Las despedidas suelen ser dramáticas. El cine, la música, la literatura, las abejas y las muertes familiares nos lo confirman de vez en cuando. Hay estrategas que las evitan. Se van sin despedirse, fuerzan atrasos o cambios de planes en los encuentros finales y se marchan sin ese momento que nos expone frente al dolor de la partida. También están los optimistas. Esos que comentan en el video de Adiós de Gustavo Cerati en YouTube.

Quedabas esperando ecos que no volverán

Flotando entre rechazos

Del mismo dolor

Vendrá un nuevo amanecer.

Canta Cerati y sus seguidores dialogan con una paz que ya quisiera tener cualquier portal de noticias. A veces pienso que hay más sabiduría en los comentarios de YouTube que en los simposios de literatura. Mientras escucho canciones de despedidas de todos los tipos, me imagino la escena más icónica de Los puentes de Madison (1995) con la canción de Cerati. No es una mala idea. Alguien debería jugar con el montaje y darle un toque sudaca al dolor de Meryl Streep y Clint Eastwood.

Las despedidas en los aeropuertos creo que son las más despreciables de todas. ¿Soy el único que piensa que los aeropuertos son lugares nefastos? Apuesto hasta mis mejores despedidas que no. Son sitios llenos de estrés, donde se sufre en demasía para llegar y para salir, donde pierdes maletas y donde pagas 6 dólares por una botella de agua mineral. No. De ninguna forma puede ser algo placentero. Menos en tiempos de mascarillas. Además, las despedidas en los aeropuertos siempre compiten con las de al lado. Lo mejor sería no hablar de nada que tenga que ver con volver a verse antes de pasar a Policía internacional. Ese pragmatismo alguna vez me dio resultado.  

Hace un tiempo leí una nota del diario La Razón de España sobre el último encuentro de los Beatles. Fue el 12 de noviembre de 2001. Una despedida histórica. Paul McCartney, Ringo Starr y George Harrison reunidos en una habitación de un hotel en Manhattan. La razón del encuentro fue el cáncer de pulmón que padecía Harrison y que ya estaba en una fase irreversible. “Los tres almorzaron, recordaron viejas historias, se rieron con anécdotas, hicieron bromas y se mostraron cordiales. Cuentan que George Harrison cogió la mano de Paul y la sostuvo durante un largo rato sin soltarla”, señala la nota firmada por J. O. Quiero creer que John Lennon también estuvo presente de alguna forma en esa despedida, en la que se dice que hubo lágrimas y donde se gestionó la estancia de los últimos días de George Harrison en la mansión de McCartney en Beverly Hills. El autor de Something y Here Comes the Sun fallecería casi tres semanas después de esa última vez de los Beatles.

El cineasta Richard Linklater es un experto en despedidas. Con su Trilogía Before, consiguió pasar de la tristeza a la esperanza en nueve años, a través de la historia de Jesse y Céline, interpretados por Ethan Hawke y Julie Delpy respectivamente. Si en la primera parte, Before Sunrise (1995), ambos veinteañeros e impulsivos nos transmitían el dolor y la ansiedad de una despedida en una estación de tren; en Before Sunset (2004) las cosas eran distintas. En esta, para mucha gente la mejor de las tres, ya siendo unos treintañeros en crisis, ambos se ríen y comparten con los espectadores la belleza de una última vez placentera, con el espíritu de Nina Simone presente, sin olvidar la ternura de Julie Delpy cantando con una guitarra A Waltz for a Night. Para hablar de Before Midnight (2013), me parece que necesitamos algunos años más. Y si no hay cuarta parte, esta película seguirá siendo la despedida de una posible despedida.

La historia que inspiró a Richard Linklater es un capítulo paralelo al universo creado por las tres películas. El cineasta estadounidense, conocido también por Escuela de rock (2003) y Boyhood (2014), se encontró en 1989 con una mujer llamada Amy Lehrhaupt, con quien compartió durante un día en Filadelfia. Nunca se volvieron a ver. De manera que la creación de la Trilogía Before puede ser vista también como una forma de tener una despedida en la ficción que la realidad no permitió. 

Las últimas veces con los nuestros nos dejan marcados para toda la vida. No tienen la estética de las películas, pero sí un nivel de apego entrañable que termina construyendo en nuestro interior una secuencia irrepetible y que no siempre se puede verbalizar. Aunque, ojo, las despedidas de las muertes familiares, como en el cine, también tienen secuelas. Y allí la pena puede transformarse en alegría o en calma, con ayuda de parte del cancionero universal. He estado presente en funerales que mezclan a Marco Antonio Solís, Gilda y Elvis Presley. Elecciones musicales que modifican recuerdos.

En su poema Despedida de un paisaje, la poeta polaca Wisława Szymborska dice:

Una cosa no acepto.

Volver a ese lugar.

Renuncio al privilegio

de la presencia.

Te he sobrevivido suficiente

como para recordar desde lejos.

Agradeciendo la traducción del mexicano Gerardo Beltrán, con quien todos los latinoamericanos estaremos siempre en deuda por permitirnos comprender el trabajo de la Premio Nobel de Literatura 1996, tengo que decir que estos versos son muy certeros a la hora de encarar las despedidas. Las fáciles y las complejas. Las que se aparecen en nuestro camino cuando deambulamos por las calles de ciudades modernas y contaminadas, o por calles de pueblos abandonados y dejados a la suerte de la gentrificación. Quizás la única democracia posible esté en las despedidas de nuestros paisajes.

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