la novedad europea.

Hacer criollo

El 15 de junio de 1924 en la revista Martín Fierro (Segunda época, Año I, Números 5-6) se realiza una encuesta sobre la mentalidad y la sensibilidad “argentinas”. La reflexión de Figari se centra en el criollo:

No cabe duda, pues, que nuestro rumbo lo señala el criollo: es autonomía, vale decir, eficiencia y dignidad. Mareados por la ola de una novedad que se ofrece todos los días al vivir pendientes de lo que ocurre en el mundo, sin detenernos a examinar el mundo nuestro, hemos descuidado nuestra propia tradición, los rioplatinos, con ser tan hermosa, con ser nuestro abolengo, nuestro título, nuestro pergamino honroso. Hemos descuidado nuestra epopeya, con ser gloriosa como la que más. Vivimos pasmados por los heroísmos exóticos, magnificados por la leyenda piadosa y exultante, en tanto que omitimos el culto de nuestros próceres, que no han hecho menos, por cierto.

Figari opone el “mundo nuestro” de la tradición criolla -su epopeya, su heroísmo- a la fascinación por la novedad, a estar pendientes de lo que ocurre en el mundo. El manifiesto de la revista Martín Fierro firmado por Oliverio Girondo, se acerca al futurismo para definir “una nueva sensibilidad” y al mismo tiempo proponer una fe en “nuestra fonética, en nuestra visión, en nuestros modales, en nuestro oído, en nuestra capacidad digestiva y de asimilación” (Girondo, 143). Si bien Figari rechaza la “ola de novedad” que los martínfierristas de algún modo saludan, ambos parecen compartir una idea del “nosotros” muy similar. En tal sentido Figari llegó a conclusiones parecidas a través de premisas que tomó del positivismo en el que fue formado durante el siglo XIX.

Por eso para Figari la vanguardia europea es el resultado de la evolución del arte europeo, pero para los americanos reserva la idea de una tradición criolla que hay que encontrar en el ambiente propio. Por eso su arraigo no está vinculado a un nacionalismo ingenuo, sino a una necesidad de conectar con el pasado americano y así sumarse al proceso de la evolución general de la humanidad. El 24 de enero de 1925 en la misma revista (Segunda época, Año II, números 14-15) publica un texto titulado “Artes emocionales” en el que retoma este punto y afirma que por “ emancipados de las ideas y sentimientos ancestrales”, por más que algunos “se ofrecen como rebeldes”, la tradición o el conjunto “de ideas y sentimientos ancestrales”, en sus palabras, sigue siendo el “cañamazo eminentemente tradicional que se opera tanto la evolución individual como la social”.

Después de esta experiencia rioplatense Figari se instala en París en julio de 1925 con parte de su familia. Tres años después publica su primera obra, el poemario El arquitecto (1928) y a los dos años su novela Historia Kiria (1930) y el cuento Dans l’autre monde (1930), los tres en la editorial Le livre libre. El artista pudo coincidir en París con intelectuales y artistas latinoamericanos como Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias o Lydia Cabrera, entre otros. Mi elección de estos tres escritores no es casual, porque París fue para muchos artistas latinoamericanos un “laboratorio” en el que “no solamente encontraron la parte oscura y perdida de sus identidades latinoamericanas, sino donde experimentaron las junturas audaces que realizaban las vanguardias europeas y donde ejercieron las originalísimas apropiaciones que, con mentalidad vanguardista (ruptural e innovadora), los latinoamericanos hicieron de lo popular, lo primitivo, lo folklórico, lo oral y lo arqueológico de las culturas sedimentarias de las identidades americanas.” (Morales, 1996: 407).

La experiencia de París fue determinante para estos creadores. Miguel Ángel Asturias tomó contacto en París con las investigaciones sobre los mitos y las leyendas mayas del Profesor Raynaud que sirvieron de base para la elaboración de Leyendas de Guatemala (1930). Por su parte Lydia Cabrera publicará Cuentos negros de Cuba en París, en 1936 y este primer contacto guiará sus investigaciones etnográficas sobre la religión afrocubana en La Habana que formarán parte de sus libros El monte (1954) y Yemaya Ochun (1980). Finalmente Alejo Carpentier escribe en París la versión definitiva de su primera novela Ecue-Yamba-Ó. Historia afrocubana publicada en Madrid en 1933. Además, en 1928 publica allí sus “Cinco poemas afrocubanos” en la revista Genesis y también los relatos de Historia de lunas, que junto a tres guiones para teatro (La rebambaramba, ballet afrocubano, El milagro de Anaquillé, misterio coreográfico afrocubano, escritas en 1927, y Manita en el suelo, opera bufa, escrita en 1931) marcan el inicio de un interés por el caribe africano que Carpentier profundizará en obras como El reino de este mundo (1949) o El siglo de las luces (1962).

