EnriqueAmorim

La obra de Enrique Amorim es imposible de abarcar  en un post, por la enorme diversidad de registros discursivos, géneros literarios y temas que abarcó en más de 40 títulos. Hoy quiero detenerme en uno de sus textos más importantes –La carreta (1932)– porque como artefacto literario muestra un paisaje humano fronterizo y una idea de frontera que me parecen muy interesantes para las teorías de la cultura.

La antropóloga Rita Laura Segato denomina formaciones nacionales de alteridad a “las formas de ser otro producidas por la historia local» vinculadas a “los procesos de otrificación, racialización y etnificación propios de la construcción de los Estados nacionales [que] emanan de una historia que transcurre dentro de [sus] confines, y al mismo tiempo plasma el paisaje geográfico y humano de cada país” (28). Las formaciones nacionales de alteridad: “no son otra cosa que representaciones hegemónicas de nación que producen realidades”, es decir, tienen una performatividad, hacen cosas con las palabras, en este caso, hacen humanos con las palabras.

Creo que el proyecto de Rita Segato invita a pensar de qué forma las ficciones sociales de Enrique Amorim aportan a estas formaciones nacionales de alteridad y en qué medida pueden contribuir a reproducir y/o deconstruir esas formaciones nacionales de alteridad. En sus distintas vertientes el realismo decimonónico, como proyecto narrativo y estético, buscó dar cuenta de una totalidad social a través de un conjunto de personajes que fueron planteados como tipos que representaban a las distintas clases y grupos sociales. De este modo el realismo puso en circulación modos de clasificación que aparecen en la sociedad y que permiten hablar de un contacto entre los modos de narrar/clasificar con la formación nacional de alteridad planteada por Segato. Porque en algunos casos estas narrativas realistas resultaron exitosas, reproducidas hegemónicamente por el Estado a través de sus políticas educativas y culturales, generalizándose en la sociedad y haciendo lo social al mismo tiempo. Esto parece válido para la narrativa social y regionalista dominante en el siglo XIX y comienzos del veinte en Latinoamérica. En este marco es que leo la obra de Enrique Amorim.

El escenario geográfico que Enrique Amorim pone en juego en algunos de sus cuentos y novelas es la frontera, una frontera norte, lindera con el Brasil, que no necesariamente está unida a referentes concretos. A veces ese territorio es difuso y no siempre se identifica con pueblos o ciudades reconocibles en la geografía de Uruguay. Este elemento, la imposibilidad de identificar un territorio real, o al menos de desdibujarlo, no es menor y en parte es lo que hace universales muchas de las narraciones de Amorim.

Tampoco es posible identificar un tiempo, aunque se podría pensar que es anterior a 1904, en la medida en que se hace referencia a un líder revolucionario, escondido en la frontera, del otro lado, en el capítulo XIII de La carreta. Pero ese tiempo difuso tampoco permite identificar cabalmente los enfrentamientos entre blancos y colorados. En ese escenario geográfico-histórico-imaginario Amorim despliega un paisaje humano de alteridades múltiples (contrabandistas, prostitutas, trabajadores rurales, entre otros) que no siempre están en conflicto con los representantes de la ley (el patrón, el comisario) y que constituyen una parte importante de sus ficciones.

Otro elemento no menor es la vinculación entre estética y política en la obra de Amorim. Su preocupación por “los de abajo” responde a un imperativo ético, a un interés por representar al pueblo. No es posible desligar un sector importante de la narrativa de Amorim y de su sensibilidad como artista, de su compromiso con el Partido Comunista del Uruguay, al que se afilió en 1947 y con el que simpatizó desde antes de su afiliación. Qué vino antes, si su sensibilidad social hacia los sectores populares o sus convicciones políticas es como la pregunta sobre el huevo o la gallina.

En la representación de ese paisaje humano es importante señalar la presencia de un lenguaje racializador en el narrador, que deposita su mirada en el color de las pieles, en los orígenes étnicos de los personajes. Esto es particularmente importante para el análisis de La carreta. Desfilan por La carreta negros brasileños, mulatos, cuarteronas, indios, un turco, mestizos, habitantes de distintas fronteras, en algunos casos portadores de saberes como los yuyos, el sacrificio de animales, los rituales. La carreta explora la violencia, la magia, la irracionalidad, la vida en los márgenes, en la frontera, esta exploración por los arrabales de la racionalidad burguesa y su composición formal como novela, en una secuencia de fragmentos, parece recoger aspectos de la vanguardia histórica.

