Un texto de Sansón Carrasco (seudónimo de Daniel Muñoz)

Afiche promocional de las Llamadas de San Baltazar 2019 (Montevideo, Uruguay)

Las tradiciones se van. En estos países formados por la aglomeración de elementos heterogéneos que cada diez años se renuevan casi por completo, no hay costumbres que se radiquen, ni se conservan tradiciones, ni se perpetúa nada de eso que da colorido especial a otras naciones: cantos, bailes, trajes, y todo ese conjunto de usos que las generaciones se trasmiten unas a otras sin que los herederos los desechen ni siquiera los modifiquen. El chiripá ya no es el traje del campesino, ni la bota de potro es el calzado, ni el mate es su bebida predilecta, ni la guitarra es su instrumento de música, ni el pericón es el baile nacional.

Y ¡curioso caso! mientras el hijo del país abandona su traje, su bebida, sus cantos y sus bailes, el extranjero los adopta; y así se ven vascos con chiripá y bota de potro, y criollos con boina y alpagata; ingleses que toman mate, y gauchos que beben té; italianos que tocan la guitarra, y paisanos que hacen sonar el acordeón y… no sigo, porque a seguir, tanto tendría que decir, que quedaría este artículo en prólogo si es que no he de salir de los límites que la estrechez del diario y la paciencia de los lectores exigen.

Entre las costumbres perdidas, pueden contarse los candombes, que eran ayer no más, como quien dice, el gran atractivo de Montevideo en los primeros días de cada año, y muy especialmente el 6 de enero, fiesta de los Reyes Magos, que era la gran solemnidad que festejaban los miles de morenos que vivían en Montevideo.

Yo no soy viejo, ni muchos menos, pero aun así, puedo hablar de veinte y cinco años atrás, y con decir que entonces tenía de ocho para nueve saben ya ustedes tanto sobre mi edad como si tuviesen a la vista mi partida de nacimiento. Pues bien, con ser todavía un joven, puedo contar cosas de entonces que son nuevas para los novecientos de cada mil que me lean: para los unos, porque no las recuerdan, y para los otros porque ni siquiera saben lo que era Montevideo veinte años atrás: veinte años, que son com oun minuto en la vida de las viejas ciudades europeas, y que son todo una era para estas nuestras ciudades americanas que de la noche a la mañana se ensanchan, se transforman, se renuevan, dejando apenas un vestigio de lo que ayer eran.

Ya no existe la muralla, que se extendía desde el Templo Inglés por toda la costa, hasta el Fuerte San José; pero al hablar de muralla, no quiero decir yo que alcanzase a ver en pie alguna pared o cosa que lo valiese, sino que por tal muralla o recinto se conocía el descampado que mediaba entre las últimas casas de la ciudad vieja por la parte Sud, y el mar. Todo eso que ahora es la calle de Santa Teresa y de Camacuá, no existía. Recuerdo que había apenas unos casuchos de mala muerte, habitados por morenos viejos, jefes de las diversas tribus de negros importados en tiempo de la esclavatura. Y en ese descampado, que se llamaba la muralla o recinto, era que se celebraban los grandes candombes, al aire libre, reuniendo en su torno a toda la sociedad de Montevideo, que en tales días como el de hoy se hacía hasta un deber acudir a la fiesta que organizaban los viejos servidores de las más antiguas y conocidas familias: tío Joaquín, tío Antonio, tío Benito, tía Juana, tía Rita, y cien tíos y tías más, blancos de mota y de cara negra, de labios espesos, e hinchados los ojos, muy graves y muy orgullosos en sus sitios de honor presidiendo el baile que se ejecutaba al compás de unos tamboriles que se tocaban con las manos, mientras otros tañían huesos a guisa de castañuelas.

Y no era uno, ni dos, ni cinco candombes los que se organizaban, sino quince o veinte, una cada media cuadra, bailándose en todos de distinta manera: aquí los negros Minas, simulando evoluciones guerreras, con palos que acompasadamente se chocaban a cada mudanza; allí los Angolas haciendo trenzados de pies y gimnasia de brazos frente a las negras, que sin moverse del sitio, contorneaban las caderas, al par que seguían el compás de la danza con las manos, cantando al mismo tiempo coros destemplados con palabras guturales; y todo eso, no en son de fiesta y jarana, sino más bien como si practicasen una ceremonia religiosa, con toda gravedad, incansables, sudando la gota gorda desde que empezaba a caer el sol, hasta ya muy entrada la noche, en medio de cuyo silencio llegaba hasta el centro de la ciudad el monótono repiqueteo de los tamboriles, y el güe, güe, güe de los cantos enronquecidos por el cansancio, por el polvo, y más que todo por la chicha que circulaba profusamente en calabazas y jarros de loza entre los danzantes.

