Lo que sigue es una reflexión a partir del diálogo con el periodista Emanuel Bremermann (El Observador) en relación a la discusión que provocó una columna de Charles M. Blow (The New York Times), publicada el 7 de marzo pasado. Los detalles están en la nota de Bremermann, interesantísima por cierto, en la que recoge opiniones de Richard Danta, profesor de semiótica en la Universidad Católica del Uruguay, de la periodista española Ana Merino y mías.
Los hechos pueden resumirse así: se publica la columna de Blow en la que afirma que el personaje Pepe Le Pew normalizó la cultura de la violación, se enciende la mecha en las redes sociales, Warner decide sacar una escena de la película, que estrenará en julio, en la que aparece el zorrillo acosador.
Digamos todo: me tiene sin cuidado lo que Warner haga para vender más entradas. Lo que si me parece importante es poder generar algo de sentido entre las miles de discusiones que se dan a diario en relación a revisar productos culturales del pasado desde nuestra posición en el presente. No voy a meterme ahora en el tema de la “cancelación”, que también se mezcla en las discusiones públicas, porque tiene aristas que me gustaría discutir en otro texto.
Quiero llamar la atención sobre el hecho de pasarse todo el 8 de marzo discutiendo esto, al mismo tiempo que los feminismos lanzan sus reivindicaciones en el Día Internacional de la Mujer. Es un asunto que no es menor porque todo este lío corre el eje de la discusión del 8M y aparecen los discursos de la “dictadura” o la “caza de brujas” de la corrección política y la mar en coche. Uno no sabe bien qué es lo que se discute cuando se llega a este punto.
¿Dónde se está desarrollando esa dictadura? ¿Quiénes son sus ejecutantes? ¿Mandan a los artistas a Siberia? ¿Se hacen hogueras en alguna parte del mundo? ¿Hay desaparición forzada, prisión política o violación sistemática de los derechos humanos? Está bien, es política, y parece que cualquier discurso es válido para ganarle al adversario. Pero hay metáforas que, en el Río de la Plata, duelen más que otras.
Una de las primeras preguntas que me hago es si los y las artistas tienen motivos para preocuparse por la libertad de expresión. Y creo que sí, si las empresas que compran su fuerza de trabajo empiezan a guiarse por las discusiones en las redes sociales para tomar decisiones respecto a los contenidos que ofrecen. Incluso las que decidan basar su popularidad y sus éxitos de venta en la “incorrección política”. Hay una amenaza importante para los y las artistas, y también para el público, en el complejo cada vez más concentrado y convergente de la industria cultural y las tecnologías de la información y la comunicación.
Porque el eje de la discusión está ahí y no en las luchas de los distintos colectivos de la sociedad civil que pujan por una sociedad democrática en la que no se reproduzcan estereotipos, no se promueva la violencia, ni se generen representaciones ofensivas. Creo que si hay un arte político que hacer hoy, el diálogo con la sociedad civil es mucho más productivo que atrincherarse en la defensa de una libertad de expresión abstracta, que muchas veces suena a excusa para proteger algunos privilegios.
Por otro lado, los y las artistas tienen mucho para ganar con las reivindicaciones de los colectivos, porque ellos buscan ampliar la esfera pública, porque quieren transformar las sociedades, hacernos más libres a todxs. Es falso que quieran promover, en términos generales, una caza de brujas. Basta ver toda la creatividad artística que se pone en juego en cada una de las acciones que proponen. Porque también es cierto que hay artistas en todos esos movimientos que no solamente ponen su cara en las campañas publicitarias, son militantes y caminan a la par.
El otro asunto que quisiera plantear es urgente: tenemos que negarnos a cualquier intento de prohibir o modificar obras artísticas del pasado. Y al mismo tiempo tenemos todo el derecho a interpretar el pasado desde el hoy. Es más, tenemos la necesidad de hacerlo. Pero tenemos que mirar al arte del pasado “directo a los ojos”, sin esforzarnos por justificarlo o denigrarlo. Si la preocupación es la educación de niños, niñas y adolescentes, pues miremos la televisión con ellos, enseñemos en nuestros salones sobre los cuerpos racializados o cosificados que aparecen continuamente en la literatura uruguaya. Pero de ningún modo aceptemos que está bien maquillar el pasado para que nos guste cómo se ve el cadáver aquí y ahora. Esa no es una opción.
Por último, creo que es imperioso un debate profundo de nuestro concepto de libertad de expresión. Desde siempre ha habido discursos de odio y acciones acordes, pero en las condiciones de producción actuales algunos discursos ampliaron su capacidad de erosionar la convivencia: los que niegan el Holocausto o los crímenes de lesa humanidad en la dictadura, o los que promueven el odio hacia distintos grupos humanos. Hay en ellos una verdadera y muy concreta amenaza a la democracia.