Fotografía de Aaron Colussi
He llegado a pensar que la fragilidad de los seres humanos es el gran tema de la historia del cine. Desde Chaplin cuidando a un niño huérfano en The Kid (1921) hasta una familia “cuidando” la casa de otra familia en Parasite (2019). Ver nuestra fragilidad ante la gran o pequeña pantalla nos afecta en demasía. Y de eso afloran las emociones, las reflexiones, las discusiones. No sé si todas las películas provocan aquello. Tampoco sé si de esto depende que haya buenas o malas películas. Lo único que tengo claro es que las que me afectan no las olvido tan fácilmente.
¿En qué momento la fragilidad se convirtió en una variante para pensar el cine? Pienso en la respuesta a esta pregunta y me doy cuenta de que la sensación estuvo siempre, solo que el paso de los años ha afianzado la idea con más fuerza. O, también, el punto al que hemos llegado las sociedades en este tiempo no me deja ignorar la idea de la fragilidad.
Nomadland (2020), la película de Chloé Zhao que se estrenará en las próximas semanas, es una gran reflexión sobre la debilidad de un mundo que se instaló hace ya un buen rato. Un mundo en que los adultos mayores deben renunciar a vivir en una casa y salir a buscar su suerte de ciudad en ciudad para sobrevivir. Nómades de la sobrevivencia. Trabajan ordenando las compras de clientes ansiosos en Amazon, solo por un tiempo, para pasar a trabajar haciendo aseo en locales de comida rápida, solo por un tiempo, porque a la larga se han resignado a esta nueva forma de vida, que es así. En la vida de los nómades del siglo XXI no hay tiempo para quejas.
Cuando terminé de ver Nomadland no me interesó mucho que la película sonara como candidata en los próximos Oscar ni que se hablara del gran personaje de Frances McDormand; que sí que lo es. Mi primera reflexión fue saber que esta realidad que muestra la película ocurre hace mucho tiempo en Chile y en toda América Latina, sin la particularidad del nomadismo, pero creo que a estas alturas no se puede descartar. Me acordé de cuando me subí a un colectivo en Peñaflor y conversé con el conductor, partiendo por esa típica pregunta que inicia todo: “¿qué tal el trabajo?” Risas más, risas menos, la frase demoledora de ese trayecto fue: “trabajo más ahora que soy viejo que cuando era joven”. El señor me dijo que tenía 78 años. Nomadland me hizo recordar también a la profesora de música, jubilada, que tocaba la flauta en la Estación Central de Santiago y a la que alguna vez el millonario Leonardo Farkas le regaló un millón de pesos. ¿Qué será de ella?
La película de Chloé Zhao no es lastimera ni busca la lágrima fácil. Más bien, creo que su mayor virtud radica en mostrar un mundo de mierda, pero asumido por sus personajes. Y hasta en este mundo, el que también vivimos los espectadores, hay tiempo para el ocio, para conversaciones insignificantes, para escuchar música, para compartir historias del pasado. Zhao mezcla a Frances McDormand con algunos nómades reales, personas que comparten su sobrevivencia en esta película que, pese a todos sus guiños documentales, no renuncia a ser una ficción y a darle a la ficción esta categoría de exploración en la fragilidad humana. Esta exploración parece ser una búsqueda recurrente de Zhao.
La cineasta nacida en Pekín en 1982 ya había tenido esta inclinación por los personajes frágiles en sus dos películas anteriores: Songs My Brothers Taught Me (2015) y The Rider (2017). En esta última, cuenta la historia de un jinete de rodeos en Dakota del Sur, que después de un grave accidente tendrá que enfrentarse a la posibilidad de dejar de montar caballos, algo que es parte fundamental de su vida y que lo ha tenido muy cerca de la muerte. Lo real da pie a la ficción también en The Rider. Chloé Zhao no solo se basó en la historia de un jinete real, sino que fue él mismo, Brady Jandreau, quien protagonizó la película junto a su hermana, su padre y sus amigos.
A veces la fragilidad en el cine es sobre unos pocos personajes que nos hacen pensar en nuestras propios miedos y deseos, como en The Rider. Pero hay otros casos en que las películas nos muestran historias en la que personajes y espectadores somos la fragilidad misma y nos vemos enfrentados a una forma de vida salvaje y a un capitalismo que no da tregua y que acelera el paso del tiempo. Me parece que Nomadland es una de ellas.

En una entrevista reciente que dio al diario El País de España, la periodista Jessica Bruder, autora del libro en el que se basó la película de Chloé Zhao, contaba el impacto que tuvo al conocer la historia de uno de los nómades que trabajaba en Amazon, en la época en que reporteaba el nomadismo en Estados Unidos. “Cuando me lo imaginé realizando el trabajo que hacíamos, que implicaba hacer miles de sentadillas y estiramientos para acceder a diferentes estantes de mercancías durante un turno de diez horas, se me rompió el corazón”.
En la misma entrevista, supe que Amazon recibe un subsidio por contratar a personas mayores y que tiene en sus instalaciones expendedores gratuitos de ibuprofeno. Cada vez que veo una película en que me enfrento a la fragilidad de los seres humanos, me acuerdo del profético tango «Cambalache», escrito por el argentino Enrique Santos Discépolo en 1934. Lo escucho ahora, como tantas veces, mientras cierro esta crónica: “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil también”.