En esta actualización de Ruido, la sección dedicada al género del cuento, presentamos un relato inédito de Philippe Saá, periodista y músico chileno. Los que se quedan es una historia que nos hace desconfiar de los espacios físicos, de los sonidos y también del encierro, el cual nos podría provocar, al igual que al protagonista, una forma distinta de mirar el mundo.

Este cuento fue parte del taller literario “De la idea al cuento”, realizado por Víctor Hugo Ortega y Orlando Aliaga, en mayo de 2022.

Foto de Jan Koetsie

Los que se quedan

Philippe Saá

“Todo me sucede, hasta los sueños, he deambulado por ellos”

Guadalupe Dueñas

Vivo en el primer piso de la casa. Creo que es una casa pequeña. Hay cosas que no puedo afirmar con seguridad, pues nunca salgo de estas paredes. Tengo muebles antiguos, la mayoría no los ocupo, están ahí desde siempre, como si llevaran cientos de años dormidos esperando que alguien les dé alguna utilidad.

Casi todo lo que hay dentro de estos muros no tiene ninguna importancia para mí; son objetos que solo forman parte de la escenografía de mi vida. Sin embargo, hay un mueble que sí me resulta valioso, un sillón beige muy cómodo, que siempre lo tengo posicionado frente a la ventana; mirar a través de ella es lo único que me sigue conectando al mundo exterior. 

Desde ese lugar, miro a los ejecutivos que caminan apresurados por la calle, a las familias que acuden al parque por las tardes y escucho las risas de los niños que juegan a esconderse entre los matorrales. Por las noches el barrio está más vacío; solo quedan los perros que olfatean la basura y los gatos que caminan displicentes sobre los techos.

Todo lo que hay en este espacio físico que encierra mis días y noches es suficiente. No recuerdo cuánto tiempo llevo acá. Mis horas pasan de forma monótona y una neblina profunda se ha encargado de cegar mi pasado. Quizá la ausencia de contacto físico me ha provocado este olvido. Y vivir mí día a día como un acto repetitivo justifica mi rechazo a comunicarme con otros seres humanos. Muchas veces intento recordar, pero escarbar en mi memoria es entrar en un mausoleo vacío y profundamente silencioso. 

Sé que el segundo piso está habitado. Escucho el sonido de pasos arriba de mi techo. Avanzan de aquí para allá, intento imaginar sus rutinas, de la habitación al living, luego a la cocina y al comedor. Aprendí a distinguir cada uno de sus movimientos dentro de la casa.  Oigo las puertas de los estantes que se abren y se cierran, luego viene el silencio cuando salen de la casa; en ese momento nunca miro por la ventana, prefiero este desencuentro infalible, que alimenta la placentera monotonía de mis horas.

Hoy comenzó a llover en la madrugada, sentí el leve golpeteo del viento y las gotas en el vidrio. Me levanté a mirar hacia afuera: la calle casi vacía y las nubes amenazantes en el cielo. Arriba los pasos de siempre; de la habitación al living, de la cocina al comedor, el abrir y cerrar de las puertas de los estantes. Al final, el silencio que corona el comienzo de un día más. Me vuelvo a dormir, el día gris incita al sueño.

Despierto y noto que la lluvia cae con más fuerza, en la calle muchas ramas cubren las aceras, el viento las arrancó de los viejos árboles del parque. Me siento en el sillón y cierro por un momento mis ojos.

Cada día veo menos gente caminar por las veredas. Los rostros se han vuelto borrosos, el vidrio mojado no me permite distinguir sus facciones y detalles. Siento el estallido de otras ventanas de la casa, seguramente se hacen trizas al golpearse contra los marcos; el viento se ha vuelto implacable. Por precaución ya no abro mi ventana.

Los faroles de la calle se han roto, y mirar por las noches hacia afuera es estar frente a un pozo sin fondo. El sonido de los pasos en el segundo piso se ha tornado casi imperceptible, ya no logro distinguirlos. El viento castiga con furia los muros de la casa, no puedo escuchar nada.

No he vuelto a ver gente pasar por la calle, las noches son más largas y el ruido ensordecedor de la lluvia no me deja dormir. Veo el sillón beige vacío y el vidrio empañado. Un sentimiento de abandono comienza a abordarme. Lo poco que tenía lo he perdido.

Despierto. Está amaneciendo y un silencio ajeno me inunda por completo. Ya no llueve. Me siento en el sillón beige. No hay familias, niños, ni ejecutivos que caminen apurados hacia sus trabajos. Ni siquiera los perros buscan en la basura. Todos se han ido. Un sentimiento angustiante recorre mi pecho. Cierro mis ojos y escucho un sonido familiar, es leve, difuso, pero en cosa de segundos logro distinguir su procedencia. Es el segundo piso, los pasos y movimientos de siempre. La lluvia aún no se lo lleva todo.

Subo las escaleras que me separan de esa puerta. Un alivio incómodo me ataca al volver a escuchar sus pasos. Siento el regreso de una emoción familiar y contradictoria. Subo los escalones con la determinación de quien conoce el trayecto. Tomo la manilla, nada me impide girarla, abro la puerta y miro.

No. No todos se han ido.

Decenas de ojos crípticos, verdes y amarillos. Pupilas verticales y horriblemente inquisidoras. Pasos sigilosos que confundieron mis sentidos; avanzan sobre la mesa y los estantes. Están hambrientos, buscando restos de comida abandonada. Siento un sonido vibratorio y agudo escapando de sus mandíbulas felinas. Tras la ventana, la lluvia comienza a caer.


Philippe Saá González (Osorno, Chile, 1979). Periodista y músico autodidacta. Se ha desempeñado en la creación de contenidos digitales para Cooperativa TRIKU y Redes Comunitarias por la Autogestión.

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