
Foto sin datos de autor. Fuente: ARTendal
Los cuentos de Enrique Ilera
Si se comparte que, como expresó Ángel Rama en su célebre Cien años de raros (Arca, 1966), con Isidore Ducasse se inaugura en nuestra literatura una “línea secreta” de narradores de singular potencia imaginativa, bien puede pensarse que Enrique Ilera cuenta con sobradas credenciales para pertenecer a ella. Nacido en Montevideo en 1935 y fallecido en Santa Lucía en 2017, Ilera alcanzó a publicar un único libro (una gran parte de su producción permanece inédita). Amante de la psiquiatría y del surrealismo, se ganó la vida como músico, viajando por distintas partes del mundo como contrabajista de jazz y ejerciendo la docencia. En la contratapa de Desdoblamientos y traslaciones (Montevideo, Banda Oriental, 1989), el autor señala: “Mis antecedentes son cinematográficos, más que literarios. Fundamentalmente Fellini y Buñuel, con la importante influencia de mi compañera, Susana. Estos cuentos, escritos durante los últimos diez años, nunca habían sido publicados hasta hoy, ni siquiera en publicaciones periódicas”.
La narrativa de este cultor oriental de lo fantástico se ha mantenido hasta el momento en los márgenes de los panoramas e historias de la literatura nacional. En la introducción a una antología de narradores jóvenes titulada La cara oculta de la luna (Montevideo, Linardi y Risso, 1996, p. 18), la crítica Carina Blixen alude de forma fugaz al autor, inscribiéndolo –junto con Desmesura de los zoológicos, de Ricardo Prieto- en una vertiente narrativa que tiende a la exploración del asco. Este registro indaga los alcances no realistas de la literatura, con relatos que presentan un carácter siniestro y por momentos surreal. Los escenarios son sórdidos, y hay una marcada predilección por personajes estrafalarios, de origen popular, que habitan una realidad que se resquebraja y entorna las puertas de la imaginación que permanecían clausuradas. Cada nuevo cuento arriesga desdoblamientos hacia mundos truculentos o de pesadilla que, en no pocas ocasiones, resuelven sus conflictos de manera trágica (secuela, tal vez, de la admiración que Ilera profesó a lo largo de su vida por Horacio Quiroga, según expresa en una entrevista inédita, realizada por José Carlos Ferraro y Santiago Percal en 2007 en Santa Lucía).
Sus narraciones configuran un paradigma de realidad que admite todo tipo de transgresiones: aparición de seres extraños (“Quién es quién o el jurado de las achataculos”), animación de objetos y cosificación de lo viviente (“El respetable público”), desapariciones (“Mi perra y mi abuela”) y cruce de umbrales (“Carnaval”). Se explota al máximo el juego de lo visible y lo invisible, las alteraciones de los tiempos y los espacios, las metamorfosis y la irrupción de lo sobrenatural. Las criaturas de Desdoblamientos y traslaciones tienen siempre un pie en el plano de lo desconocido, y la más mínima maniobra los instala en una dimensión de contornos inciertos.
Lo Lleno, lo Hueco
En “Mi perra y mi abuela”, el narrador elabora una “teoría” sobre las leyes que rigen el universo (si se quiere, también, una teoría sobre la propia idea de lo que es la ficción), y que bien puede aplicarse a una porción importante de los 19 cuentos que conforman el libro: “El hombre es un fabricante nato de universos, por eso las cosas se pueden pensar de varios modos: en Hueco o en Lleno”. Su abuela, que tiene el don o el castigo de desaparecer, pertenece al “modo” de Lo Hueco; ella “se repliega a lo intangible; manotea a ciegas en el hueco límite de lo concebible. Es una oruga prendida apenas de una rama a punto de caer; o una medusa en la orilla de la playa que, a veces empujada por las olas puede morir en la arena, o bien ser rescatada por el final de otras olas que la devuelvan al mar”. A su vez, su perra Chuca, que “es un ser íntegro, lleno de realidad”, es del orden de “Lo Lleno”. En un extraño punto medio, el personaje principal es “testigo” cada mañana de dos fenómenos conectados por un hilo invisible: por un lado, “las evaporaciones de la anciana” que vive en el altillo; por el otro, la aparición de distintos objetos encontrados por la perra (mitades de tijeras, timbres de bicicleta, lámparas quemadas, trampas para ratones).