Sin embargo, la experiencia de Figari en París fue distinta. Para empezar es un artista más maduro, nacido en 1861, a diferencia de Asturias (1899), Cabrera (1900) o Carpentier (1904), quienes iniciaban sus obras por esos años. Con 64 años Figari llega a París con una una estética definida, que sistematizó en Arte, estética, ideal (1912) en Montevideo. No había llegado cegado por las luces de la capital mundial del siglo XIX, ni por los experimentos de la vanguardia histórica, con los que ya dialogara en Buenos Aires, algunos años antes. Tampoco se encontró con las tradiciones culturales uruguayas en París.

Por el contrario, a juzgar por sus cuentos y textos programáticos, la experiencia procede de su trabajo como abogado, recorriendo el país, escribiendo historias de sangre o anécdotas siempre o casi siempre ubicadas en un espacio rural. Si esos relatos proceden de su experiencia uruguaya viajaron con él a París y allí encontraron la forma y el contenido para ser publicadas. Otra diferencia sustantiva está en la cuestión religiosa. Figari apenas destaca algunos elementos de la superstición de los sectores populares, entre los que encuentra a los afrodescendientes, pero no está interesado en un cosmología africana, ni en sus dioses ni en sus rituales, como es el caso de Cuba con Carpentier y Cabrera.

Sin embargo persigue el mismo o parecido afán por la construcción de una simbología nacional. Para Jerome Branche el negrismo de esos años implicaba un “reposicionamiento de las coordenadas de la hegemonía con respecto al debate de la etnicidad y la identidad nacional” (485), que en algunos casos trajo consigo una valorización del legado africano y su aporte a la nación. Esto se expresó en la obra de autores como Fernando Ortiz en Cuba o Ildefonso Pereda Valdés en Uruguay. El centenario de la primera constitución en Uruguay en 1930 trajo consigo una exaltación de los valores nacionales y el armado de una tradición.

En 1961 Rama publica un artículo en el semanario Marcha, en un número especialmente dedicado al centenario del pintor, “Pedro Figari. Un constructor del Uruguay”, en el que argumenta que si la generación de los libertadores tuvo que ganarse la independencia mediante la guerra, Figari formaba parte de la generación que debió construir el Uruguay en término simbólicos: “había que crear algo nuevo y real y verdadero, ese producto sincrético que se llamaría lo criollo” (21).

Si bien la propuesta de Figari sobre la necesidad de investigar la tradición se ponía en práctica en el contexto del Centenario, su interés por los afrodescendientes y su inclusión en sus obras pictóricas y literarias no tuvo la misma suerte. Este reposicionamiento de la hegemonía en países como Cuba no se produjo en el Uruguay del Centenario, al menos en la cultura oficial, que seguía proponiendo un Uruguay blanco, europeo, libre de los conflictos étnicos de otros países latinoamericanos.

Los Cuentos y la representación de los afrodescendientes

La publicación de los Cuentos de Figari con ilustraciones del artista fue hecha por Ángel Rama en 1951. La editorial Fábula fue fundada por Rama junto a Carlos Maggi en 1950. En dos años publicó unos pocos títulos, entre los que Cuentos se encuentra su novela ¡Oh sombra puritana!, su Aventura intelectual de Figari y la antología Cuentos del pintor. El libro fue publicado luego en la editorial Arca, otro proyecto editorial de Rama, primero en 1965 y luego en la colección popular “Bolsilibros” en 1969. Me interesa señalar que Rama ubica los cuentos de Figari en la literatura uruguaya, algo que no había ocurrido antes porque estaban inéditos y porque el conjunto de la obra literaria del pintor había sido publicada en París. En su edición de 1965, Rama afirma que los textos son “más «consejas» que cuentos.” (1965: 14).

Como en 1951, Rama remite estos cuentos a la literatura española medieval. En aquella oportunidad Rama desestimaba la posibilidad de que Figari fuera considerado un narrador “realista” y afirmaba que “su literatura en verdad pertenece al costumbrismo o a la ejemplificación moralizadora” lo que lo acerca a la literatura medieval o al iluminismo del siglo XVIII: “Aunque parezca extraño se puede afirmar que sus obras están más cerca del conde Lucanor que de los cuentos de Daudet y que tienen más puntos de contacto con los relatos de Voltaire o de Diderot (…)” (57-58). Tal vez la supresión de la referencia a Reyles o a Viana, en el prólogo de 1965, no responda solamente a una corrección o a la enmienda de un posible error, sino que responda también a la necesidad de reafirmar esta idea de la literatura ejemplarizante, doctrinaria y costumbrista.

