No sé si existe la inspiración, pero a mí me resulta con Agnès Varda. Eso le respondí a un estudiante que me hizo la pregunta difícil hace unos años. Hay gente a la que le funcionará mirando las hojas de un árbol en un día nublado, escuchando música clásica en la madrugada, leyendo poemas malditos en una casa en la playa. Lo mío fue más simple: cuando era un veinteañero que estudiaba cine, vi el documental Los espigadores y la espigadora (2000) y quise ser cineasta. Pero hacer cine se hizo imposible, así que me acerqué a la literatura. Vi el documental Daguerréotypes (1975) y quise escribir de inmediato sobre el barrio Brasil de Santiago de Chile, de la misma forma que ella mostraba su barrio en la calle Daguerre, en París.

Agnès Varda falleció el 29 de marzo de 2019 a los 90 años. Aunque nunca la conocí, siento su ausencia con nostalgia cada cierto tiempo. Alguna vez intenté entrevistarla, en español y por teléfono (¡qué osadía!), pero eso tampoco resultó. Suelo tener la necesidad de conversar de primera fuente con quienes crean con maestría.

No todos quienes se dedican a hacer cine tienen ese poder de ser maestros. Hay varias películas geniales, pero pocos maestros. Como muchos, me formé como cinéfilo con Martin Scorsese y Francis Ford Coppola. Me deslumbré con Taxi Driver (1976) y El padrino (1972) y vuelvo a ellas cuando es necesario. Sin embargo, a los italoamericanos solo los admiré. No prendieron ese motor creativo en mí como lo hizo Varda. Estoy convencido de que hay una cuestión de recursos económicos que impidió la conexión.

En Los espigadores y la espigadora hay una escena en que la realizadora francobelgase graba con una pequeña cámara digital sus manos. Y juega con ellas atrapando camiones en una ruta francesa. Y juega con la tapa del lente de la cámara. Y muestra sus manos arrugadas por el paso del tiempo. Fue la primera vez que vi algo así en el cine. Ese gesto mínimo, lúdico, tal vez espontáneo, me sacó de la solemnidad de las grandes cámaras y los grandes estudios de los otros connotados cineastas a los que solo podía admirar.

Fotogramas de Los espigadores y la espigadora (2000)

Agnès Varda es una maestra porque invita a crear en cada uno de sus proyectos fílmicos, independiente de si son documentales o ficciones de corta o larga duración. Me gusta pensar en sus películas como proyectos duraderos y difíciles de etiquetar, que están mutando y evolucionando todo el tiempo.

El cine y la literatura son dos disciplinas que están llenas de reglas. De temores por no atender a los clásicos, de esnobismo por el acervo individual que hay que tener en cuenta antes de crear y, por supuesto, de gente que pone frenos. Varda le da una relevancia suprema a la intuición y al juego. Ahí puede estar la clave de que su cine sea único.

En 1995, cuando la cinematografía celebraba 100 años de vida, Varda hizo Las cien y una noches, una fábula sobre Simon Cinéma (interpretado por Michel Piccoli). Simon Cinéma es el cine y es una persona de carne y hueso. Y es amigo de Marcello Mastroianni. Y vive en una mansión. Y a esa mansión llegan Robert de Niro y Catherine Deneuve. Una locura. La propia Agnès Varda habría declarado que fue una película fallida, pero a estas alturas poco importa. Cuando queramos conocer el espíritu de aquellos años en que el cine estuvo de cumpleaños, es probable que esta película sea un punto de acceso.

Siempre he pensado que los cineastas más virtuosos de la historia, son aquellos que pudieron y pueden hacer películas con grandes montos de dinero, pero también en contextos más precarios. Dicho más claro, cuando se habla de grandes realizadores que solo hacen películas en Estados Unidos, para mí son eso. Muy buenos, pero en Estados Unidos, en ese nivel de producción, con ese estándar, con esas reglas. Steven Spielberg es quizás el mejor ejemplo. Indudable su categoría, pero en ese tipo de cine. ¿Cómo sería una producción de Spielberg, con presupuesto acotado, en Chile, en Uruguay o en Perú?

Para mí es mucho más valioso el caso de Luis Buñuel, admirado con pasión por Agnès Varda. El director hispano y nacionalizado mexicano hizo películas pequeñas y grandes en países como España, México y Francia e incluso un par de filmes coproducidos entre México y Estados Unidos, hablados en inglés y con actores internacionales. Alguien podrá decir que a Spielberg no le interesa hacer cine fuera de su zona de confort. Y yo podré responder que es verdad, que no todos están dispuestos a saltarse las reglas y a tomar riesgos. Buñuel tomaba riesgos. Agnès Varda también.

Hay mucho por descubrir de la maestra Agnès Varda. Como suele suceder, desde su fallecimiento sus películas están más fáciles de ver y con subtítulos confiables. No es la idea de esta crónica, pero vaya qué difícil era conseguir sus DVD a mediados del 2000. Los cinéfilos sudamericanos tenemos una relación de amor y odio con los subtítulos en portuñol de ciertas ediciones brasileras. Aunque el premio del aprendizaje era mucho mayor. Era ver un documental que te marcaba y te motivaba a crear todo lo que siempre te dijeron que no se podía hacer. Ese premio dejaba atrás incluso las dudas idiomáticas.

En el año 2017, Varda dirigió y protagonizó junto al fotógrafo JR el documental Visages villages, un paseo por la Francia profunda, en que conocen a gente común y corriente, y les toman fotos para luego montarlas a gran escala. Hay un principio de curiosidad en esta película por las historias de estas personas anónimas y por explorar las relaciones sociales en tiempos de smartphone. Es un documental que debería mostrarse en todas las escuelas de Chile y el mundo. A menudo se dice que el cine no es la vida, pero que intenta serlo. Sobre Visages villages, me atrevo a decir que en él la vida puede resistir el paso del tiempo. Las fotos pegadas en los muros pueden desaparecer, pero el cine capturando esas fotos es lo más cercano a la inmortalidad. No es poco. Como dato cinéfilo, no se puede no mencionar que en ese entonces la directora recibió el Oscar honorífico a su trayectoria y una nominación al Oscar al mejor documental por Visages villages en el mismo año. Otra locura.

¿Por qué Agnès Varda?, me preguntaron y yo respondí. Aunque me quedé corto. Para hablar de ella hacen falta muchas páginas. Fue la única mujer en los tiempos de la nouvelle vague francesa. Sus vínculos con el feminismo datan desde los años sesenta y su gran clásico de esa época, Cleo de 5 a 7 (1962), merecería una aproximación especial en un texto aparte. De hecho, en Visages villages hay una cita directa a esta película, con un fotograma gigante pegado en un lugar efímero. Pareciera ser que todo el cine de Varda es un rechazo a eso que se hace por obligación en las películas según las reglas de la industria. Lo de ella no solo es saltarse las reglas, sino que también jugar con ellas. Sobre esto, en el Festival Internacional de Cine de Locarno 2014 declaró lo siguiente: “En los tiempos de la llamada nouvelle vague había otras mujeres rodando. Si no duraron no fue porque fueran mujeres, sino porque no eran tan ambiciosas y obstinadas como lo fui yo a la hora de experimentar”.

No sé si existe la inspiración y tampoco sé qué significa en concreto esta palabra. Lo único que podría decir al respecto, es que las películas de Agnès Varda me dejan con una sonrisa, con muchas ganas de escribir y con un deseo genuino de interactuar con el mundo.


Foto de encabezado: «Agnès Varda, un esprit enfantin, pétillant et créatif» de Albert Huber (Ver original)