
El viernes 18 de agosto salieron dos notas sobre mi libro Cultura letrada y etnicidad en los manuscritos de Jacinto Ventura de Molina (1817-1840) en el Semanario Brecha: “Lágrimas negras”, firmada por Fabián Muniz (lamento no poner aquí el link, pero Brecha no comparte en internet todo su material); y “Anverso y reverso del archivo” de Martín Palacio Gamboa (que no está en la versión digital para lectores, pero que el autor me autorizo a publicar aquí). Agradezco al semanario por el espacio que le dedicó a mi libro y a los autores de los textos por sus lecturas críticas.
Pensé mucho en escribir estos párrafos luego de leer la nota de Fabián Muniz. Como crítico o investigador uno puede pasarse la vida entera sin discutir nada o casi nada con personas. Pero siempre digo que los investigadores en literatura no trabajamos exclusivamente con textos, trabajamos con personas que escriben textos. Eso es particularmente importante cuando trabajamos con fenómenos contemporáneos. En ese sentido, cuando es posible construir conocimiento con esas personas, está bueno hacerlo. Por eso me decidí a escribir los párrafos que siguen.
Crítica uno: “idealismo social”
La reseña de Muniz empieza con una cita de Harold Bloom que básicamente ironiza sobre la presencia de un idealismo que estaba de moda en los años noventa en las universidades norteamericanas, en el que “todos los criterios estéticos y casi todos los criterios intelectuales han sido abandonados en nombre de la armonía social y el remedio a la injusticia histórica”, que el crítico bautizó como “escuela del resentimiento”. Luego agrega que esta tendencia (un monocultivo, dice Muniz) no es predominante en la Universidad, y dice “todavía no”.
Como sea, tomé nota de que Muniz me ubica dentro de un movimiento de “lento ingreso del “idealismo” social en las investigaciones literarias uruguayas”, que en verdad existe desde hace muchos años y hoy está precisamente en desuso en la Facultad de Humanidades, dado que la mayoría de los profesores del Instituto de Letras, y de muchos otros intelectuales uruguayos en distintos lugares de poder dentro del campo intelectual, coinciden más o menos con las ideas de Bloom (y Muniz) respecto a esta “escuela del resentimiento”.
Cada uno lucha con los fantasmas que quiere, pero no creo que sea tan fácil trasladar el debate norteamericano de los años noventa a la situación actual, al menos en el campo de las letras. Me siento identificado con esa línea de pensamiento que articuló, en los noventa, el pensamiento latinoamericano de los setenta con las “modas” del pensamiento metropolitano. Me formé en ese pensamiento, del que he tomado distancia todas las veces que sentí que no me servía para entender los fenómenos que investigaba o no coincidía con las lecturas que proponía. Tomé nota también de mi “idealismo social”, y me quedé con las ganas de saber en qué sentido mi trabajo puede ser leído como “idealista”, según los parámetros de Muniz o de Bloom.
Crítica dos: rescatar al artista olvidado
El crítico se equivoca al considerar a Molina un “artista olvidado” y al señalar como un error que nunca me proponga “justificar el valor individual de la obra de Ventura de Molina”. Molina no es un artista olvidado, es un intelectual formado en el siglo XVIII, que nunca se propuso ser un artista, como muchos de los considerados “primeros escritores” uruguayos, como Pérez Castellano o Larrañaga. Imponerle a una época como el comienzo del siglo XIX, la lógica de las esferas autónomas de la modernidad es un despropósito. Desde este punto de vista, el valor de Molina, como el de Pérez Castellano o el de Larrañaga, está en las páginas que escribió (historia, viajes o ejercicios retóricos o poéticos) lejos de los parámetros estéticos que empiezan a construirse a partir del romanticismo en el Río de la Plata. En tal sentido mal podría yo partir de este supuesto en mi investigación y luego forzar una interpretación de Molina como “artista olvidado”. Eso está suficientemente explicado en mi libro y en todas las cosas que escribí desde el 2003 sobre este autor.
Al final de la reseña, luego de estas dos observaciones, Muniz desarrolla tres críticas a mis hipótesis que parten de supuestos discutibles o, a veces, errores. De modo que quiero contestarlas.