Hacia el final del “Prólogo” Rama analiza sus personajes y concluye que en los gauchos o los negros Figari “encontraba algo esencial que recuperar, ese algo que era la verdadera naturaleza humana, prístina, aún no desfigurada” por lo que la verdad que surge de sus cuentos “no es sólo la de los personajes de nuestra campaña, ni la de los negros montevideanos: es, para él, la verdad del ser humano” (13-14). Finalmente Rama concluye que los cuentos cumplen con los tres principios de su arte: simplicidad, unidad, sinceridad, pero señala también que se salvan del fracaso artístico por “el lirismo contenido que nace al contemplar el tiempo pasado como una Arcadia feliz; la simplicidad superficial, como de dibujo lineal, con la que se acumulan escenas de la vida más humilde; la observación pintoresca de costumbres y lenguaje”. Y en el campo ideológico Rama hace referencia a al “optimismo”, al “humorismo sano”, que los positivistas de fines del siglo XIX tuvieron, “que se pusieron del lado de la vida, de su tierra americana, del futuro de la sociedad y la especie humana, cuya segura evolución vieron con confianza” (14).

Hay dos cuentos de Figari que se centran en personajes afrodescendientes y en ambos casos mujeres: “Rosario” (1965: 61-68) y “Cipriana” (1965: 74-84). La representación de lo étnico-racial no es propiedad exclusiva de estos cuentos: en “El crimen de Pororó” el asesino Calisto es un mulato aunque este dato no aporta nada a la trama; en “Una visita de campaña” Eusebia, una de las chinas, se dice a sí misma mientras se pone polvos en la cara: “¡Y a mi qué me importa parecer blanca, si tampoco lo soy!” (1965: 40); en “Los amores de Indalecio” se hace una referencia superficial al personal de servicio de un viejo caudillo compuesto por “viejos negros y negras esclavas, antiguos esclavos identificados a sus amos por un cariño entrañable” (1965: 56); y en “Sadi Ballah” en el que el narrador menciona que las autoridades departamentales estaba preocupadas por el “escándalo racial” que implicaría el asesinato del turco que le da nombre al cuento (1965: 86). Sin embargo en los dos cuentos mencionados los personajes femeninos son importantes para la trama: Rosario es una mujer africana, traída a la fuerza como esclava al Río de la Plata; y Ciriaca es la sirvienta de Cipriana, la protagonista del cuento, y aunque no es el centro es fundamental para la resolución del conflicto.

África en Uruguay

Para Rama el pintor invertía el signo de lo que los racistas veían como “primitivo” en los negros, transformaba “esas consideraciones en afirmativas, de tal modo que, lo que para otros eran defectos, para él eran virtudes, y no específicas de una raza, sino de la propia condición humana” (74). Luego Rama agrega que el desdén por lo metafísico, la atención a lo concreto, el disfrute de la vida sin “vanas ilusiones”, la alegría y el olvido por las desgracias “aceptando libremente la realidad de las cosas y actuando en consonancia con ellas” son las cualidades que Figari admiraba en estos hombres sencillos.

A esta tipología parece responder el narrador de “Rosario” al describir al personaje: una mujer negra a la que describe como “negra retinta y simpática [que] “tenía el don de inspirar confianza, y de hacerse querer” y agrega: “No solo era muy linda, sino atildada, pulcra, discreta y alegre, y, como sabía ocultar sus penas y quebrantos con estoicismo no fingido, esto le daba prestigio”. Luego el narrador hace referencia a su alegría: “Reía con cualquier motivo, sin más alarde que el de mostrar dos hileras de dientes, tan perfectas, que las había envidiado hasta el más copetudo de los escaparates dentarios” y finalmente era una persona reservada “no había manera de sacarle confidencias, y, esta cerrada reserva, inexpugnable, azuzaba el deseo de penetrarla” (61-62). El relato transcurre en la “ciudad colonial” a diferencia de relatos que transcurren claramente en el presente (como “Pajueranos” o “Una visita en campaña”) o en tiempos no definidos por el narrador.

