Conocí a Gonzalo Leston en un encuentro organizado por el PNEC (Programa Nacional de Educación en Cárceles-MEC) para recibir al equipo educativo de la CUSAM (Centro Universitario San Martín). Habíamos escuchado diferentes puntos de vista sobre la educación en contextos de encierro: la mirada del personal penitenciario, la mirada de los docentes civiles, la mirada de personas que, presas, pudieron formarse y transformarse.

En uno de esos silencios incómodos ―de esos que gustan aparecer al final de estos encuentros― tomó la palabra un pibe de pelo largo con muy buena onda y nos dijo: «A mí la cárcel me cambió la vida. Me hizo valorar todo lo bueno que me rodeaba y que no era capaz de ver. A partir de esa experiencia escribí un libro que estoy por presentar, me gustaría que en algún momento lo leyeran».

Gonzalo estuvo preso en el Comcar. No fue mucho tiempo  ―si es posible hablar en términos de mucho y poco en este tipo de experiencias―, pero a Gonzalo no lo «chupó» el sistema. Logró salir y ahora está presentando este libro. Decir esto ya es decir mucho, pero en este caso no lo es.  Lo dicho yace en el interior de estas páginas donde la cárcel parece una alucinación o una pesadilla. Quizás, en la vida de Gonzalo, la cárcel sea esto.

A continuación presentamos fragmentos de su novela Cárcel de adentro, publicada por Ginko en julio de 2024.

XVII Requisa y gracias por el frío

Soñaba profundo, como una piedra, hasta que se escuchó como si se cayera una estantería o se tiraran todas las cosas en la celda de al lado. Fue a los días del cambio. Claro, todo empieza con ese sonido insoportable de la puerta de hierro contra el piso de losa y un «muy buenos días» que dice algo así:

—¡Arriba, arriba! ¡Mano contra la pared y a sacarse toda la ropa! ¡Vamos, vamos, vamos!

El resto se preparó casi con resignación, pero para mi hermano y yo era una experiencia nueva. Cuando se abrió la puerta, los coraceros, con la menor delicadeza posible, nos sacaron de la celda y comenzaron a darla vuelta literalmente con sus bastones y escudos. Tiraron ropa, colchones, cajas, artículos de cocina, mientras nosotros mirábamos el húmedo piso de la planchada completamente desnudos. Cuando terminó el revuelo, lo primero que quería era vestirme. Estar desnudo con las piernas separadas en una cárcel no es algo cómodo que digamos. Y, lento, se comenzó con la paciente tarea de volver cada cosa a su lugar.

Habrán sido dos minutos, a reventar. Después se sintieron las réplicas por todas las celdas, como un dominó cayendo pieza por pieza.

Las requisas antes de las fiestas son una fija, me enteré después. Se buscan cuchillos, drogas, escabio, celulares… Que no te agarren medio dormido como le pasó una vez al Rony. Cuando entraron, gritó con los ojos cerrados: «¡Bo, no me rompan los huevos!». El Da Vinci me contó que le dieron palo como en las Llamadas.

El calor era muy intenso, a eso se le sumó el desorden que había quedado en la celda. La cálida visita de los coraceros por el módulo había terminado. Los rayos de sol que atravesaban los barrotes del ventilador se movían como un reloj implacable que quemaba la piel.

—La peor estación del año pa tar preso e el verano,¿eh, Johny?

—Ma firme, Da Vinchi, e jodido el verano.

Ser cinco en la celda no era fácil. Si bien el ambiente no tenía nada que ver con la celda del Negro y el Albino, era un tema de espacio.

Hacinamiento + 35 ºC + falta de agua + feriados judiciales = no estaba ni ahí.

El invierno, nos contaba el Johny, es más como hibernar. Quehaceres mínimos, cocinar y de vuelta al sobre. Solo hay un inconveniente: los ventiladores no tienen vidrios y los barrotes, que tan bien aíslan la libertad, cumplen funciones despreciables con el viento, la lluvia y el frío.

La falta de agua comenzó antes de las fiestas. Era extraño, algunos decían que era adrede. Otros, que un caño estaba roto. De un momento a otro, las bolsas de nailon pasaron a ser de primera necesidad. En la cárcel no hay cisternas, se llena un bol de agua para eliminar los desechos sólidos. Si no hay agua, el inodoro se convierte en un banco o en un objeto de mármol siempre limpio, en el mejor de los casos. Conocí celdas que negaban la realidad y pensaban que el agua volvía al día siguiente, a todos nos pasó al principio.

