Soledad Castro Lazaroff
i.
El otoño tocó y le abrí la puerta.
Su luz garbosa entró con elegancia,
endulzó el aire tibio su fragancia,
la seducción de una nostalgia cierta.
Como duda que insiste y desconcierta
fue despiadado en su perseverancia,
me llevó hasta el asombro de la infancia,
al primer amarillo de mi huerta.
Encandilada, lo pensé tan tierno
cuando empezaron a caer las hojas…
Así de vulnerable, ¡era aún más bello!
Pero él no supo amar sus paradojas.
De orgullo huyó fugaz, como un destello,
dejándome otra vez en pleno invierno.
ii.
Salgo del mar del sueño, la mañana está hambrienta
y al compás prefiguro mis ritmos habituales:
los mismos movimientos, sonidos y rituales,
coreografía que bailo casi sin darme cuenta.
Chifla el agua caliente, el pancito me tienta,
friego platos y vasos, cerámicas, metales,
ciertos muebles y brillos se me antojan postales,
fragmentos de una vida ordenada y contenta.
De pronto hay algo extraño, se cuela en un segundo,
algo veloz, muy simple, como una lagartija
y aunque intento guardar la calma y la armonía
ya me llené de imágenes de otra yo en otro mundo
con el soplo de abismo que entró por la rendija.
La puntada en el pecho durará todo el día.
iii.
De tanto encierro la casa se había
vuelto una mezcla absurda, incomprensible,
portland y huesos, un nudo imposible,
y era su piel eso que revestía
los caños, las goteras, conseguía
que cualquier grieta fuera imperceptible,
aguantaba la luz como un fusible
de carne seca que nada sentía.
De pronto, un tironcito en el cabello
que no le duele: algo en esa ternura
la despega del muro y al oído
él sabe hablarle un verso antiguo y bello.
Ya despierta, se mira el cuerpo herido:
allí otra vez su sangre, espesa, oscura.
iv.
Te escribo desde lejos, como en medio
del mar, de las montañas o la guerra,
te escribo desde el fondo de la tierra
que habita en mí, solemne, sin remedio,
te escribo contra el miedo, contra el tedio,
contra la realidad que nos encierra,
con mordida de fiera que se emperra
por salir de la ausencia, de su asedio.
Te escribo para proponerte un juego,
entrevero animal de antigua llama
que con versos enciende nuestra historia.
Te escribo y no te queda escapatoria:
mis palabras te arrastran a la cama.
Y no hay dios ni vergüenza. Sólo fuego.
v.
Y ahora que me viste, jugaste en mi rayuela,
¿será mi honestidad un pozo de agua estanca?
¿nos traerá la tregua de una bandera blanca,
de una paz de algún orden, como sea, aunque duela?
¿Qué se hace con el cuerpo cuando habla y se rebela?
¿Con el cielo de tiza cuando se desbarranca?
¿Con esa fe de infancia que insiste, vieja y franca,
en seguir dando saltos sobre tierra que vuela?
Yo qué sé. No sé nada. Líneas como raíces
y vos, que me mostraste que el patio sigue abierto
para nuestro recreo, que siempre está esperando.
Ojalá que los sueños, entre las cicatrices,
armen un cielo nuevo, y en tanto suelo incierto
busquen otra piedrita para seguir jugando.