Crítica tres: las cosas por su nombre
Dice Muniz que:
las posturas monárquica y antiartiguista de Ventura de Molina, en el fondo, no serían decisiones individuales sino posturas adquiridas por “aculturación” de quienes fueron amos y patronos del licenciado negro. Gortázar siempre habla de “aculturación” en lugar de hablar lisa y llanamente, de “educación”, que, como cualquier otro muchacho de la época, fue lo que recibió Ventura de Molina. A lo largo del libro se sigue insistiendo en que toda decisión de Molina es, en el fondo, “mimesis” de un negro a las formas de cultura blancas como estrategia de supervivencia o de “tretas del débil”: Molina termina siendo un títere de su época
Cabe aclarar que utilizo el concepto de aculturación para referirme al proceso, que el propio Molina relata, en el que su tutor español lo separa de sus padres biológicos, ambos africanos, para evangelizarlo y alfabetizarlo. Este viejo concepto de la antropología, que remite a procesos de culturas que se imponen sobre otras, tiene su discusión a partir del concepto de transculturación del cubano Fernando Ortiz y las adaptaciones de Ángel Rama en América Latina. Por otro lado aparece el concepto de Homi K. Bhabha de “mimicry” que señala cierta capacidad de acción a partir de la idea de copia en el contexto colonial. Todo mi intento desde el comienzo del libro hasta el final, es señalar que a partir de un proceso de aculturación, en términos teóricos pero también concretos, un sujeto (Molina) puede construir un discurso propio, desarrollar prácticas y tácticas en un contexto hostil, e incluso entrar en conflicto con el poder y salir “ganando”.
Resulta problemático llamar a este proceso “educación”, salvo que Muniz piense que sacarle un hijo a una pareja de sirvientes descendientes de africanos y alfabetizarlo en el contexto de dominación colonial española sea “educación”. Resulta aún más problemático decir que Molina la recibió “como cualquier otro muchacho de la época”, porque precisamente un aspecto singular en la trayectoria de Molina es que su educación en un momento histórico determinado (fines del siglo XVIII) se convirtió en un proyecto colectivo en el que participaron muchos amigos de su tutor español. La mayoría de los “muchachos” de su época recibían educación en las escasas escuelas de primeras letras y nada más, salvo por supuesto que perteneciera a una familia adinerada o hiciera su carrera en la Iglesia, y que fuera blanco, por supuesto. El proceso de aculturación es un fenómeno mucho mayor que la educación, que incluso la comprende, y está implícito en la idea de colonización.
Crítica 4: racista pero no tanto
Para Muniz “muestro y demuestro” que los otros intelectuales se burlaban de Molina por cuestiones raciales, pero en el proceso de “vigilancia epistemológica” que desarrollo me lleva “a exagerar en las evidencias de racismo”. Y menciona el hecho de que Molina tuviera que luchar por su ciudadanía, dado que “nació en Río Grande del Sur y de padres brasileños, por lo que resulta obvio que le pidan una carta de ciudadanía, dado que no nació en “territorio del Estado”.
El pasaje tiene varios problemas, pero primero lo primero. Cometí un error al citar el artículo 7 de la Sección II en la Constitución de 1830, porque Molina en verdad recurre al artículo 8, que define la ciudadanía legal, en la que Molina está comprendido. Pero mi error condujo a Muniz a otro error, porque no puede decirse que Molina sea hijo de “padres brasileños”, no solamente porque no eran ciudadanos sino esclavos, ni nacieron en Brasil, ni Brasil existía, sino que era un territorio colonial de Portugal. Pero lo que está mal es que de ese error, que detecto gracias a Muniz, se desprenda que yo leo un “acto de racismo”, cuando en verdad mi argumentación en esas páginas tiene que ver con la concepción limitada de la ciudadanía que aparece en nuestra primera constitución, y que relaciono también con las tensiones dentro de las élites criollas respecto a la esclavitud, lo que me lleva a la siguiente crítica de Muniz.
Crítica cinco: como el Uruguay no hay
Afirma Muniz:
El autor, en cierto punto, termina siendo injusto con Uruguay al exaltar su racismo, siendo que, en comparación con el resto del mundo, nuestro país demostró ser de avanzada en derechos sociales: abolió teóricamente la esclavitud en 1830, mientras que otros países importantes lo hicieron mucho después.