No sé si el cetro monárquico lo conservaba el agraciado por mientras viviera, pero sí recuerdo que el último Rey Congo que conocí fue el célebre tío Catorce menos quince, humilde precursor de los carros atmosféricos sin olor y sin ruido que en las altas horas de la noche atronan con sus rodados y apestan con sus perfumes las solitarias y silenciosas calles de la ciudad. Tío Catorce menos quince, en el día de Reyes, se vestía de rey, con un raído traje militar, con elástico y espada, y así vestido, y seguido de su corte, recorría las calles de la ciudad, visitaba al Presidente de la República, y sin menoscabo de su rango aceptaba los reales con que lo obsequiaban, retirándose después muy grave a recorrer las salas, donde se le recibía con todos los honores debidos a su rango.

Y empezaba el candombe; flojo al principio, entrecortados los golpes del tamboril, los cantos sin brío, y medidos los pasos de la danza; pero poco a poco empezaban los negros a entrar en calor; los ojos se abrillantaban, las caderas se quebraban en dengues más pronunciados; los cueros de gato colocados a modo de delantales se agitaban, y pronto se había el baile encarnizado como una lucha, llevando los negros la carga y como defendiéndose las morenas, mientras una de ellas, sin perder el compás, giraba en torno de los espectadores con un platillo de loza en la cabeza, donde cada cual depositaba su donación, hasta que lleno el plato, iba la recolectora, siempre bailando, a vaciarlo en una bandeja, para en seguida volver a recorrer el círculo sin de dejar de seguir la danza, palmoteando el compás con las manos, y lanzando de vez en cuando un grito destemplado que reavivaba el ardor de los bailarines.

Todo esto tenía lugar a la sala, especie de templo donde se veía un altar en que aparecía el santo de la devoción de la tribu, rodeado de velas, y adornado todo el retablo con cuanta piltrafa y relumbrón habían recogido. Aquel sagrado recinto estaba siempre custodiado por las morenas viejas, vestidas con los trajes ricos debidos a la munificencia de sus amitas, descollando entre todas la profusión de los volados y el crujido de la seda, una tía Catalina, de todo Montevideo conocida y de todos querida, maestra consumada en el arte de los hojaldres, desde los pasteles de fuente hasta las empanadas de vigilia, y que si mal no recuerdo, fue Reina durante muchos años.

Hay algo de sentimiento patriótico en esos bailes de los negros. Parece que evocan en ellos recuerdos del tiempo en que eran libres en sus tribus, y algo como un sentimiento de venganza relampaguea de cuando en cuando en sus ojos cuando bailan y cantan.

Vivía en mi casa, hace ya algunos años, una morena, a quien por caridad se le daba techo y alimento. Era más vieja que Matusalén, achachosa, y apenas podía andar ayudada de un palo que le servía de apoyo. Nunca pude precisar la edad que tendría, pero ella aseguraba que era ya moza cuando todavía la Matriz estaba techada de paja y ubicada no donde ahora está, sino en la esquina que ocupa el Club Inglés. Un día vino una diputación de su tribu a buscar a la negra vieja, y aunque ella protestó que no podía arrastrarse hasta la sala del candombe, tanto le instaron, que sacando fuerzas de flaqueza, allá se fue la pobre anciana, a paso de caracol, apoyada en su palo. Me dio por curiosear lo que haría, y me fui tras de ella. Cuando ella llegó, ya el baile había dado comienzo y los tamborileros no se daban reposo para golpear en el pergamino claveteado en la boca de un pipote largo y angosto.

La negra se sentó en la rueda en cuyo centro se bailaba y quedó como dormida, velados los ojos por los párpados, quebrajeados de arrugas que le caían, gastados ya los nervios que los recogían. Pero gradualmente, aquella mirada se fue animando; parecía que su rostro cobraba nueva vida al eco de aquellos cantos lúgubres y guturales, y movió los dedos con crispaciones de impaciencia como si quisiese volver a sus buenos tiempos. Y volvió. Primero empezó a seguir el canto, entonando de vez en cuando un güe moribundo; palmoteo después con las manos siguiendo al compás, y por último, se puso de pie, y apoyada en su palo, con el cuerpo encorvado por el peso de los años, comenzó a hacer pininos. Un negro, tan viejo como ella, pero más ágil, le hizo frente; la anciana principió a hacer quiebros más pronunciados, hasta que calentados los ateridos miembros por el movimiento, irguió la talla, dejó sobre la silla el palo y siguió bailando y cantando olvidada del siglo que encima llevaba para recordar los tiempos en que libre y feliz, cantaba y bailaba a la sombra de los frondosos bosques de su patria. Aquello fue para ella como el canto del cisne: a los pocos días murió, o más bien dicho, se apagó, como se apaga una llama falta de combustible, sin estertores, sin agonía, pasando de la vida a la muerte como se pasa de una palabra al silencio, sin más que cerrar los labios.