La historia de Rosario es contada con “los cabos recogidos entre los esclavos dispersos de sus coterráneos” (62) lo cual hace pensar que Figari pudo nutrirse de historias escuchadas por él mismo de antiguos esclavos o de descendientes. Otro aspecto interesante es que la historia se inicia en África, y se recupera el nombre original de Rosario, “Kadi”. La mujer había sido capturada en la región de Zambeze y vivía en una tribu pequeña y feliz. Tenía un novio, Alí, que no estaba en la tribu cuando se hace la razzía y se la llevan a la fuerza para ser vendida como esclava. De este modo el narrador reconstruye el origen de Rosario sin omitir ni reducir aspectos de la trata de esclavos y sin caer en el exotismo o la denuncia victimizante de algunas novelas románticas decimonónicas. A diferencia de otros cuentos en los que efectivamente, como señala Rama, los narradores presentan superficialmente a los personajes, en “Rosario” quien cuenta se toma el trabajo de relatar esta historia en casi dos páginas, incluso relatando costumbres y fabulas africanas. De todas formas al narrador le importa la historia de “Rosario” y enseguida abandona la historia de “Kadi” para dar paso a su periplo en el Río de la Plata.

Luego de ser capturada en África es vendida en el mercado a Hado Alzadi, quien la embaraza y la vende. Abolida la esclavitud Rosario y su hijo mulato, a quien había bautizado Alí, van a vivir con “Tía Nicasia”, una negra pobre y vieja. Junto a esa mujer Rosario hace su fama como “empanadera”. A los 7 años Alí, que había “revelado malos instintos” (64) se escapa de su madre y se convierte en un criminal. Cuando Rosario menciona a su hijo, Tía Nicasia le dice: “¡Mejor que con nadie estará el nene con Dios; conformate mija!” (64). La belleza de Rosario hace que tenga distintos partidos, a todos los rechaza y todos suponen que es fiel a su amor africano Alí. Nicasia insiste en que “no malograse su existencia” (65).

Finalmente Rosario se reencuentra con su antiguo amo, Hado Alzadi, quien había abusado de ella (63) y quería ahora que regresara a su casa como una esposa. Ella se resiste pero “no sin sentir la sugestión irresistible del amo, y, quizá la del primer posesor” (66). Para aceptar a Hado Rosario pone dos condiciones: encontrar a su hijo y que la tia Nicasia vaya con ella. Antes de conseguir lo solicitado es seducida por Alzadi y acepta vivir con él, sin casamiento ni otro compromiso. Finalmente Rosario da a luz seis mulatos, le pasa una pensión a Nicasia y se olvida de los Alíes (68). Un día reciben la noticia de que su primer hijo iba a ser fusilado por un crimen atroz y quieren empañar la fiesta de comunión de sus hijas. Algunos le dan el pésame pero Rosario dice: “Ahora tengo otros hijos, y éstos los tuve queriendo: ¡diviértanse muchachos!” (68).

Tal como sostiene Rama, los personajes de Figari aceptan la vida como viene. De hecho así lo hacen las mujeres negras que representa en este cuento: Rosario, a pesar de que pone condiciones, vuelve con su antiguo amo antes de que estas se cumplan; Tía Nicasia la aconseja dos veces: la primera para que se olvide de su primer hijo, la segunda para que se olvide de su primer amor, lo que significaba desvincularse de su pasado africano. Así Rosario entra de lleno a vivir su vida en el Río de Plata y su capacidad de adaptación al medio, como quería Figari, la lleva a olvidar al hijo que tuvo por obligación para concentrarse en los hijos que deseó tener. Si Figari recordó en París esta historia es posible pensar que le fue contada o la escuchó en Montevideo, en boca de varios esclavos como sostiene el narrador. En el paisaje humano que Figari construye con sus cuadros y relatos, el de las alteridades históricas que describe Rita Segato, los negros no solamente encarnan la sencillez o la pureza de los analfabetos, sino también historias traídas de África, vinculadas a la memoria de la trata de esclavos.

