Acaba de publicarse una columna del escritor y periodista Carlos Rehermann sobre el discurso de Tabaré Vázquez en su primer día de gobierno. No tengo ninguna intención de discutir sobre política partidaria con el ciudadano Rehermann, no tengo ninguna intención de hacer una defensa del gobierno, con el que siento afinidad y al cual voté en las últimas elecciones. Tampoco es un secreto para nadie que tuve un cargo de responsabilidad en la administración pasada, precisamente en la Dirección Nacional de Cultura. Pero preferiría dejar esa historia en el pasado y concentrarme en dos pasajes de este texto. Me interesa discutir algunas ideas confusas que se deslizan en la nota porque en el afán de criticar al gobierno, específicamente el discurso del mandatario el 1° de marzo por cadena nacional, el columnista entra en terrenos en los que me parece no pisa tierra firme. En el primer pasaje arremete contra la sociología y la antropología:
El problema es que a los sociólogos y antropólogos no les interesa el arte en tanto manifestación estética, sino la cultura en tanto construcción simbólica, y le da lo mismo una pintura de Tiziano que el símbolo que en Francia señala un local de venta de tabaco.
Este primer enunciado es falso. Buena parte de los esfuerzos de la sociología y la etnografía del arte están orientados a poder explicar la lógica social del arte, lo que hace posible su distinción de otros objetos en el mercado de bienes, las cuestiones relativas al proceso de autonomización del arte, entre otras. De ninguna manera estas disciplinas han contribuido a que todo sea lo mismo sino todo lo contrario, han ayudado a comprender el modo de acumulación del capital cultural y las reglas que rigen el mercado de bienes simbólicos, que muchas veces se distancian de las reglas del resto de las mercancías. Allí está buena parte de la obra de Pierre Bourdieu para demostrar lo que digo, pero el sociólogo francés es en verdad heredero de una tradición crítica que no empezó ni terminó con él. Tal vez el columnista se confunde con ciertas versiones de los estudios culturales, fundamentalmente la norteamericana, que efectivamente tienden a poner en el mismo nivel una pintura de Tiziano y un cartel señalizador, siguiendo la simplificación del escritor. Eso sin discutir el hecho de que en la construcción del arte como objeto de estudio legítimo para esas disciplinas cualquier comparación bien fundamentada tiene validez. Es por esa razón que puede ser posible comparar lo que en apariencia parece incomparable.
Luego, en ese mismo párrafo, el columnista arremete contra la industria
Exactamente lo mismo le sirve a la industria, especialmente cuando el arte se hace técnicamente reproducible. A la industria le conviene la desacralización del arte, de manera que desdibujar el término, convertirlo incluso en algo esnob, identificarlo luego con una simple producción simbólica, terminar con el valor artístico y reducir el juicio estético a una elección basada en un derecho al gusto o a la identidad de una minoría, manipulando de paso el concepto de estilo para que deje de identificar un período y pase a ser una serie de estilemas personales o tribales, sirve también a fines comerciales.
Es muy curiosa la forma en que se da vuelta el pensamiento de Benjamin sobre la desacralización del arte, porque el hombre veía en la pérdida del aura del arte un potencial emancipatorio, que podría acercar el arte al pueblo, aspiración que compartió con un sector importante de la vanguardia histórica, pero que luego hizo trizas el fracaso de la experiencia soviética en el arte (el realismo socialista como estética oficial) y el triunfo del capitalismo (el mercado). Pero el párrafo es difícil porque en medio de esto el columnista identifica la “desacralización del arte” con la pérdida del “valor artístico”, con la reducción del “juicio estético” y con la cuestión del “derecho al gusto o a la identidad de una minoría”. La verdad es que es difícil entender cómo este conjunto de problemas, en algún sentido muy distintos, están unidos en un mismo enunciado.
Pero quiero decir dos o tres cosas como para aclararme el panorama. La primera es que habría que analizar con cuidado el hecho de que el mercado opere igualando todas las mercancías, porque no está claro que un cuadro de Tiziano valga lo mismo que un litro de leche, en cierto sentido el mercado se beneficia de la distinción entre las mercancías, entonces no veo en qué lugar el mercado opera para desacralizar el arte. En segundo lugar me parece un exceso contraponer este problema de la supuesta disminución del “valor estético” y el “juicio estético” a los derechos de las personas. En otra parte de la nota los lectores podrán ver a qué apunta el columnista con esta cuestión, es uno de los ataques al gobierno que más le gusta hacer a él y a otros enemigos de la “corrección política” y la diversidad. Al parecer que las personas tengan derecho a participar de la vida cultural y que haya un sector de la política pública que se dedique a garantizar ese derecho, es la razón por la que se pierde el valor y el juicio artístico. A mi me parece que suena a queja por la pérdida de privilegios, pérdida por lo demás imaginaria porque el sector de la política pública que se dedica a garantizar este derecho del pueblo es ínfimo en relación a lo que se dedica a las artes. No voy a decir nada más en honor a lo que prometí al principio de estos párrafos. La actual administración decidirá si quiere contestar al columnista sobre este o cualquier otro punto del artículo.
Por último, hay otro pasaje que realmente me sorprendió y también por razones conceptuales. Es el pasaje en el que el escritor se queja del monto de los premios de literatura. He aquí los dos párrafos sobre los que quiero detenerme:
Los montos de los premios nacionales de literatura, por ejemplo, que ascienden a un máximo de 1800 dólares (1200 en el caso de los libros inéditos), ponen en evidencia el valor que le da el Estado a los libros producidos en el país. Un razonamiento básico permite ver lo ofensivamente bajo de esos montos. Digamos que una novela de 150 páginas fue escrita por un individuo con una gran capacidad de producción, algo así como una página por día. Seis meses de trabajo. Lo mínimo respetable sería pagarle al tipo, si es que gana el premio a la mejor obra del país, seis sueldos más o menos decorosos, más o menos unos 18.000 dólares, algo así como una retribución por el trabajo realizado. El Estado considera que debe pagarle 10 o 15 veces menos.
Uno no puede más que quedar desconcertado frente a este razonamiento. ¿Qué es lo que quiere el escritor? Sorprende el uso de términos como «compra», “producción”, “trabajo”, “salario”. ¿Es que lo que se pretende es ser un empleado del Estado? ¿reinstaurar el mecenazgo del príncipe? La clave del asunto está en confundir un premio, es decir, un estímulo, un reconocimiento del Estado, con un salario. Por esa razón los premios no pagan cargas sociales ni aportan a la seguridad social, el artista se lleva su premio enterito al bolsillo y a otra cosa. Esta conversación sobre lo pobre del salario tal vez podría instalarse en el escritorio del gerente de la editorial. El diálogo podría versar sobre quién se lleva la mayor parte del derecho de autor, sobre los contratos abusivos, sobre quién paga la seguridad social, los aportes patronales y otros tantos temas. También todo este ejercicio podría caer ante la pregunta de si el editor es un empleador y si publicar una novela es “trabajo dependiente”. Pero me parece que el escritor no quiere reflexionar sobre las condiciones de posibilidad de su actividad profesional sino criticar los magros dineros que el Estado uruguayo destina a premiar artistas. Legítimo pero incompleto. En fin tanto las palabras de nuestro presidente como esta columna tienen muchos puntos polémicos. Sobre lo que haga o no haga el gobierno me reservo de opinar ahora, en la medida en que todos los ciudadanos estamos expectantes de lo que se haga en estos cinco años. En mi caso muy especialmente en áreas como la educación, la cultura, la relación producción-medio ambiente y las políticas sociales. Ya veremos.