En la noche o en el día, las explosiones de las bolsas contra el deshabitado patio denotaban el tamaño y la consistencia de las materias fecales expulsadas.

—Tirala pa el otro lado, Peralta, lejo de la celda.

—¡Paaa, Johny, los de la cuadrilla de limpieza se van a querer matar!

Un bol, la bolsa de nailon ajustada en los bordes, un poco de papel en el fondo para darle forma y rigidez, el residuo metabólico, un nudo y «¡Va bolsa!».

La gente se cagaba parada. Hasta en los ducheros, dos por tres, había una cagada de humano revoloteada por moscas. El fajinero ladraba iracundo cuando encontraba alguna.

—¡Caguen en bolsa, caguen en bolsa! ¿Quién fue el chupaverga que cagó en el duchero? ¡Que lo vaya a limpiar!

Convengamos que los ducheros eran similares a casas abandonadas, pero «de cualquier manera» los fajineros tenían que trapear el piso. Una vez dejé un short tirado para ir a las visitas y, de regreso, el Da Vinchi había descubierto mi canuto.

—Tené la plata acá, ¿eh, André? Dio mío, este se encanuta la bolsa, Johny —dijo sacando una bolsa arrugada del bolsillo de mi short.

Porque, sí, una bolsa en el momento indicado era poder.

Todos los días había que llenar unas treinta o cuarenta botellas de plástico, la mayoría de las veces con la celda trancada. Los fajineros y algunos sueltos exclusivamente para la tarea iban celda por celda con un balde de unos veinte litros pasando el agua a través del sapo. Llenaban pequeños táperes que nosotros sosteníamos del otro lado. Con eso luego llenábamos las botellas, todas de dos litros. Cuando salía agua y había visitas, estas eran llenadas metódicamente en las destruidas duchas. Hubo hurtos, a pesar de que se llevaba un estricto control numérico.

Cinco botellas para mojar la celda y limpiar.

Cinco para enjuagar.

Cuatro para cocinar.

Tres o cuatro para lavar ropa.

Tres o cuatro para tomar.

Tres para el meo.

Dos o tres por cabeza para bañarse.

Dos para el mate.

Una de reserva para lavarse la cara y los dientes al otro día.

Eso da un total de cuarenta y tres botellas, en un buen día.

—Si te dejá tar en cana te come lo piojo, André —se quejaba el Johny.

Principio del formulario

Reglas de etiqueta carcelaria

—Ah,¿conocían la cárcel lo hermano? —Asentimos— Ah, bueno, tonce ya saben un poco cómo e la cosa, saben que en la visita no se pueden mostrar la pierna ni andar de shor ni tampoco sacarse la camiseta. Cuando se agachen, tengan cuidado que no se le vea la raya del orto. Nunca miren a la visita de otro ni piropeen. No puteen tampoco. Siempre hay que bajar prolijo y afeitado.

En la cárcel tener barba está mal visto, es de pichi.

»Acá a la leche se le dice vaca; al azúcar, brillo; a la banana, potasio; al pan, marroco. Y a la gente acá no se le dice ni loco ni bo, si llamá a alguien decile amistá, pa que no haya confusione.

Un término neutral.

»Otra cosa, nunca dejen calzoncillo colgado en el ventilador a la hora de la visita, ademá se tapa y no se anda mirando pa afuera, lo pueden llegar a picar por lo de lo calzoncillo, acuérdense.

Nos transmitía genuinos consejos, parecía no tener malicia.

»Siempre si tiene cigarro o tabaco, pongan la mitá en una bolsa y guárdenla pa ustede, la otra mitá compártanla. Mitá por mitá. Le corresponde medio litro de vaca y do marroco en la mañana —Hizo una pausa como si recordara algo gracioso— Acá la gente vive descansando, si le tiran un zapato o agua, no se quemen, tampoco la pavada, pueden descansar también, pero mejor no quemarse. Ah, y cuando vayan a cagar pongan la frazada.

Nos indicó prender fuego un pedacito de papel para tapar el olor.

La celda era diminuta. Apareció un peludo por el boquete anunciando que ya habían empezado las visitas.

—¿Le explicaste todo, Chino?

—Sí, ya ta, creo que no hay ma nada.