Superstición y cohesión social

En el cuento “Cipriana” el escenario también es urbano, aunque se trata de una ciudad pequeña en un tiempo indeterminado. El narrador inicia el cuento en primer persona para luego introducirse en los hechos, pasando a la tercera. Lo que cuenta es la historia de Cipriana, una mujer hermosa que tuvo la desgracia de quedar viuda cinco días después de su boda con Braulio Álvarez, un estanciero “de nombre conocido” (75). Desde el inicio Cipriana aprece acompañada de una sirvienta negra que se llama Ciriaca. El narrador afirma: “La negra Ciriaca, que la acompañó como sombra, entre tanto la viuda se despedía de Braulio, era puro ojo y puro oído, moviéndose agitada: parecía inquieta” (75). La belleza de Cipriana fascina y atemoriza y las actitudes de su sirvienta “aturdida, histérica, casi loca” contribuía a subrayar esa fascinación-miedo. Nada se dice sobre el origen africano de esta sirvienta, al contrario de lo que ocurre con Rosario, e incluso se subraya la dependencia absoluta de su patrona a través de la metáfora de la sombra. Este aspecto se refuerza cuando el narrador se refiere a la pobreza en la que queda la viuda: “Se puede decir que fuera de la negra Ciriaca, nada más poseía en el mundo” (78).

Pero cuando Cipriana decide casarse con Casiano, la negra Ciriaca empieza a cobrar cierto protagonismo. La pareja tiene discusiones y Ciriaca, “cuyo seso estaba distante de ser capaz de aconsejarla razonablemente” (80) dice el narrador, azuza el fuego. Los tíos de Casiano intervienen para que no se divorcien pero cada tanto la pareja pelea. Los conflictos de la pareja funcionan “como un órgano nuevo” que alimenta a toda la sociedad (81). Entonces Casiano rompe con sus tíos, que yo no pueden intervenir en la pareja, se acerca a la “morena” Ciriaca para calmar a Cipriana. Un día Ciriaca regresa de una visita a la Tía Celedonia, una negra adivina, que se ofrece a intervenir en la pareja. Casiano anima a su esposa para que la vea y Cipriana va a la consulta con su sirvienta. Al regresar Ciriaca deja de meterse en la pareja por consejo de la adivina, ya no llama a Cipriana “niña” sino “señora”. A su vez la adivina le había recomendado a Cipriana “lo de los tres besos, lo de la yerbita y los tres padrenuestros y avemarías” (84) y al tiempo quedó embarazada. Se acabaron los conflictos y la pequeña ciudad “quedó sin asunto, a la espera de otro drama sensacional” (84).

En este cuento Figari introduce dos personajes afrodescendientes en el paisaje humano que construyen sus cuentos: una sirvienta y una adivina. La segunda aparece como un factor decisivo para restaurar el orden en la pareja, en la casa y en el pueblo. Es intersante que el narrador de Figari no condene las “supersticiones”. Muy por el contrario la adivina regula las relaciones sociales del pequeño pueblo: disciplina a Ciriaca, es decir, recompone la relación de servidumbre con su “señora” y además reubica a Cipriana como dueña de casa y como madre, en la medida en que la ayuda a quedar embarazada. Como sostiene Rama, Figari invierte las consideraciones negativas sobre las supersiticiones de los afrodescendientes y en este cuento las convierte en positivas. La “adivina” aporta sentido común a una situación que los tíos de Casiano, el propio Casiano, Cipriana o Ciriaca no podían solucionar entre ellos.

Por supuesto que aporta un “orden” en el que no solamente la sirvienta negra es disciplinada sino que la mujer es puesta en el lugar de madre. No hay ninguna preocupación por el saber de la adivina, de hecho el narrador no aporta nada sobre la solución de la “yerbita”. Este saber parece residir en aportar cierta racionalidad en las relaciones matrimoniales. Al contrario de lo que ocurre con “Rosario”, lo que este saber puede tener de africano o criollo no es importante. Si lo es, sin embargo, mostrar cómo se regulan los conflictos en la sociedad. El escaso interés de Figari por las supersticiones y las prácticas de esta adivina negra contrasta con otros ejemplos de la vanguardia latinoamericana como Lydia Cabrera o Alejo Carpentier.

El interés de Figari por los afrodescendientes coincidió con la de otros artistas instalados en París que venían del Caribe. No se trata del gusto metropolitano por el “arte africano”, sino de un interés por las tradiciones locales que estos sujetos sociales portan. Figari introduce hombres y mujeres negros en un paisaje humano que la cultura oficial no reconocía o más bien ocultaba para construir un Uruguay blanco y europeizado. Sus cuentos y también sus cuadros no solamente expresaron sus ideas positivistas, también abrieron un espacio para un relato nacional y una tradición, en los que era posible sumar a los africanos y sus descendientes.

Alejandro Gortázar

El post es una versión reducida de mi artículo «Los cuentos de Figari: literatura, vanguardia y representaciones de los afrodescendientes» publicado en el libro Pedro Figari: el presente de una utopía compilado por Antonio Romano e Inés Moreno (Montevideo: Facultad de Humanidades/ANEP, 2016).