Reseña del libro Piedra, papel o tijera, de Hugo Achugar (Córdoba: Eduvim, 2020).
Un libro que se propone como un juego, que invita a quien lee a hacerse consciente de su posición, a situarse y arriesgar para intentar el diálogo: abrir la mano o cerrar la mano, tratar de adivinar qué va a pasar para decidir cómo colocarse. Leer a Achugar como un acto de reposicionamiento, de reconocerse “in situ” (“In situ”, el lugar donde uno está, modifica, condiciona, construye, flecha el discurso”. pág. 93.); leerlo desde mi lugar de feminista en este Montevideo del 2020 y, siguiendo sus términos, considerarlo parte de mi biblioteca, establecer con su escritura una filiación, porque sus ideas de los noventa aparecieron, para muchas de nosotras, como una fisura posible ahí en el muro donde no había nada y hasta hoy resultan interpelantes para ciertos debates que estamos transitando dentro del movimiento social. Pero también leerlo con placer, con inocencia, disfrutando los vaivenes de un pensamiento hilo que baila y serpentea hasta lograr que se vuelva difícil ejercer resistencia.
Piedra, papel o tijera incluye ensayos publicados durante los últimos veinticinco años, algunos textos inéditos y otros escritos especialmente para el libro. La introducción, situada en el presente, dispone el tablero y explicita las reglas: “un juego para dar batallas, pero también como una forma de leer el mundo; un mundo que el ser humano ha construido con piedra y papel en las bibliotecas históricas y que ahora construye alimentando la “nube” – o nueva biblioteca- que la tijera digital va acumulando.” (pág. 18). La tijera se propone como imagen constructora, ordenadora de los relatos y memorias a los que tenemos acceso; es eso que establece un corte y define qué se almacena y qué se borra o silencia en la dinámica del ejercicio del poder: “el poder y el control de los significados es, ha sido y sigue siendo la gran batalla, la madre de todas las batallas” (pág. 21). Así, las ideas de Achugar se ovillan y desenrollan, obstinadas; desafían la tijera del tiempo y el olvido y vuelven a pelear por su lugar en la plaza pública, la tradicional y la virtual. Porque si hay algo para reconocerle a estos ensayos -en época de papers y otras infecciones- es la generosidad en el uso del lenguaje, la obsesión por sostener un intento de acercamiento a la verdad que no tema apelar a la función poética de la escritura.
Después de la introducción, el libro se divide en tres partes organizadas por el autor a partir de algunas de sus ideas recurrentes y los núcleos conceptuales que ha revisitado a lo largo del tiempo. Lo interesante es eso que, en analogía con la práctica cinematográfica, podemos llamar un “nuevo montaje” del mismo material. Esa manera otra de ordenar un cuerpo textual de tantos años permite a Achugar generar capas nuevas de significación; vuelve a exponer su subjetividad para convertirnos en voyeurs y mostrarnos, astuto, su lectura de sí mismo. Sostener la honestidad en las reflexiones sobre su propio pensamiento implica, en ciertos momentos, una valoración autorreferencial no demasiado elegante; de todos modos, el ejercicio le permite contextualizar la mirada e incidir desde una posición precisa, situada, en discusiones urgentes como la de la pandemia que estamos viviendo, por poner un ejemplo. Habilitarnos para que leamos con él, a su lado, también es dejarnos ver un costado resignado, hasta tierno: percibimos entre líneas la desazón del intelectual que, de alguna manera, está pasando raya debajo de su obra, organizándola de un modo casi definitivo.