El Chino nos prestó su espejo. Un minúsculo cuadradito de dos por dos centímetros. También nos alcanzaron una afeitadora azul doble hoja.

—Bajen bien afeitado y no vayan a cortarse.

Afeitarse no fue fácil. El miedo complicó un poco el asunto. La sangre nerviosa en el cuello y en la pera, el ardor, el temor y el temblor. Contagiarse, descubrirse la cara, el sida, la cárcel. Nos afeitamos, nos prestaron camisetas y unos pantalones.

—Yo también me corté —me dijo mi hermano a la pasada, sin darle mucha importancia.

Esa preocupación, por el momento, no era una prioridad.

XI Corta como visita de doctor

Me pegué un baño en las duchas junto a un pibito que minutos antes había estado descansando en nuestra celda. No durmiendo, sino jodiendo. Le había robado la almohada al Chino y tirado harina en la cara. Mientras caía el chorro de agua fría directo de la pared, me decía que tenía un celular y, que si quería llamar o mandar mensaje para afuera, estaba a las órdenes. Las duchas de la cárcel parecían vestuarios abandonados.

—E un pibito, yo le agarré aprecio, pero e un rompe huevo bárbaro —dijo el Chino cuando volví del baño y le comenté lo del celular.

Ya todos estaban vestidos con cierta formalidad para las visitas. Entretanto, algunos jugaban a las cartas en la planchada y otros practicaban a las espadas con cortes de madera.

Nos llamaron. Es un momento en el que todos están muy atentos y ansiosos.

—¿Lo hermano Rodríguez? —preguntó alguien.

—Gurise, tienen visita —nos dijo otro con gesto de apuro.

Pisamos con fuerza cada escalón de concreto. Los llaveros custodiaban con aire relajado la puerta del patio. Mi padre nos estaba esperando en un banco de material con paquetes y cara de agotamiento. El celeste de su uniforme de doctor me sobresaltó. Latidos en las sienes y miradas fugaces de algunos presentes me comenzaron a acechar. Nos abrazamos.

—Les traje comida y ropa —dijo revisando las bolsas y mirando para abajo para evitar contacto visual.

Palmeamos su espalda y le agradecimos.

—Estamos bien, tranquilo, papá. Con la gente todo bien, tranqui —dije, ya desgastados los dientes.

En ese punto levantó un poco sus ojos rojos. Luego de una breve charla y muestras de afecto, le dijimos lo más suave que pudimos:

—Bo, viejo, la próxima vez que vengas, no vengas vestido así, ¿sí? Está todo bien, vos tranquilo, pero acordate de que esto es una cárcel.

Era nuestro segundo día.

XXII Todo preso es político


El Quico era un pibe respetuoso y, en general, callado. Cuando hablaba decía un montón. Después de que el Peralta se fue en libertad, le dimos cabida una tarde de esas en que caían los nuevos por la planchada.

El Quico estuvo preso cinco años por rapiña. Una vida difícil difícil. Padre ausente, padrastro abusivo, a los quince años le robó el revólver y cuando estaba golpeando a la madre le pegó un tiro. Vagó en la calle de niño, durmió en las plazas de adolescente, estuvo preso en la vieja Colonia Berro. Un día, de mayor, cayó por rapiña y estuvo cinco años preso en el módulo.

—Yo me quemé con vaca y aprendí, a mí me gusta la libertá, amistá, yo no robo ma, vale mucho pa mí tar suelto —Se sentó en el piso junto al ventilador, agarró una pelusa de tabaco, una hojilla, le puso baba y siguió contando—: Despué de lo del tiro a mi padrastro no tuve ma casa, bah, tampoco e que tenía mucha casa ante. Amasando lentamente el tabaco y las palabras, el Quico me contaba que salía a pedir monedas a la avenida con sus hermanos y unos pibes del barrio, también a buscar comida a las panaderías.

—Mi vieja taba siempre mamada, mi padrastro igual y todavía la cagaba a palo. Un día mientra la cascaba le agarré el 22 y le pegué un tiro en el culo, por hijo puta —Prendió el tabaco y fumó una larga pitada. El Johny escuchaba de costado mientras hojeaba una revista. De repente la dejó y dijo: —Mi padrastro cobró cuando cumplí trece, le di una tunda con un palo que lo dejé de cama.

El Johny relataba casi la misma escena: padrastro alcohólico y violento, primero golpeaba a la madre y después al que se metiese. Barrio complicado, mendigando en la calle desde niño. Un pasado marginado que compartían también con el Da Vinchi, por eso se entendían tan bien.