La reflexión teórica contemporánea sobre la frontera no empezó hace muchos años, hasta 1990 las fronteras eran pensadas como límites, como cierres ante la “contaminación” de los migrantes, es decir, eran pensados desde el punto de vista policial del Estado-nación que se defendía de distintas amenazas. La obra de escritoras como Gloria Anzaldúa, desde la frontera México-Estados Unidos, abrió una reflexión teórica sobre la frontera como espacio intercultural, como espacio de intercambios, de entradas y salidas. Una producción literaria amplia, en México, en Uruguay, en muchos de los países latinoamericanos, existe antes de esta reflexión teórica y muestra estos espacios porosos que son las fronteras, sus habitantes, su lenguaje, sus conflictos.

En ese marco la obra de Enrique Amorim ocupa un lugar destacado. Muchos de sus relatos habitan la frontera. Cuando se produce la separación de las quitanderas, la frontera es esa “aventura hacia el norte” que emprenden las mujeres lideradas por Matacabayo y Secundina. Es también la frontera que Chiquiño quiere alcanzar para conseguir trabajo y asentarse con Leopoldina. Es el refugio que no alcanzan los revolucionarios cuando intentan zafar de las tropas oficiales.

Pero la frontera es también la presencia casi permanente de Brasil, del límite con Brasil, de esas dos quitanderas (Rosa y Leopoldina), esas mujeres que aportan cierto grado de exotismo. Brasil está en la presencia del contrabando con olor a rapadura, ticholo, tabaco y caninha, en la feria popular que se monta alrededor de un circo venido a menos.

Hay dos personajes de La carreta que me interesa destacar: El negro Paujúan (Capítulo V) y El indio Ita (Capítulo VI). En el caso de Paujúan el narrador lo describe así:

A pocos pasos de la pulpería, próximo a un rancho de totora, manipuleaba un par de gatos barcinos un personaje llamativo. Vestía camisa roja, bombacha azul y alegraba su cabeza de negro motudo un chambergo de paja, cuya ala estaba unida a la copa por un broche dorado descomunal. Se llamaba Paujuán – acoplamiento de los nombres Pablo y Juan. Con una carcajada de loco atraía a los habitantes de los ranchos que no concurrían al boliche. Brasileño el sujeto, explicaba en una jerga pintoresca la utilidad de los gatos. La concurrencia, mujeres y niños en su mayoría, se mostraba incrédula. Paujuán presentábales las carreras de gatos y hacía un formal desafío a los felinos de «La lechuza».

Hay dos elementos interesantes en la descripción de este «personaje llamativo». Por un lado la mirada sobre las características físicas (las motas del pelo) y sobre la vestimenta, que con la «carcajada de loco» configuran la representación típica de los sujetos populares en la cultura letrada. El otro elemento interesante es «la jerga pintoresca» que no es más que la presencia del portuñol, que hoy busca ser reconocido como patrimonio inmaterial de la humanidad y que ya tiene una importante producción literaria. Amorim muestra esta realidad lingüística aunque no la deja pasar al plano de la lengua del narrador, queda siempre en la boca de Paujúan.

El otro personaje, el indio Ita es la expresión de la barbarie, del salvaje, cuando tiene relaciones sexuales con su mujer recién muerta. Pero Amorim no se detiene solamente en eso y también lo representa «con toda la fuerza de su raza», dice el narrador, cuando debe enfrentar ese duro momento. Ese sujeto aparece como un yuyero, curandero, portador de un saber que lo hace ser reconocido en esa región fronteriza.

En estas dos representaciones hay una cierta perspectiva paternalista, deudora en parte de las categorías raciales coloniales, pero a su vez hay un artefacto literario que muestra una frontera imposible de ver desde la capital-puerto. Un paisaje humano habitado por prostitutas, maricas, afrodescendientes, curanderos, peones, contrabandistas. Sobre ellos pone la mirada el narrador de Amorim, en tercera persona, tomando distancia pero sin juzgarlos.

En un cuento publicado en el diario El popular, que Rama recoge en su antología de Amorim, “Milonga me llaman” (en 1958) el autor construye la voz de un subalterno, un artista popular, y lo pone a hablar con sus propias palabras. Esto constituye un cambio respecto a La carreta y a toda la obra de Amorim. Un cambio que se da al final de su vida, el escritor muere en 1960, que implica empezar a experimentar con la primera persona, desviándose de la estética realista más tradicional. Allí está la novela La desembocadura (1958), en la que Amorim plasma esta novedad formal con mayor fuerza. En «Milonga me llaman» se concentran aquellos rasgos de la cultura popular de La carreta (el cuerpo, la risa, la exageración) que ganan espesor y contenido crítico al formularse en primera persona.

Un amigo de Amorim, decía que un clásico no era un libro con tales o cuáles características, sino “un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. Esta definición de Borges comprende la la obra de Amorim, que invita a ser leída por nuestras urgencias presentes con fervor y con lealtad.