Espacio, juego e infancia en dos cuentos de La casa del miedo

En los cuentos de la pintora y escritora Leonora Carrington se advierte un singular tratamiento de lo fantástico, que lejos de suponer una ruptura o una torsión de lo que se entiende por realidad, propone un corrimiento hacia sus formas más inestables, poniendo de relieve las relaciones arbitrarias y movedizas que la sustentan. Estos relatos dan vuelta, trastocan, abren el abanico de lo que se puede concebir; una literatura cuyas estrategias de composición hacen de la asunción de lo fantástico una articulación más de la realidad, delineando un discurso ficcional con códigos de funcionamiento propios y abriendo un espacio problemático de cruce teórico.
Un mundo sin leyes y sin transgresiones
Hay un silencio causal en las bases mismas de esta narrativa; no hay legalidad en el mundo-Carrington, no hay una estructura de leyes naturales que transgredir. Alfons Gregori I Gomis propone el deslinde entre “transgresión”, que “se refiere al hecho de quebrantar o violar un precepto, ley o estatuto” (227), y “subversión”, que “tiene que ver con la destrucción o la alteración de un orden determinado” (227). El Diccionario de la Real Academia Española por su parte dice a propósito de “subvertir”: “trastornar o alterar algo, especialmente el orden establecido”. Rosemary Jackson habla refiriéndose al “fantasy” de una “violación de los supuestos dominantes” que “amenaza con subvertir (derrocar, trastornar, socavar) las reglas y convenciones que se consideran normativas” (12). Carrington hace de la escritura una auténtica práctica de alteración del orden impuesto: la suya es una subversión de imaginar.
Para la autora narrar es un gesto radical de libertad creadora frente a las convenciones de la alta sociedad inglesa que, todavía hacia las primeras décadas del siglo XX, hace gala de reminiscencias victorianas, católicas y patriarcales. El arte desbarata las imposiciones del deber ser, lo que a nivel temático se expresa en una insatisfacción del yo femenino con el mundo real y las “buenas maneras” que impone. El desboque imaginativo es la escenificación de la fuerza liberadora que alberga el lenguaje: lo fantástico aquí se despliega igualmente como lenguaje de lo social que discute con su tiempo desde la óptica del ser mujer, como “reenvío a la historia, la sociedad, la política” (1998 18).
El estudio del manejo de las espacialidades, el juego y la infancia en los relatos de La casa del miedo lleva al diálogo con algunos debates decisivos en torno de lo fantástico. En primer lugar, los canónicos –y también muy criticados- planteos de Tzvetan Todorov, que tienden a identificar lo fantástico con “la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural” (24). Como ya fue mencionado, en Leonora Carrington se difuminan los límites de estas leyes y, por extensión, también los límites entre lo fantástico y sus “géneros vecinos” (lo extraño y lo maravilloso). La posibilidad de dicha vacilación se desactiva, es arrancada del territorio de la ficción y nada hay ya que sea “inexplicable”.
Impronta insólita e inquietante, cuyos mecanismos representativos trabajan con los pliegues de lo real. No hay umbrales ni pasajes a través del espejo, todo es vuelo imaginativo bastándose a sí mismo en un extraño devenir pesadillesco. En resumen, un mundo poético sin leyes y sin transgresiones, anclado en una posición incómoda entre lo maravilloso y lo mimético, y que no termina de asimilar un estatuto pleno de literatura fantástica. Ficción onírico-surreal o fábula alucinada que, haciendo patente un caudal casi infinito de posibilidades creativas desde los espacios y la infancia, juega con los modos de lo literario.