En este punto Muniz está equivocado. El proceso de abolición de la esclavitud en América Latina tuvo dos momentos, desde el punto de vista legal, que fueron: el momento de la libertad de vientres, que no termina con la esclavitud, sino que libera a los hijos de esclavos y termina con el tráfico, mientras la institución esclavitud seguía en pie porque los Estados no podían hacerse cargo económicamente de liberar la “propiedad” de las clases dominantes; y el momento de la abolición propiamente dicha. Casi todos los países hispanoamericanos pasaron por estas dos etapas. El propio Uruguay no solamente no terminó con el tráfico en 1830, porque a pesar de la ley se seguía traficando con esclavos, sino que no la abolió sino hasta la Guerra Grande. Producto de ese hecho particular es que Uruguay tiene dos fechas de abolición: una en 1842 por el gobierno de la Defensa y otra en 1846 por el gobierno del Cerrito. La demostración de “avanzada” de Uruguay puede ubicarse en el batllismo, tal vez en el caso de Varela, pero no para el caso de la esclavitud.
De todas formas Muniz critica también mi “antieuropeísmo o antioccidentalismo”, haciendo referencia a la esclavitud como fenómeno histórico que se remonta a “los cartagineses y los árabes”. La verdad es que no entiendo el punto de esta aclaración. En primer lugar porque no me reconozco en un antioccidentalismo o antieuropeísmo, si en una crítica a la idea de “modernidad” y “civilización” (como sinónimo de cultura) que desconoce el colonialismo y la destrucción de pueblos no europeos como un eje del proyecto occidental.
Todo lo que podemos hacer en contra de las categorías cognitivas del colonialismo europeo será, al menos en el caso de criollitos blancos como nosotros, en la lengua que trajo el conquistador. El gran legado de la ilustración europea es, creo, darnos las herramientas para explorar incluso los límites de nuestra racionalidad.
Por otra parte, no entiendo en qué sentido el hecho de que los árabes fueran los primeros esclavistas, modificaría un ápice la responsabilidad de Europa en la sangría que generó en África, a partir de la introducción masiva de esclavos africanos en América, con las muertes que se produjeron en la travesía y los millones de seres humanos arrancados de su lugar de origen y traídos aquí como mercancías. Es esa esclavitud, históricamente situada, la que impacta en América Latina, y la que termina teniendo que ver con la historia de Molina.
Por último, Muniz me señala no “citar jamás” un texto de Néstor Hormiga de 2011 del que no menciona el título, que por cierto desconocía, y que según él “demuestra que desde 1830 en Uruguay fueron peor tratados que los negros, casi como esclavos, los canarios de Lanzarote y otras islas, que comenzaron a ingresar en grandes aluviones, traficados con contratos precarios, a trabajar en los saladeros”. Y concluye: “Esto último habría sido útil para aclarar que desde 1830, “tráfico” y “patronato” no sólo referían a la relación blanco-negro”.
Suena un poco raro, política y éticamente, ponerse a discutir quién era peor tratado en 1830. Más allá de la torpeza del argumento, estoy de acuerdo en que se podría incorporar toda una serie de relaciones de poder conflictivas para complejizar la relación blanco-negro en Uruguay, como el género o, por qué no, la situación de los asalariados, entre otras posibilidades. Es una linda agenda para futuras investigaciones, siempre y cuando no se trate de desvestir a una víctima para tapar a otra. Desde mi punto de vista se debe partir de un rechazo universal a cualquier forma de explotación del hombre por el hombre. Pero entiendo que en eso consiste mi “idealismo social”.
Coda
Al final de la nota Muniz termina “extrañando” en mi libro “la obra misma de Jacinto Ventura de Molina, sin tanta necesidad de ponerla en contexto”. Es raro que extrañe la obra de Molina porque hay dos antologías publicadas en Montevideo: una de los investigadores William Acree y Alex Borucki (2008); y otra elaborada bajo mi coordinación y en co-autoría con José Manuel Barrios y Adriana Pitetta (2008), disponible en el portal Colibrí de la UdelaR.
Este libro es el final de un proceso que comenzó en 2003, y que dio tres productos distintos: una primera aproximación ensayística en 2007 (El licenciado negro, publicada por Trilce), la antología que mencioné antes, y la tesis en cuestión. El objetivo fue dar un contexto adecuado a las prácticas escriturarias de Molina, porque sin ese contexto, sin las tramas de significación que las constituyen, tendrían poco sentido.
Pienso que es imposible entender un artefacto textual sin las tramas de significación que lo hacen posible, tanto en el momento en que es producido por un sujeto -singular-, en un determinado espacio y tiempo concretos; como en el proceso de selección, de ingreso o exclusión, dentro de una tradición de lectura o de una lectura de la tradición.