El primer apartado, llamado Nación, memoria y otras bibliotecas, condensa el aporte de Achugar acerca de “las bibliotecas o paradigmas teóricos, la nación y un tema crucial y presente en prácticamente todos mis ensayos: la memoria o memorias” (pág. 270). Para quienes conocemos su trabajo, en la lectura se suceden ideas que ya forman parte de nuestro entramado cotidiano de discusión; la sensación es la de asistir al registro de ese primer descubrimiento, el inicio de un despertar personal y colectivo a las dinámicas históricas y políticas que rigen, en nuestro sur del sur, la relación entre colonialidad, legitimación del conocimiento y construcción del estado-nación. Aún así, no deja de resultar incómodo y desafiante volver a leer en alguien que pertenece – y representa, ¿a su pesar?- al ámbito académico, frases como “La experiencia de lo estético no tiene una sola fuente”, o “La antigua sagrada biblioteca era racista, machista, heterosexista, elitista y populista y si había libros que no lo fueran se los leía con ojo racista, machista, etcétera y etcétera.” ( pág. 39).
En el campo de la crítica, la docencia o la militancia, todavía nos cuesta muchísimo renunciar a la variable de “calidad” como única biblia a defender, o renunciar al canon sin culpa a la hora de enseñar; nos cuesta reconocer que hay una ciudad tecnológica, audiovisual e informática que le ha ganado un montón de territorio a la ciudad letrada, y que urge reflexionar acerca de qué hacemos con esa realidad; nos cuesta evaluar las políticas culturales abandonando la diferenciación clásica entre lo “culto” y lo “popular”, habilitando nuevas complejidades en esa frontera; nos parece poco necesario (¿terraja?) tomar en cuenta los condicionamientos de clase y de género o apelar a la territorialidad para discutir la vasta función material y simbólica de lo artístico.
Pero hay también, y particularmente en el texto llamado Ensayo sobre la nación a comienzos del siglo XXI, núcleos de pensamiento que renuevan su potencia porque abordan de manera crítica lo que supone, por ejemplo, el sometimiento colectivo al control higienista que la pandemia ha traído aparejado. Uno de esos núcleos tiene como tema la muerte y resurrección del estado-nación. Frente a la afirmación de que la globalización nos ha hecho ingresar “al reino de lo posnacional y al período de la posnación”(pág. 112) – ¿deberíamos ceder a la tentación de decir que el Uruguay no existe? – el autor propone que, si bien el proyecto decimonónico del estado-nación ha entrado en crisis, las respuestas higienistas que se han implementado frente a las variadas plagas y pestes del presente constituyen un renacer de lo nacional, un palimpsesto en el que se escribe una nueva síntesis de lo nacional-global. “El estado parece encontrar, entonces, una nueva función. Una función quizás no totalmente nueva, pero sí renovada por la amenaza exterior. Una amenaza constituida ya no por soldados enemigos ni tampoco por ideas enemigas sino por algo más terrible: un enemigo invisible, un enemigo ancestral, un enemigo que permite – además y por si fuera poco- como siempre sucede con los enemigos exteriores, superar los conflictos internos y realinear las encontradas facciones internas en torno a la defensa del territorio nacional.”(pág. 113).
Es interesante considerar que hay algo en el pasado colonial que resulta funcional al nuevo orden; lo nacional y lo no nacional, lo nacional y lo global, pueden no ser condiciones mutuamente excluyentes. El terror a lo extranjero, a la enfermedad, a lo desconocido, deriva en un fortalecimiento de las fronteras y en la necesidad de articular lo nacional como una “territorialización particular del capital” (Saskia Sassen en Achugar, pág. 114), en la que el encierro y la discriminación se presentan como una manera deseable de protección frente a la amenaza de lo que viene de afuera.
A su vez, la discusión acerca del estado-nación trae aparejada la reflexión sobre la memoria, sobre los olvidos sistemáticos que parecen reeditarse una y otra vez para la elaboración común de la idea de “patria”. Para Achugar, el desafío más grande para el campo intelectual continúa siendo “la elaboración de un relato histórico nacional que presuponga, a la vez, una memoria democrática” (pág. 92). La disputa por la recuperación de esos otros pasados que van más allá de ese pasado oficial, hegemónico, que aun configura la mayor parte de la memoria pública, se encuentra a la vista: es la que llevan adelante con desesperación los transfeminismos, los colectivos antirracistas, incluso los movimientos antiespecistas. En Piedra, papel o tijera, la utopía de la memoria democrática “significa tener presente el pensamiento que el rabino Israel Baal Shem Tov legara en el siglo XVIII y que desde el epígrafe ha regido estas páginas. ‘En el recordar está la redención’” (pág. 92).