Del difícil arte de habitar: “La casa del miedo”
Si ante todo Carrington hace de la escritura un “gesto” de libertad para conjurar los mandatos que le dicta su origen social, hay que decir que lo primero que se erosiona en este movimiento es la noción de pertenencia; en otras palabras, ante todo se resiente el concepto de hogar (entendido como sinécdoque de la institución familiar). Esto trae la noción de espacio y experiencia, partiendo de la base de que la casa no se limita a lo que nos es familiar. J. E. Malpas es uno de los teóricos que piensa el tema, proponiendo distinguir entre “lugar”, que supone una cierta apertura, y “espacio”: “Un lugar en el que uno puede habitar es un lugar que provee un espacio en el cual habitar puede ocurrir –‘da espacio’ a la posibilidad de habitar- y sin embargo un lugar para habitar debe ser más que solo un espacio”. Sobre el espacio se pueden trazar líneas, trayectos, es lo “medible”; el lugar en cambio despliega otras esferas de la experiencia. En gran medida el drama de los personajes de Carrington está signado por esta dimensión experiencial: ellos están en fuga continua o en prisión porque “su” lugar carece de un espacio que abra la posibilidad, la grieta, para poder habitarlo. El resorte de lo insólito muchas veces acontece como respuesta a esto.
Uno de los relatos donde mejor se trabaja este tema es “La casa del miedo”. Ya desde el título, el cuento esboza esa zona conflictiva que puede suponer el espacio interior como recinto cerrado y, al mismo tiempo, permeado por lo desconocido, lo inestable, lo que genera incertidumbre o miedo; de alguna manera la autora da vuelta o resignifica los valores que inscriben a la casa la noción de protección y seguridad. El carácter íntimo de lo doméstico es sinónimo de autoridad y represión, de ahí que también sea superficie porosa para que acontezca lo imposible. El sujeto que enuncia vuelve “naturales” situaciones o hechos del todo incongruentes con los parámetros de lo que entendemos por “mundo real”. Para decirlo en términos freudianos, en sus cuentos no hay lugar para “lo ominoso”, pues nunca lo familiar deviene simultáneamente extraño: lo familiar es lo extraño.
Para las mujeres de Carrington la angustia de lo terrorífico está siempre un poco más acá, en el ambiente de doncellas y salones. Si lo siniestro está y se manifiesta en la represión que se experimenta en el diario vivir, la imaginación será la encargada de subvertir y espantar el miedo. Es que, como afirma Bachelard: “(…) en la más interminable de las dialécticas, el ser amparado sensibiliza los límites de su albergue. Vive la casa en su realidad y en su virtualidad, con el pensamiento y los sueños” (28).
“La casa del miedo” cuenta el cruce de una joven de clase distinguida –que es la narradora protagonista- y un caballo; este ‒que posee la capacidad de hablar- la invita a acompañarlo a una fiesta a celebrarse ese mismo día en el Castillo de la Señora del Miedo. La protagonista no tarda en reconocerse en el animal, lo que es un rasgo característico en la obra de la autora (literaria y pictórica):
Me tomé una taza de té, pensé en la jornada y sobre todo en el caballo al que, aunque lo conocía desde hacía muy poco, consideraba amigo mío. Tengo pocos amigos y me alegro de contar entre ellos a un caballo. Después de comer me fumé un cigarro y medité sobre el lujo que sería salir, en vez de charlar conmigo misma y aburrirme mortalmente con las mismas historias interminables que me cuento sin cesar. (16)
El aburrimiento se presenta como experiencia singular del tiempo. Para Josefina Ludmer el aburrimiento “es un agujero o un pozo de tiempo” (38), y en este sentido se puede decir que es lo opuesto al juego, donde el tiempo “pasa volando”. En su sumisión a estrechos rituales o protocolos, “estar aburrida” es la condición dramática y necesaria del yo femenino de Carrington. Dicha noción está íntimamente ligada a la idea de ocio –propio de la clase social que retrata la autora- y a la de persecución de la felicidad. Pero más allá de esto, lo que en el fondo ambos personajes, joven y animal, comparten es un mismo sentimiento de no-pertenencia: “En realidad no pertenezco a este ambiente”, expresa el caballo en un momento. Poco después la protagonista reconoce: “Soy una reclusa”.
