De tanto ver películas yo quise hacer películas, pero no se pudo. Por plata. Por equipamiento. Por las distancias geográficas. Por mala suerte. Nada más ni nada menos que la vida misma.

Visto desde el ahora, creo que se debió a que el camino entre empezar y terminar se me hacía muy largo. Y la paciencia nunca fue una de mis virtudes. Ni antes ni ahora. El gusto por el caos y el fantasma de la dispersión me llevaron de un lugar a otro hasta que llegué a la literatura. Llegué allí por un camino especial. El de las historias a gran escala, en pantalla gigante, esa que cada vez es más chica, aunque igual me las arreglo para ver películas en grande y con un sonido que aplaste al de los agujeros vibrantes de un celular.

En ese ir y venir de una historia a otra, me encontré con Tomás Gutiérrez Alea, cuando lejos estaba yo de saber quién era, qué había hecho en el año 1968 y qué había hecho en 1976. Tampoco supe de sus hitos en 1960, 1962 y 1966. Distante me encontraba también de ser un espectador activo del cine cubano y, todavía más lejos, de ser un profesor que disfruta viendo todos los años Memorias del Subdesarrollo con sus estudiantes.

El primer encuentro con Gutiérrez Alea fue a través de un VHS de Fresa y Chocolate (codirigida en 1993 con Juan Carlos Tabío), encontrado en un rincón del extinto Blockbuster de Peñaflor, comuna a la que pertenece el pueblo donde yo vivía, a casi una hora de Santiago de Chile. Tomé el VHS del estante, influido por eso de ser “la primera película cubana nominada al Oscar”, y me lo llevé. El gancho de la estatuilla dorada puesta en un recuadro de la carátula funcionó a la perfección conmigo. Fui una presa fácil, como lo han sido millones de espectadores en el mundo, cuando se acercan a un filme no producido en Estados Unidos.

Me fui a mi casa con la película de la curiosidad. Y al verla, me encontré con una historia emotiva, personajes entrañables, humor (a la cubana), referencias literarias a José Lezama Lima y Ernest Hemingway, que no me decían mucho en ese tiempo, pero que años después me volaron la cabeza. Quizás lo más importante en ese momento fue entender la idea de crear una historia atada a una realidad. Esa realidad cubana, tan diferente a la chilena, pero parecida también en algunos puntos.

Ahora que lo pienso, puede que la mía sea la misma curiosidad del protagonista, David, que poco a poco va acercándose a una historia, la homosexualidad de Diego, un tipo que al principio le parece un raro. Sin embargo, al avanzar la trama, cree que este sí puede ser parte de la Revolución, pese a que su compañero de la facultad le dice que “la Revolución no entra por el culo”. En este diálogo, se resumen con nitidez los conceptos de discriminación e intolerancia que marcan toda la trama de Fresa y chocolate. Aunque estos nunca son más importantes que la honesta amistad de dos jóvenes cubanos que comienzan a conocer otro país en su mismo país.

Hasta esa fecha, no recuerdo haber visto una película con diálogos tan lúcidos. Se trata de una serie de conversas y más conversas en una sala de estar de un viejo departamento de La Habana. Esto es algo que cuando uno se acerca al cine como práctica, siempre te recomiendan no hacer. El exceso de diálogos en las escuelas de cine no se prohíbe, pero casi. “Es un error, hay que contar con imágenes”, te dicen. Pero en esta película está muy lejos de ser una mala decisión.

Luego de comprender, desde la volatilidad de mi adolescencia el concepto de Revolución —en el contexto social que muestra la película—, apareció otro: la Revelación. Eso fue lo que me pasó cuando de 1993 (año de Fresa y Chocolate), viajé hasta 1968, el año de Memorias del subdesarrollo.

Gutiérrez Alea dirige a la actriz cubana Daisy Granados en Memorias del subdesarrollo
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Fue una Revelación, porque como espectador ya un poco más curtido y ansioso de aprender a contar historias, asistí a la confirmación de que el orden y las estructuras podían pasarse por encima. Tomás Gutiérrez Alea desordena, fragmenta y juega con la película hasta llegar a un collage. Un collage atrevido que invita a hacer una radiografía sobre la Cuba de esos años y que atrapa al espectador al desplegar todos los recursos del lenguaje cinematográfico con los que se remece cualquier intento de desconcentración. La película genera una sacudida contraria al sello de calidad vinculado a lo clásico, al “había una vez”, al conflicto central entre dos personajes y, desde luego, al final feliz y resolutivo.