En el siguiente apartado del libro, llamado Espacios inciertos. El otro y sus balbuceos, se agrupan textos vinculados a la realidad concreta de ensayar un cuerpo de pensamiento situado en los márgenes de lo que Achugar llama “Commonwealth teórico”. En el ensayo Leones, cazadores e historiadores. A propósito de las políticas de la memoria y del conocimiento, el escritor vuelve a poner en duda los criterios en torno a la producción de conocimiento que definen las relaciones entre centro y periferia: ¿a qué intereses responden las características que el centro adjudica a la periferia a la hora de delimitarla y estudiarla? Esa pregunta suena asustadoramente vigente. La noción de “balbuceo” continúa resultando, en este punto, clarificadora y luminosa: “el balbuceo es nuestro orgullo, nuestro capital cultural, nuestro discurso “queer”. El orgullo de aquellos raros que, supuestamente, no tienen boca (…). Un discurso de intemperie” (pág 129).
La defensa de un pensamiento orejano, capaz de buscar sus propias referencias de origen, se vuelve imperante frente al interés de la academia del norte por designar y definir “lo latinoamericano” sin tomar en cuenta el concepto básico de heterogeneidad: “El marco teórico de los estudios poscoloniales que intenta construir un supuesto nuevo lugar desde donde leer y dar cuenta de América Latina no solo no toma en consideración toda una memoria (o un conjunto polémico de memorias) y una (o múltiples) tradición de lectura, sino que además aspira a presentarse como algo distinto de lo realizado en nuestra América” (pág 195). Asistir a la recuperación obstinada que Achugar hace de Martí, de Darío, de Rodó o de Fernández Retamar y la libertad con la que recurre a ellos para citarlos o desmentirlos es, de algún modo, aliviador; vuelve a proponernos un método de pertenencia, de filiación, que no responda al Commonwealth teórico ni a una política partidaria invadida de pragmatismo tecnocrático, prácticamente ciega a sus linajes locales pero siempre fiel al mercado global del conocimiento.
Finalmente, la última parte del libro se llama Variorum. Pasados y futuros, e incluye los cuatro textos más recientes del autor. Es particularmente conmovedor el último, escrito en 2017 y referido a la muerte de José Enrique Rodó en Palermo, Italia, en 1917. Achugar se aboca al Diario de Salud que llevaba el escritor de Ariel antes de morir y lo aborda con especial delicadeza, dejando en evidencia su entrenamiento como lector, la intensidad con la que es capaz de reinterpretar los detalles de la escritura ajena. Asistir a ese procedimiento tiene algo de maravilloso: cada anotación, cada palabra, es descubierta como si se tratara de un secreto, y el devenir de la reflexión sobre la muerte de Rodó parece metaforizar ciertas incertidumbres de Achugar sobre lo que sucederá con su propio pensamiento.
De modo subrepticio, tal vez este ensayo constituya una forma de preguntarse si, en la prefiguración filosófica que su corpus teórico ha realizado del futuro, hay alguna posibilidad de trascendencia. En ese sentido, resulta angustiante percibir el temor a la inteligencia artificial que atraviesa el libro, aunque también resuena el vaivén de tantas preguntas sin respuesta que dan cuenta, finalmente, de una profunda conciencia de lo impredecible: “es de esperar que el tsunami tecnológico y el sanitario nos permita repensarnos y abrirnos a lo no pensado, a los cisnes negros o verdes que nos van a seguir cambiando nuestras frágiles certezas” (pág. 23).
Texto publicado originalmente en la revista Sic en diciembre de 2020 (Año X, Número 27). El libro de Hugo Achugar fue publicado en Argentina y puede conseguirse en librerías en Uruguay (distribuye Gussi)