Se puede decir que en esta soledad incomunicable y en esta –en palabras de Agamben- “destrucción de la experiencia se borra la cesura entre lo humano y lo animal: la igualación está dada por la falta de espacio para habitar un lugar. Retomando la idea de “pobreza de experiencia” desarrollada por Benjamin en 1933 a raíz del desastre de la guerra mundial, el filósofo italiano da un alcance nuevo al concepto al hablar de una “expropiación” que consiste en “la incapacidad de tener y transmitir experiencias” (7). La llegada al Castillo de la Señora del Miedo es la apoteosis de este proceso de pérdida de lugar, lo que se refleja en la imagen sensitiva reinante de un palacio que “estaba hecho de piedras que contenían el frío del invierno”. Se trata de un lugar suntuoso, pero que no se deja habitar de ninguna manera.
Una vez en la fiesta, la reina propone a los asistentes ‒cientos de caballos- un juego con ribetes ciertamente insólitos.
Debéis contar para atrás de ciento diez a cinco lo más deprisa posible mientras pensáis en vuestro propio destino y lloráis por los que se fueron antes que vosotros. A la vez, tenéis que marcar el compás de la canción Los bateleros del Volga con la pata delantera izquierda, La Marsellesa con la pata delantera derecha, y Dónde estás, mi última rosa de estío con las dos de atrás” (20).
El relato se cierra con una referencia a la duración del juego: “Así siguió esto durante veinticinco minutos, pero…”. El final abierto produce el efecto de una imaginación en continuo flujo, que rechaza cerrojos y resoluciones categóricas. La suspensión deja el sentido del nexo adversativo abierto al lector, en un ejercicio lúdico que se desborda más allá de los límites textuales. La escritura es una práctica de la subversión también porque es un juego. Y con el comienzo de este juego decretado por la reina es el tiempo de la narración el que se detiene, se deja ir, suelta las riendas. El cuento, como el Gato de Cheshire que se desvanece muy lento desde la cola hasta que solo queda de él la estela siniestra de una sonrisa sin cuerpo, deja al lector en la incertidumbre total de haber estado por un instante en un país de maravillas.
Aquella soñada república de los niños: “La dama oval” o ¡todos somos caballos!
“Pretenden ser niños y no saben que cualquiera no lo es por una mera deficiencia de centímetros” (Silvina Ocampo, “La raza inextinguible”)
En los cuentos de Carrington la infancia –aunque se encarne en sujetos adultos- se encuentra en conflicto con un principio de autoridad representado, las más de las veces, por la figura del padre. Esta literatura se columpia entre la subversión de imaginar y el orden que se impone desde arriba, desde el mundo adulto. Agamben, parafraseando a Lévi Strauss, señala que “mientras que el rito trasforma los acontecimientos en estructuras, el juego transforma las estructuras en acontecimientos” (104). Esta fórmula bien podría aplicarse a la escritura de Carrington, que hace de la ficción que se trama con los hilos de lo insólito, un juego donde se horadan y entran en conflicto estructuras y convenciones, espacios y jerarquías. A través de la escritura, se imprime a los vacíos rituales de la alta sociedad inglesa un carácter de acontecimiento: allí donde nada puede suceder, sucede lo imposible. La subversión de imaginar empuja en dirección a “una sociedad donde todo el rito habría sido erosionado por el juego y todas las estructuras se habrían desmigajado en acontecimientos (…)” (110).
En el relato “La dama oval” lo dicho anteriormente se postula de una forma sumamente original. Alguien –una voz testigo- pasa por una casa y alcanza a ver en la ventana la presencia de una dama muy alta y delgada, con rostro pálido y triste. El personaje que narra dice no poder contener su curiosidad y se adentra en la morada. Lucrecia –así se llama la dama- exhibe un desencanto de la vida y un odio incontenible hacia su padre: “Yo no bebo; yo no como. En protesta contra mi padre, el muy hijo de perra” (28). Si el padre representa el poder autoritario, ella tiene un “inmenso cuarto de niños donde había centenares de juguetes rotos y destrozados, diseminados por todas partes” (30-31) que le sirve de resguardo. Lo fantástico acontece cuando la joven se acerca a un antiguo caballo de madera llamado “Tártaro” y este se mece misteriosamente sobre sus balancines. En ese momento la narradora dice: “yo me pregunté cómo podía moverse por sí solo”. El poder inventivo de la imaginación infantil a través del juguete se expresa en este efecto, que casi no genera extrañeza. El cuarto de niños funda otro espacio, impone otras leyes, abre otro horizonte de expectativas. De este modo, la narradora testigo se adscribe a una forma del testimonio que el lector asume como verídico en un mundo que no anuncia su inversión.