Haciendo una definición paradójica, Memorias del subdesarrollo es un caos ordenado y una imperfecta metodología del acumular y fragmentar la información de la historia que se cuenta.

El lenguaje precario con el que yo me refería al cine fue transformándose con el tiempo. Con la película de Gutiérrez Alea pude apreciar el resultado del montaje de corte directo, con situaciones ficticias y otras reales, y con el respaldo de imágenes documentales de la Cuba de la época. Todo esto para reforzar el estado mental de un personaje, Sergio, exquisito en su composición y un símbolo del rechazo al arquetipo de un protagonista convencional.

Para cuando descubrí La muerte de un burócrata, Las doce sillas e Historias de la Revolución, ya me consideraba un discípulo de Gutiérrez Alea. Sin embargo, seguía sin poder lanzarme al ejercicio escritural con la soltura de él, que haciendo un cameo en su propia película Memorias del subdesarrollo, hablaba relajado y convencido de que lo que estaba realizando era un collage.

La guinda de la torta para mí como espectador fue La última cena, cinta de época de Gutiérrez Alea protagonizada por el actor chileno Nelson Villagra, conocido por todo cinéfilo como el protagonista de El Chacal de Nahueltoro. Ambos filmes muestran con seguridad las dos mejores performances de su carrera. Además de generar un vínculo Chile-Cuba, hallazgo para mí y es probable que para muchos espectadores —dado por las circunstancias históricas y políticas—, la dictadura de Pinochet provoca el exilio de Nelson Villagra y Cuba fue el país que lo recibió.

Gutiérrez Alea junto al actor chileno Nelson Villagra en el rodaje de La última cena
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Hace unos años, las clases en la universidad pusieron en mis manos un ejemplar de Dialéctica del espectador (1983), el libro de Gutiérrez Alea donde no sólo cuestiona los objetivos de la creación cinematográfica, sino también el carácter del público. Es un libro que, cada vez estoy más convencido, debiera ser material de consulta fundamental para cualquier estudiante de cine o director emergente. Y también para los cinéfilos del mundo, que empiezan a sospechar que la mayoría de las películas que están en las carteleras son iguales y hay poco margen para la variedad.

Preparando clases también llegué a una frase maravillosa y compleja del cubano más importante del cine contemporáneo: “el guion del socialismo es excelente, pero la puesta en escena deja mucho que desear, y por lo tanto debe ser objeto de crítica”. Esta idea, aparecida en una entrevista dada por el director a Rebeca Chávez, en La Gaceta de Cuba, me hace pensar en el presente de varios países de Sudamérica. Tomás Gutiérrez Alea, además de ser un gran exponente del oficio del cine, era un tipo valiente, un hombre que no tenía miedo a ser fiel a sus principios, aunque eso le trajera problemas con la Revolución.

Hace poco me preguntaron cuáles eran mis principales influencias para escribir. Y siempre que me hacen esa pregunta, me quedo corto de escritoras y escritores, porque aunque a veces me quiera autoengañar, debo decir que el cine me ha influido más que cualquier libro al enfrentarme a la página en blanco. Esa influencia se la debo a Memorias del subdesarrollo (irónicamente basada en una novela). Fue la película que me enseñó que para contar una historia hay que alejarse de lo cómodo, de lo clásico, de los rótulos de género y de dar en el gusto a colegas y lectores.

A riesgo de la fragmentación como recurso narrativo que siempre tiene enemigos, es estimulante pensar en la escritura como el vaivén de cosas que se vienen a la cabeza al caminar por Santiago, por Montevideo o por La Habana. Nunca estuve en La Habana, pero la imaginación como una pantalla y el ojo como una cámara invitan a la fantasía del montaje. El montaje que cada cual tiene en su cabeza. Tomás Gutiérrez Alea hizo grandes películas y fue muy consciente de eso. En la entrevista antes citada, el realizador cubano también dijo: “El cine es manipular. Te da la posibilidad de manipular distintos aspectos de la realidad, crear nuevos significados, y es en ese juego que uno aprende lo que es el mundo”.

La literatura, para mí, es exactamente lo mismo.

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