—El Da Vinchi pasó la de Caín también, metimo estampita en lo bondi a cara e perro, ¿verdá, Da Vinchi? —El Da Vinchi asintió con seriedad mientras se cosía un pantalón— Con el Da Vinchi tamo en el ambiente desde chico, Quico, jalábamo nafta con die año ta dejarla blanca y nadie te venía a decir ni pío.

—Algún cachote pa que no te colgara y pasara la bolsa a lo demá —acotó sonriendo el Da Vinchi, aún cosiendo, sin mirar. —La peor mierda, ¿eh, Da Vinchi? A vece pintaba un culito de posirrán. —Deja, Johny, la pasta e un veneno y la merca e un veneno caro.

El Johny asintió. Después de unos segundos de silencio, frunció el entrecejo y siguió diciendo: —A mí la verdá no e que me guste robar en especial, pero ya soy un hombre grande pa que mi vieja me te dando de comer, ¿entendé? Lo primero día cuando salga, ta bueno, te da una fuerza, pero despué juntar cartón con un carro no me pinta — Agarró el mate y le dio una vuelta.

El Da Vinchi frenó la costura un segundo y levantó la cabeza. —Pa mí la que va, Johny, e hacer algo bien, ¿sacá? Un robo bien hecho, uno solo nomá, como pa poder encarar un puesto de feria. —No sé si paga la pena, Da Vinchi, tar tanto año en cana, ya son mucho año a la sombra.

—Pero e un viaje tar corte pichi con lo carro o cuidando coche, Johny. —La plata dulce caría lo diente —dijo el Quico.


Y diversos laberintos

El Quico ahora estaba preso de pura mala suerte nomás. Se había emborrachado después de trabajar una jornada en el puerto bajando cajones y, medio inconsciente, por impulso, se robó la radio de un auto y se quedó durmiendo adentro. Cuando se le fue la borrachera y se despertó, estaba en un calabozo. Una noche mientras veíamos la diminuta tele en blanco y negro volvimos al tema.

—Sí, sí, no entendía na —dijo el Quico desde su polifón. —Qué momento despertarte en un calabozo, ¿eh? —le dije. —So pajero, Quico, te mandaste la peor. —E lo que hay, Johny.

Veíamos una comedia argentina que pasaban bien tarde en la noche, no me acuerdo del nombre. Había una rubia que le gustaba al Johny. Solo el resplandor de la diminuta blanco y negro iluminaba la celda.

—Esa rubia e tremenda plancha, no le cabe na —dijo manso el Johny desde su polifón, acostado con los brazos atrás de la cabeza. El Da Vinchi discrepó.

—Bo, Johny, esa mina tiene toda la guita, la familia ta al aceite, mirá, viven en una mansión —argumentó el Da Vinchi señalando la minúscula tele. —Podé ser plancha igual, esa mina e alta plancha, no le cabe na —dijo el Johny con seguridad. Un minuto después agregó:

—Ademá, tambié podé ser chorro y tener guita, pensá en lo Peirano que se robaron un banco. —Sabelo, Johny, chorro de guante blanco.

No recuerdo mucho la trama de la comedia, pero sí que la madre de la rubia tenía una enfermedad mental y que la estaban por internar en un manicomio.

—Podé tener toda la guita del mundo, pero si no tené bien la cococha e como no tener na. —La salú e una bendición, Johny.

Las noches acostados mirando la tele invitaban a la reflexión. Ya casi entre sueños, el Johny seguía a su manera filosofando.

—Parece como si estuviéramo internado acá, ¿eh, gurise? —Mientras todos en silencio mirábamos la diminuta tele desde nuestros polifones. En verdad esos momentos de silencio e intimidad se sentían extraños.

Gonzalo Leston (Montevideo, 1983) vive campo adentro en el oeste de Lavalleja. Licenciado en Enfermería, es músico y actualmente se desempeña como profesor de guitarra. Participa activamente de la Red de Semillas Nativas y Criollas. Ha publicado cuentos y poesías en los libros Palabras en el camino y Cantorrodado, por dos años consecutivos (taller escritura El rincón 2016, 2017). Desde hace 5 años integra un proyecto agroecológico llamado Espacio Libélulas, en el que trabaja en bioconstrucción, autosustentabilidad, vínculos, arte y libertad.

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