“Mi perra y mi abuela” es la puesta en escena de un oscilar constante entre dos universos, con límites sin determinar que a veces conducen a “nudosos desenlaces”. Se exaspera el alcance de lo fantástico, al volverse “comunicable” aquello que no se debe tocar o al superponerse esferas que deberían permanecer separadas (o a una distancia prudencial). Al final del relato, el protagonista toma la firme decisión de no pensar más en esos fenómenos que tienen lugar en “esta cosa rara que llamamos vida”, pues “no nos encontramos capacitados para resolver detalles que, de cualquier manera, al ser desenterrados traerían a su vez aparejadas otras interrogantes”. Sin embargo, el relato articula una última guiñada de complicidad con tintes cortazarianos hacia el mundo de lo irreal: “ustedes no se imaginan qué extraña impresión causa ver cagar a una perra una mariposa viva que segundos antes se había tragado”.
Traslaciones hacia la muerte
“Carnaval”, el relato que inaugura el libro, genera un fuerte efecto de realidad mediante la descripción del comienzo. En un cuarto de pensión prostibulera, un hombre que parece salido de una novela de Onetti (al estilo de Eladio Linacero) tiene la voluntad de morir. “Era una angustia cabal y concreta a la que debía vencer si deseaba realmente abandonar la existencia”, dice el narrador. El procedimiento también es típicamente onettiano: en la introducción “algo” de lo cotidiano se desacomoda, los detalles concretos que son costumbre (la barba de tres mañanas, los graznidos de las gaviotas, el olor a mugre) se vuelven de repente ajenos: se prepara un salto de irrealidad. Evitando la salida realista del suicidio, el pasaje hacia la muerte se articula en Ilera mediante una típica traslación fantástica.
Se trata de una narrativa llena de umbrales y ritos extraños. En este caso, el personaje muere sencillamente porque se lo propone. Luego de la minuciosa descripción del comienzo y las referencias concretas (a la calle Ituzaingó, por ejemplo), se da la transgresión: “ya muerto, volvió a abrir los ojos”. El entorno se transfigura: el bulín ahora huele a flores, las moscas desaparecen y dejan en su lugar pétalos muy pequeñísimos y de variadísimos colores, el perro de la pieza de al lado canta una célebre despedida de Araca la Cana. Ilera invierte la frase popular: es la muerte la que, en realidad, es un carnaval. En su flamante condición de muerto, el protagonista asiste a una realidad de ensoñación y esperpento, entre máscaras y disfraces.
Es una mirada que, si se quiere, tiene alguna proximidad con la de Felipe Polleri, que apenas un año más tarde va a publicar la novela Carnaval. Ilera comparte con este escritor la visión derrotada de la vida, la atracción por personajes arruinados y los toques neoexpresionistas de una realidad que se deforma. Pero a diferencia de los personajes de Felipe Polleri que están locos, los de Ilera habitan su diario vivir expuestos a lo insólito y en constante estado de extrañeza.
Hace un cuarto de siglo, el crítico argentino Noé Jitrik abría un ciclo de conferencias en Buenos Aires hablando de escrituras “atípicas”. Son, explicaba, expresiones de ruptura que “residen en el sistema literario como tumores enquistados, como indigeribles o inasimilables manifestaciones de rechazo o como existencias paralelas de cuya validez y valor crítico respecto del sistema literario solo tienen conocimiento quienes no se satisfacen con la mera aceptación de lo consagrado” (Atípicos en la literatura latinoamericana, Buenos Aires, Oficina de Publicaciones del C.B.C., 1996). El caso de Enrique Ilera se corresponde en verdad con el de una existencia paralela. Más que un escritor de culto, su presencia en nuestra literatura se parece más a la de un visitante nocturno que, como sucede en uno de sus relatos, emite ruiditos insólitos y aterradores que alteran la existencia de aquellos capaces de escucharlos.