A mi me parecía que le pegaban más de derecha que de izquierda (10 a 5, ganó la derecha). Al final tenía razón. Pero el chiste no importa, porque le pegan por derecha y le pegan por izquierda. Así está el artista cuando pide libertad. Le dan para que tenga.
Cuando llegué al Subte para ver la muestra colectiva Perfiles políticos sabía que estaba la obra “Ambidiestra” de Anaclara Talento. A medida que me iba internando en la sala XL, empecé a escuchar una música familiar. Era la versión corta del himno nacional, la banda sonora de los actos patrios en el patio de la escuela. Al fondo, en una habitación negra, una pantalla me enfrenta a la imagen de Anaclara Talento. Fundido en negro. Empieza otra vez el himno. Aparece ella. Cuando canta el coro y luego el solista, aparece la letra de Francisco Acuña de Figueroa como si se tratara de un karaoke o un video clip con traducción simultánea. Pero no. Es la letra del himno, a secas. El lenguaje neoclásico, con el que fueron imaginadas casi todas las naciones de América Latina en las primeras décadas del siglo XIX, y el lenguaje audiovisual contemporáneo. Una mezcla extraña.
Uno está obligado a ver la obra de parado, como si se tratara de un acto escolar, como si repitiera ese ritual que actualiza nuestra fidelidad a la nación, los lazos de camaradería horizontal, la pertenencia a un “nosotros”. Pero el ritual se corta. Cada vez que la palabra “libertad” debe aparecer en la pantalla Anaclara Talento es abofeteada por una mano anónima. ¿De quién es esa mano? ¿Somos nosotros? ¿Los buenos ciudadanos? ¿Los partidos políticos? ¿El patriarcado? ¿Quién carajo le pega a Anaclara Talento?
Nunca vemos en la pantalla la palabra “libertad”, en su lugar, entre corchetes, casi simultáneamente, se nos anuncia qué mano dará el golpe. Durante los cuatro minutos y pico que dura la versión corta del himno nacional, la artista es abofeteada. Somos cómplices de la impunidad con la que se la golpea. Porque es la propia Anaclara Talento la que aparece en el video. Ya vendrán las reflexiones sobre el artista como tema del arte contemporáneo o sobre la asfixiante atmósfera represiva en la que viven los artistas en los Estados-nación.
Pero no voy a ser yo. Mi cabecita se fue con Benedict Anderson porque el hombre define a las naciones como artefactos culturales, como comunidades políticas que se imaginan a sí mismas como limitadas y soberanas. Y agrega que aunque sean un artefacto, como una novela o una obra de arte, eso no quiere decir que sean falsas o ilegítimas, el asunto para él es el estilo con el que son imaginadas. Esta idea de Anderson es muy persuasiva y uno siempre está tentado a pensar así. Anderson habla también de la “camaradería horizontal” y la noción de un “tiempo de la nación” homogéneo. Porque, según Anderson, cuando uno abre el diario en cualquier parte del mapa, uno se imagina como formando parte de una misma comunidad, en un mismo tiempo histórico.
Pero “Ambidiestra” coloca la violencia en ese espacio común que es la nación. Ese himno que nos une (quiere unirnos) a todos bajo la misma bandera, en cualquier parte del territorio y del mundo, que a todos nos emociona con la misma intensidad, puede ser también, ominoso, puede albergar en él una violencia anónima, impune. Así como chocan el lenguaje audiovisual y el himno neoclásico, también chocan la idea de nación y las bofetadas.
«Ambidiestra» sostiene que hay una forma de vivir en la nación que es incómoda, que no genera consenso, que no nos hace querer ser parte. Esa incomodidad (del artista, de la mujer o de quien disiente) es dicha en el lenguaje de la nación, simbolizada con su imaginación neoclásica pero mutilando su vocabulario liberal.
Fundido en negro en una habitación negra. Unos segundos para sentirse incómodo en suelo uruguayo. No hay celeste, no hay sol, nadie borda una bandera nacional. La cita al himno en “Ambidiestra” desmonta el símbolo patrio, lo rarifica, al punto de incomodar. Me voy antes de que empiece de nuevo, a mis espaldas suenan los primeros acordes del himno. No quiero seguir la letra.