Walter Benjamin plantea que el niño es un ser artístico, pues se vincula con el mundo de una forma que va más allá de la idea de utilidad y dominación. La dimensión lúdica de la escritura de Carrington se orienta a restituir la delirante maquinaria creativa del niño, en el seno de un modelo que tiende a encorsetarlo según los imperativos que impone la razón práctica; frente a esto –y como afirma Benjamin- “es cierto que el juego siempre libera” (1989 82). El relato esboza los contornos de un lugar donde se puede lo que se quiere: “‒ ¡Todos somos caballos! Cuando se levantó, el efecto fue extraordinario- Si no hubiera sabido que era Lucrecia, habría jurado que se trataba de un caballo” (31-32). Esta conversión, que confronta lo fantástico con lo maravilloso sin que se genere cortocircuito alguno, es también una expresión de la insatisfacción del yo femenino con el mundo real. Antes de ser sometido a una función puramente práctica, el caballo fue voluntad liberadora, instinto desatado, impulso arcaico que no se dejaba domesticar. El abracadabra “¡Todos somos caballos!” traslada la carga performativa de un lenguaje cuyo potencial generador se mantiene indemne al uso meramente instrumental que le otorgan los adultos: en el cuarto de juguetes el decir encanta las funciones comunicativas del lenguaje.
Empieza a querer instaurarse entonces un “país de los juguetes”, usando la expresión de Carlo Collodi en Las aventuras de Pinocho. En la república de los niños no hay, naturalmente, adultos, y como en un recreo perpetuo reina la diversión y el bullicio. En “La dama oval” este tentativo país de los juguetes se ve amenazado por los heraldos de aquel que protege el orden. Una criada que observa a Lucrecia con expresión de desagrado pronuncia en tono imperativo: “Pare ahora mismo –gritó, temblando súbitamente de furor-. ¿Qué es todo esto? ¿Eh, señoritas? Lucrecia, ¿no sabe usted que su padre le tiene rigurosamente prohibido este juego? ¡Es un juego ridículo! Ya no es usted una niña” (32). Esta última expresión es de alguna manera la piedra de toque que podría resumir el gran conflicto que postula la obra literaria de Leonora Carrington en su conjunto.
Los personajes se niegan a habitar otro territorio que no sea el del país de los juguetes, es que del lado de la realidad se visibilizan unos lazos coercitivos que tienden a la inhibición de la imaginación femenina e infantil. Si como expresa Benjamin, la esencia del juego es la “ley de la repetición” (2017 60), un “siempre hacer de nuevo” u “otra vez” que no tiene fin, la criada es su reverso: interrupción, atribución de ridiculez, orden. La animación del objeto en ser vivo, del caballo de madera en caballo “de verdad”, se inscribe en este “choque de mundos”. Los personajes de Carrington son jóvenes o adultos que preferirían quedarse en su Arcadia infantil, niños-huérfanos que rechazan los rituales que les impone una madrastra siniestra, encarnada por legiones de criadas y sirvientes. El cuarto de niños es la suspensión de la ley, la guarida que protege de la casa-mausoleo del padre, allí se despiertan el juego y la creación, se reaviva secretamente el fuego del deseo que sacude el tedio de la vida nobiliaria.
