Me gusta pensar en la figura de quienes se dedican a la traducción, como algo mucho más que adaptadores de frases, ideas y palabras pragmáticas, que trasladan estas de un idioma a otro. Me gusta pensar en traductores que se detienen en el sonido de las palabras, en el color de las imágenes formadas por las descripciones de historias, de momentos, de pequeños gestos propios de cada lenguaje. El español latinoamericano es tan especial, me la paso diciendo yo. Seguramente lo mismo dicen los japoneses, los italianos y los alemanes de sus respectivas lenguas. Estoy convencido de que los seres humanos tenemos críticas feroces hacia nuestros idiomas, pero terminamos siempre valorando el apego que tenemos al lenguaje, nuestro lenguaje.
En estos últimos meses, he participado activamente de los procesos de traducción de mi libro de cuentos Elogio del Maracanazo, escrito en un español muy chileno en 2013, que tal como una pintura mezclada en una ferretería, va camino al portugués (de Brasil) y al italiano. Han sido reuniones virtuales de las que, para mí sorpresa, he aprendido más del propio español chileno que de estas dos lenguas cercanas. Me he preguntado si podría considerar esto como una ingenuidad de mi parte. Y la verdad es que no. Mis pequeñas aspiraciones no son convertirme en un experto del portugués o el italiano, sino en pensar el español chileno y sus posibilidades para el futuro. Hago esta declaración de principios, independiente del placer y la nostalgia que siento desde niño, al escuchar a la dupla de Al Bano y Romina Power y a Paralamas.
Antes de iniciar esta aventura de traslaciones literarias, lo primero que hice fue leer e investigar sobre textos traducidos y adaptaciones de localismos. Leer apuntes de Juan Villoro, Megan McDowell y Roberto Fontanarrosa han sido para mí bibliografía para el momento y para la posteridad, de esas que se releen como mantras creativos.
Las conclusões o conclusioni han sido las siguientes. Uno: traductores son autores, tan autores como el autor original. De hecho, ambos comparten el mismo problema, o “la misma soledad”, diría Villoro. Dos: la búsqueda de soluciones de los traductores tiene bastante poesía, asociada a una rebeldía, que a veces no llega a buen puerto, pero el gesto es valioso. La rebeldía en estos casos es casi siempre contra esa fuerza tan divina como terrestre; el editor. Tres: agradezco que los traductores en su intención autoral se permitan licencias, se permitan el humor para invitar a los lectores de estas nuevas adaptaciones a jugar. Nunca está de más.
En relación a esto último, me ha llamado mucho la atención como Megan McDowell, traductora especializada en textos chilenos, se ha transformado en una defensora de la palabra “huevón”, al ponerla tal cual en adaptaciones de libros al inglés, lo que me parece muy preciso y lúdico. Más allá de que por una cuestión sonora la palabra real, en la literatura y en la vida, debiera ser “hueón”, sin la V. La ausencia de esa V para mí es una cuestión política a estas alturas, sobre todo considerando el momento actual que vive Chile.
Luego de toda esta pesquisa de referentes, le di largas vueltas a una pregunta, previo al proceso de interacción con los traductores. ¿Qué es lo más importante de los cuentos de mi libro en su origen chileno? (La respuesta a esta inquietud ha ido cambiando desde la primera vez que el libro se publicó). ¿Las palabrotas tan típicamente chilenas? No y eso que hay muchas. ¿Los lugares tan específicos de la ciudad o el pueblo donde ocurren las historias? Me duele, pero no, tampoco. ¿Los hitos, mínimos o grandilocuentes, que aparecen referenciados en algunos de los textos como telón de fondo? Tampoco. La pregunta o, más bien, la reflexión a modo de cuestionamiento que hice fue la siguiente: ¿podrán estas historias traspasar del español chileno a otros idiomas la idea de cobijo, según yo, tan latinoamericana, presente en estos cuentos?
Aquí, me detengo para manifestar que me gusta pensar también en que los traductores tienen esa difícil tarea de pensar su oficio en pos del texto. Porque, aunque yo insista en que la reflexión anterior es la que me mueve como autor respecto a los cuentos, ellas y ellos también deben sacar sus conclusiones. Y para un libro como este, donde hay una matriz de doble filo, el fútbol, como telón de fondo, no queda más que confiar en si el texto podrá transmitir ese cobijo latinoamericano, pese a que para la traductora italiana Sara Caceffo, el fútbol no sea algo tan relevante. En este sentido, cada reunión con ella ha sido para mí una revelación, por el vínculo que ha ido generando con las tramas y los personajes.
El caso de la dupla de traductores para la versión brasilera, Rebeca Lisita y César Zárate, es un poco distinto. El fútbol para ellos es algo más cotidiano, por lo que los descubrimientos en el proceso de traducción han sido para confirmar los parentescos de la chilenidad con la brasileridad. Me he acordado de ese cliché que dice que chilenos y brasileros han tenido históricamente buenas relaciones. Salvo por el fútbol, claro está.
Al final, entre medio de las disputas con el editor, para saber si conviene mantener o no los “Cachai” y los “Hueón” en un libro brasilero, han aparecido otras dos ideas que no olvidaré de este poético proceso de traducción, que nunca imaginé vivirlo hace unos años. Primero, estoy convencido de que la frase de León Tolstoi: “describe tu aldea y serás universal” es un manifiesto de la literatura, incluso intergaláctica. Segundo, creo que el nombre de los traductores debe estar en la tapa de los libros, aunque para algunos eso sea poco estético. Sobre todo cuando no son traductores por encargo, sino de aquellos comprometidos con esa búsqueda literaria del cobijo (latinoamericano).
