
El 10 octubre del año pasado la editorial Vísceras de Santiago de Chile, anunció la firma del contrato con el escritor Víctor H. Ortega para la publicación de su nuevo poemario Amantes de cartón. El libro inaugura una colección de la editorial, “Callejones”, y su presentación pública, prevista para diciembre, tuvo que postergarse hasta marzo de 2020 por las manifestaciones que dieron vuelta Chile pocos días después del anuncio. Casi al mismo tiempo, Ortega publicaba, en la editorial mexicana Operación marte, la segunda edición aumentada de Latinos del sur (2017), con ilustraciones de Sebastián Franchini.
“Se empezó a escribir exactamente hace un año y medio -dice el poeta- y tuvo varios intentos fallidos de ser publicado, hasta que Vísceras Editorial se atrevió”. Es interesante porque si uno no sabe esto tiende a pensar que Amantes presagia el clima que se instaló en Chile desde el 18 de octubre, el de que algo olía mal, el de que algo se había roto.
Si Amantes de cartón puede ser leído políticamente, es en un sentido que debe precisarse, porque no es una proclama, ni el discurso de una conciencia preclara, sino una historia de amor y desamor. Si la desilusión amorosa se puede convertir en la desilusión y la rabia de una enorme mayoría en Chile, es a través de una maquinaria que instala el poeta desde el inicio, y cuya clave es el cartón, ese material en apariencia tan poco “poético”.
Para lograrlo el poemario ofrece un relato, algo que Ortega sabe hacer porque es también un excelente narrador. Las voces que despliega echan mano a recursos poéticos reconocibles, pero también al lenguaje de la calle, y en ese contrapunto el libro tiene muchos aciertos.
Pero recorramos el relato. Los dos primeros poemas pintan el escenario a través de una primera persona del singular. En “El ojo de Santiago” la ciudad “contaminada de humo” contamina con desamor a los amantes. En el poema siguiente el país de cartón tiene su geografía, su aeropuerto, su “palacio de gobierno”, su bandera, su familia feliz, “¿será que también son de cartón?”. Luego entra en escena un nosotros, que es complicidad y fiesta entre los amantes:
solo contando las horas / del día y de la noche / y de esa parte del día que no existe, / ni existirá / pero que nosotros / amantes honestos / inventamos para estirar el goce, / el placer de la truculencia; / bastaba que cerraran las puertas / para que empezara la fiesta, / nuestra fiesta.
(Nuestra truculencia, p. 19)
Hacia la mitad del libro se anuncia la descomposición: “La preocupación por el futuro nos mató”. Y luego el poema que da nombre al libro, escrito en tercera persona del plural: “Amantes de cartón / lloran en cada esquina / discuten el pronóstico del tiempo, Santiago no los ayuda”. Otra vez la ciudad, la misma del inicio, la que recorrieron los amantes, resulta un obstáculo para el amor. A ese poema sigue otro en tercera persona del singular, que cierra esa pausa en mitad del libro.
La separación es inminente, el nosotros se parte en un tu y yo: “El sol nunca desaparece en Huérfanos / yo lo sabía / y tú también, / lo habíamos conversado / en los primeros tiempos”. En “Dos mil ciento noventa”, el poema más largo del libro, esa distancia se agranda, la voz del poeta es más nítida y establece un diálogo imposible con la (ex)amada en un ascensor de la Torre Titanium, una referencia concreta a Santiago pero también un símbolo del crecimiento económico chileno.
Cierran el libro un poema en tercera persona del plural “Tanto color”, que publicamos con esta reseña, y “De cartón corrugado” un mensaje para la amante de cartón desde un nosotros definitivamente roto, que es coartada de un yo sarcástico y desgarrado: “Éramos de cartón, mi amor,/ pero de cartón corrugado; / nuestro amor no servía / ni para hacer una caja”.
La metáfora del cartón como una chantada, como algo de mala calidad, de mentira, se extiende por todo el libro. Que Chile arde desde el 18 de octubre de 2019 no puede ser noticia para nadie, pero después de leer Amantes de cartón tenemos pistas de por qué el tinglado del “país modelo” se incendió tan rápido. ¿Qué vendrá después?
Tanto color
Expertos en ser embusteros,
profetas de un entusiasmo oxidado,
no necesitaban mucho para colapsar,
solo un par de problemas,
nada ajeno a la clase media chilena,
a la que llenaban de loas
y a la que pertenecían sin esfuerzo,
los dos tenían que cruzar
un montón de comunas apagadas
para agarrarse a besos.
Gloria al italiano con mayo casera,
a la porción de papas,
al vaso de bebida,
todo por luca y media,
a turnarse la cerveza de litro
antes de irse para la casa.
Tanto color en la preproducción
de los encuentros afectuosos,
en el rodaje caliente, también,
¡todo el color en el rodaje!
y después
todo el color en los descansos
de ese montaje visceral
con las conversaciones editadas,
esfuerzo por el blablá perfecto
sobre una cama radiante y tan amplia
como las ganas de la primera parte.
Tanto color por la arquitectura de Santiago,
tanto color por establecer el rol del Estado
tanto color por defender a la presidenta,
cuando estaban con los pijes,
tanto color por lapidarla,
cuando estaban con los que…
nunca quedan mal con nadie,
tanto color por el futuro de la educación chilena
tanto color por la renuncia de Bielsa
tanto color por el Nobel a Nicanor Parra,
tanto color por el alza de pasajes a Valparaíso.
Tanto color por defender la música
de las tardes, noches y amanecidas,
color por el unplugged de Julieta Venegas,
color por el Festival de Viña,
color por escuchar 2022 de Fother Muckers,
(cada vez que se pegaban la desconocida),
color por ir a ver películas en blanco y negro,
color por apuntar con el dedo
a los que necesitaban auto para ir a la playa
a los de la mesa de al lado
que demoraron tres horas en chantarse un beso,
a los que te macheteaban sin estilo,
a los que necesitaban plata
para resolver lo que a nosotros nos sobraba.
Y tanto color por tanto tiempo
para terminar peleando
en una estación de metro,
mientras la gente se quería matar
por entrar a un vagón.
Y que esa escena miserable,
despojada de todo el color,
sea la última vez en la vida
de los amantes de cartón.
(Amantes de cartón de Víctor H. Ortega, pp. 36-38.)