La dama, devenida niña-caballo, es finalmente llamada al orden. La criada la toma por el lomo y le mete a la fuerza el freno entre los dientes, al tiempo que ella rompe la escenografía señorial dando “coces en todas direcciones, destrozando cuadros y sillas y piezas de porcelana” (33). El padre –“un señor anciano, con la figura más geométrica del mundo”- la recibe en el comedor y pronuncia las siguientes palabras, con templanza y hasta una extraña calidez: “‒Lo que voy a hacer es solo por tu bien, cariño –su voz era muy suave. Eres demasiado mayor para jugar con “Tártaro”. “Tártaro” es para los niños. Así que voy a quemarlo, hasta que no quede nada de él” (33). El acto de quemar el juguete se carga de resonancias simbólicas evidentes: es el intento del padre por “quemar” esa etapa de la vida que parece querer quedarse en su hija para siempre. Quemar el juguete, poner el freno a la fantasía desbocada.
Leonora Carrington y Silvina Ocampo: la raza inextinguible de las que imaginan
Onetti sostiene que la infancia es un santuario sagrado y por eso inaccesible para cualquiera que pretenda narrarlo. Afirma, además, que los adultos que lo han intentado “padecen siempre de un exceso de perspectiva” (6). Giorgio Agamben por su parte se pregunta por la infancia, estado que concibe como previo a la subjetividad, pues allí el hombre estando en el lenguaje permanece mudo. Se pregunta el autor entonces: “¿existe algo que sea una in-fancia del hombre? ¿Cómo es posible la in-fancia en tanto que hecho humano? Y si es posible, ¿cuál es su lugar?” (63). Agregando más adelante: “Infancia y lenguaje parecen así remitirse mutuamente en un círculo donde la infancia es el origen del lenguaje y el lenguaje, el origen de la infancia” (64). Experienciar un lugar, sacudir el tedio del diario vivir, supone regresar a la infancia en tanto lenguaje y mediante el lenguaje, como patria donde poder jugar.
Aunque trazan líneas creativas distintas entre sí, Silvina Ocampo y Leonora Carrington se escabullen en aquel santuario sagrado del que hablaba Onetti. Ambos proyectos expresan, asimismo, una voluntad rabiosa de subversión de lo establecido a través de la imaginación literaria. Expresa Carlos Gamerro a propósito de Viaje olvidado (1937), el primer libro de la narradora argentina: “Lo que caracteriza a la gran mayoría de estos relatos es su perspectiva infantil; en al menos la mitad de los veintiocho cuentos, los niños son a la vez protagonistas y detentadores del punto de vista; y cuando los protagonistas son adultos, lo que el relato pone de manifiesto es el niño que todavía los habita” (121-122). Leonora Carrington también presenta a estos adultos “habitados” por niños, pero en ella la trama social de opresión parece mucho más tangible y densa, al ser referida directamente.
En la escritura de Silvina Ocampo la mirada infantil, deseante y en no pocas ocasiones perversa, suministra la duda y gestiona los sentidos de la narración. Leonora Carrington postula la cuestión en otros términos, pues esa niña que la dama en realidad es no logra hacerse de un espacio para habitar el lenguaje: prisioneras en la morada de la razón, apenas si pueden conquistar centelleos de un momento en que lengua e infancia estaban la una en el origen de la otra. Si Ocampo hace del complejo arte de narrar la percepción infantil un estilo y una sintaxis, Carrington respalda su poética en una subversión insólita de la realidad al no poder fundar en el pomposo salón victoriano un país de los juguetes.
