«Las cosas que perdimos en el fuego», diría sobre este relato -¿o crónica?-, Mariana Enríquez. O tal vez lo titularía: «Los peligros de fumar en la cama», aunque no sería del todo acertado porque en esta ocasión la brasa del cigarrillo no lastimó una cama, ni una casa, ni a una persona, sino a un árbol. Y por qué no decirlo desde un principio, no solo lo lastimó, sino que no tuvo piedad con su existencia.

Dicen que fue un cigarrillo mal apagado, una brasa perdida a los pies del árbol que el pueblo entero alguna vez creyó eterno. Digo dicen porque sobre los eventos perdidos de los pueblos muchas veces no se sabe con certeza qué pasó, pero se divulga fácilmente de boca en boca: «parece que se incendió el árbol del indio»; «dicen que se incendió». Que se incendió es cierto, según el diario del pueblo, el 27 de diciembre al mediodía, se incendió el mítico árbol del indio del Cementerio Evangélico de Nueva Helvecia. Qué manera acalorada de terminar el año.

Pocos saben de la historia del árbol del indio por fuera del pueblo, y digo pocos para no decir nadie. Me resultaría insultante que nadie conociera su historia. Quizás por eso escribo esto, para que el mito no se encierre en sí mismo, para que no tema escapar el portón del cementerio; para saber quién fue Feliciano, el cacique de los Andes, y por qué entristece que un árbol descolocado en medio de un cementerio se incendie.

El árbol del indio en el Cementerio Evangélico. Foto sin datos de autor. Fuente: Congregación Evangélica Nueva Helvecia, Uruguay.

El día del Patrimonio era algo a esperar con un poco de ansias en el liceo. La profesora de geografía, acompañada por un grupo de profesores, se lo tomaba tan en serio que cada día del Patrimonio era una salida distinta: recorrer queserías, recorrer los hoteles en bicicleta. Siempre pedía que, en grupos de pocas personas, estudiáramos alguno de los lugares que visitaríamos. En tercer año, en el recorrido de los hoteles, me acuerdo que elegí investigar un poco sobre el Tiro Suizo, pero no viene al caso. Fue en segundo año que hicimos el recorrido de los inmigrantes. Consistió en seguir, no tan lealmente como quisiéramos, los pasos que dieron los inmigrantes suizo-alemanes cuando llegaron a estos pedazos de tierra inhabitados. No llegamos a ir a la estación, pero empezamos en el Movimiento Nuevas Generaciones y, porque queda cruzando la calle, la Plaza de los Fundadores.

Cada grupito iba exponiendo lo que había investigado: el año en que se colocó la estatua de los Fundadores, quién la hizo, qué significa, cuándo inició el Movimiento Nuevas Generaciones y demás. Luego de ahí, hicimos un recorrido bastante largo para lo que son las distancias del pueblo, hasta llegar a una tríada de lugares que fueron importantes en su fundación: lo que ahora es el Hogar Frauenverein, el Cementerio Evangélico y la Iglesia Evangélica. Uno atrás del otro –o al costado, en realidad–. El terreno del actual Hogar Frauenverein fue puesto a disposición de la Sociedad de Auxilios Frauenverein por la Congregación Evangélica. Allí se trataba a los enfermos y se instruía a la juventud en la organización doméstica y la educación social y religiosa. Luego se integraron una sección de maternidad y otra que era el Hogar de Ancianos. Al día de hoy solo queda lo último.

Sin embargo, no nos convocan la Plaza ni el Hogar. Al lado del Hogar, un poco escondido al fondo, está el Cementerio Evangélico. Es un cementerio pulcro, con el silencio eterno que permite caminar entre los muertos. Es un cementerio en el que da placer dar vueltas y vueltas sin parar. No es un cementerio grande, pero es suficiente.

En el Cementerio Evangélico hay un muerto especial, sobre todo porque su tumba está, como quien dice, «descolocada». Se trata de la tumba del cacique Feliciano Corepa. La leyenda cuenta que el cacique llegó a estas tierras desde los Andes en las primeras décadas de 1800, acompañando a un grupo de ingleses. Vivía en una estancia junto a sus patrones y otros trabajadores, y se ganó la confianza y el respeto de todos gracias a su conocimiento y habilidades.

Su final no es triste ni trágico. Es un final como muchos. Falleció el 24 de febrero de 1874. Sus patrones decidieron sepultarlo en un lugar que tuviera relevancia: el cementerio de la Congregación Evangélica de la Colonia Suiza.

Se dice que Feliciano, el cacique de los Andes, llevaba siempre semillas en el bolsillo de la camisa. Se dice que fue enterrado con esa misma camisa y que dentro seguían las semillas guardadas. De esas semillas creció un árbol. Un árbol que, como quien dice, parece «descolocado» en medio de las tumbas que descansan en su pulcritud. El árbol, que muchos llaman «el árbol de Feliciano Corepa, cacique de los Andes», es más conocido como «el árbol del indio».

Como en todos lados, a las leyendas las acompañan más leyendas. La voz popular, esa que baila de boca en boca, decía que, si uno apoyaba la oreja contra el tronco del árbol, podía escuchar al cacique de los Andes. La clase entera se tomó su turno para apoyar la oreja en el tronco y escuchar. Las ganas de escuchar al cacique eran más grandes que las ganas de darse cuenta que es una leyenda nada más. Algunos se dieron vuelta decepcionados, otros que ya sabían que no iban a escuchar nada, apoyaron la oreja igual. Nadie dijo nada. Nadie quiso matar la leyenda. Nadie quiso aniquilar al cacique. Si no se desmentía, entonces el cacique podría seguir siendo escuchado por el resto.

A través de las cámaras del cementerio observaron que fue todo a raíz de un cigarrillo mal apagado. Entre la brasa del cigarro y las altas temperaturas, el árbol de Feliciano Corepa, cacique de los Andes, o el árbol del indio, ardió el mediodía del lunes 27 de diciembre. No lo sepultó por completo, aún se erige con la fuerza que le queda, parte del tronco. Ahí yace aún la semilla que el cacique Feliciano Corepa llevaba en el bolsillo, aunque quizás, ya no se lo escuche cuando se apoya la oreja.