Ya no hay candombes. Todos los negros viejos se han ido apagando como la negra de mi cuento, y los pocos que sobreviven, apenas si pueden arrastrarse por las calles vendiendo gramilla y cepacaballo, y apio cimarrón y otras cien yerbas solo de ellos conocidas para curar muchos males ajenos, que no son propios, pues el que no es tullido peca de perlático, y el que no es perlático sufre de reuma, únicas reliquias que conservan de los servicios prestados a la patria en largos años de guerras continuas, sirviendo siempre de carne de cañon para blancos y colorados, para verdes y amarillos, leales siempre y siempre valientes, mal comidos, peor vestidos, nunca pagados, soportando todo con resignación, menos el rendirse o huir, aunque solo un puñado de ellos quedase en la brecha.

Sus descendientes ya no bailan candombe, o porque no saben, o porque les gustan más las polkas y las mazurcas, y ninguno de ellos se pondría ni por un ojo de la cara un cuero de gato ni un viejo sombrero abollado de esos que antes se veían por el recinto. Pero así como de otras costumbres decía que los extranjeros las adoptan mientras los criollos las desechan, así también del candombe digo que si los negros ya no lo bailan, en cambio hay blancos que lo danzan en un pie, y mal año para todos los tíos Joaquín y tío Antonio, y tía Juana y tía Rita si quieren competir con aquellos, porque nunca soñaron los pobres negros viejos que hubiese quien tan a la perfección bailase su danza favorita.

Ya no hay Reyes Congos disfrazados de generales, pero en cambio van enmascarados de tales otros reyezuelos mil veces más dañinos que aquellos buenos morenos que pedían humildemente para su santo, mientras que estos se desnudan a todos los de la corte celestial para vestirse ellos de oropeles y relumbrones. Ya no hay salas pobremente blanqueadas donde los bailadores de candombe rendían culto a la imagen de su devoción; pero si no hay salas, hay palacios de mármol, en los que candomberos se posternan ante el becerro de oro, única divinidad en la que creen.

Antes recogían los morenos las propinas en platillos de loza, y ahora las recogen en bandejas de sindicatos, colmadas de millones que desaparecen en la alcancía sin fondo del lujo insolente y de la ostentación cínica con los que los Reyezuelos Congos de la época alardean su desvergüenza.

¡Y siga el candombe! Sigan bailando al son de los tambores y fanfarrias que baten marcha en su honor, mientras los pobres negros viejos, acribillados de heridas en servicio de la patria, arman por ahí lejos su humilde candombe, y recordando sus buenos tiempos bailan al compás monótono del tamboril al par que cantan sus canciones nacionales, de las cuales solo llega a oídos del vecindario inmediato el güé, güé, güé con que corean la danza.

* * *

Este texto fue publicado en el diario La Razón de Montevideo el día 6 de enero de 1884. El autor, Sansón Carrasco, pseudónimo de Daniel Muñoz, primer intendente de Montevideo entre 1909 y 1911, se sorprendería al ver y escuchar cómo se transformaron los candombes y cómo pasaron a formar parte del paisaje sonoro de la ciudad incluso fuera de los barrios Sur, Palermo y Cordón Norte (y habría que agregar Reus al sur o Ansina). En el camino se ganaron y se perdieron instrumentos, coreografías, cantos y toques, pero los candombes siguen sonando.

Las crónicas de Carrasco tuvieron su momento alto entre 1882 y 1885, y luego continuó publicándolas con menos intensidad hasta 1890. Una selección de las crónicas de Carrasco fue publicada por Heber Raviolo, en conjunto con Claudio Paolini bajo el título Crónica de un fin de siglo por el montevideano Sansón Carrasco (1882-1909) publicado por Banda Oriental en 2006, con una segunda edición en 2010. Gracias a ellos conocí este hermoso texto, que no fue publicado en la edición en libro de 1884 disponible en autores.uy.

La visión del cronista deja ver una voluntad de recuperar la memoria personal y alimentar la colectiva frente al crecimiento desmedido de la ciudad a fines del siglo XIX. Por momentos parece estar atrapado en una oposición entre un pasado no idealizado pero puro frente a un presente deslucido y corrupto. Lo interesante es que destaca la importancia de los candombes de Reyes en la vida pública de la ciudad hacia 1860. Además narra una anécdota personal que, creo, lo hace un texto central para entender esta fiesta popular desde la mirada hegemónica de un intelectual blanco. Por momentos la perspectiva paternalista de Carrasco tiene puntos de contacto con los ojos imperiales de los viajeros europeos, que filtraron en los ojos criollos y en las formas locales de imaginar a los sujetos no-blancos.

Para los que quieran seguir profundizando hay dos excelentes investigaciones sobre el tema: la de Gustavo Goldman, Candombe ¡Salve Baltazar! La fiesta de Reyes en el barrio sur de Montevideo (Perro Andaluz, 2003), publicada originalmente en 1996; y la de Tomás Olivera Chirimini y Juan Antonio Varese, Los candombes de Reyes. Las llamadas (El Galeón, 2009).

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