En “La raza inextinguible”, Silvina Ocampo propone una serie de inversiones que, de alguna manera, trastornan el propio sistema de jerarquías esbozado por su obra. En el relato da forma a una ciudad donde “todo era perfecto y pequeño”, una sociedad diminuta gobernada por niños. Desde el comienzo se postula de palabra el espacio de lo utópico, según los rasgos que le otorga Fernando Aínsa (1998): una cierta insularidad, autarquía respecto del “mundo”, planificación urbanística. A diferencia de lo que sucedía en Leonora Carrington, en este relato los niños no imaginan, trabajan:
Somos los que trabajamos: nuestros padres, un poco por egoísmo, otro por darnos el gusto, implantaron esta manera de vivir económica y agradable. Mientras ellos están sentados en sus casas, jugando a los naipes, tocando música, leyendo o conversando, amando, odiando (pues son apasionados), nosotros jugamos a edificar, a limpiar, a hacer trabajos de carpintería, a cosechar, a vender. (203)
“La raza inextinguible” plantea ante todo el conflicto de las diferencias sociales a partir de la división entre adultos y niños. Sin embargo el entramado de inversiones se desborda y termina por resignificar sus premisas básicas; en primer lugar, el juego es equiparado a la idea de trabajo y su sentido utilitario (en todo caso son sus padres quienes “juegan” y logran abolir el calendario). La ciudad de Ocampo es aquí el perfecto signo opuesto del país de los juguetes. Y los adultos, si bien se entregan a la diversión, sufren como correlato ese sistema de lo diminuto: deben entrar a sus casas agachándose, la cantidad de alimento no les alcanza, las ropas les quedan ajustadas. Por otra parte –y a diferencia de lo que pasa en las ficciones de La casa del miedo-, los niños pierden sus “lazos” con lo animal al relegarlos a su función instrumental: “Debo confesar que a principio algunos animales, sobre todo los amaestrados, no nos respetaban, porque sabían que éramos niños” (203). Las damas de Carrington se reflejan en lo animal, se identifican con aquello que no se deja doblegar, domesticar, dominar.
Como si pertenecieran a una misma raza inextinguible, estas escritoras se interrogan por aquel viaje olvidado de la infancia, sus relatos narran la experiencia de una pérdida y las esquirlas de lo recuperado.
Fauna de imaginaciones
“Toda la fauna de imaginaciones y su vegetación marina, como una cabellera de sombras, se pierde y se perpetúa en las zonas mal iluminadas de la actividad humana” (2007 187), afirmaba Louis Aragon en un artículo titulado “Lo maravilloso cotidiano”. Allí, el escritor surrealista –quien durante algunos años compartió movimiento con Carrington- advierte un desprendimiento progresivo del gusto y de la percepción de lo insólito a manos de una “costumbre del mundo” que lo devora todo. Leonora Carrington escribe contra esta costumbre y libera en sus creaciones una auténtica fauna de imaginaciones que sacude al lector más prevenido. La casa del miedo muestra el deseo de invocar mediante los brebajes de la escritura ese maravilloso cotidiano dormido, sacándolo del salón victoriano a través de un vuelo imaginativo de alto riesgo. La caída puede llevarla a los subsuelos de la locura, de la que siempre sale airosa con sus narraciones como evasión y reenvío a la realidad, magia y subversión, juego.
Mathías Iguiniz
Bibliografía citada
Agamben, Giorgio. Infancia e historia. 1978. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2015.
Bachelard, Gastón. La poética del espacio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000.
Benjamin, Walter. Escritos. La literatura infantil, los niños y los jóvenes. Buenos Aires: Nueva Visión, 1989.
—. La tarea del crítico. Buenos Aires: Terna Cadencia, 2017.
Campra, Rosalba. “Más allá del horizonte de expectativas: fantástico y metáfora social”. Casa de las Américas, N° 213, octubre-diciembre, 1998. 17-23
Carrington, Leonora.La casa del miedo. Memorias de abajo. México D.F.: Siglo XXI, 1992.
Gamerro, Carlos. Ficciones barrocas. Una lectura de Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Cortázar, Onetti y Felisberto Hernández. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2010.
Gregori I Gomis, Alfons. “Lo fantástico in-between: de lo estético a lo ideológico”. En: Morales, Ana María, y Sardiñas, José Miguel (eds.). Rumbos de lo fantástico: actualidad e historia. España: Cálamo, 2007.
Jackson, Rosemary. Fantasy: literatura y subversión. Buenos Aires: Catálogos editora, 1986.
Ludmer, Josefina. Aquí América latina. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2010.
Malpas, J. E. Place and experience. A Philosophical Topography. Cambridge: Cambridge University Press, 1999.
Ocampo, Silvina. La furia. Buenos Aires: Orión, 1976.
Onetti, Juan Carlos. “Infancia”, Cuadernos de Crisis, Buenos Aires, número 6, 1974.
Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. Buenos Aires: Paidós, 2006.