Una conversación con Camilo Bogoya

Camilo Bogoya (Bogotá, 1978) cursó estudios de Literatura en la Universidad Nacional de Colombia donde se graduó con una tesis sobre el poeta León de Greiff. Es doctor en Literatura francesa contemporánea por la Universidad de París III (Sorbonne Nouvelle). Ha publicado tres libros hasta la fecha, así como poemas, relatos y ensayos en revistas de España, Argentina, México, Estados Unidos, Países Bajos, Francia y Colombia.

Podríamos presentarlo como escritor colombiano, si no fuera porque su trabajo principal es el de profesor en la Universidad de Artois, reside en París desde hace veinte años, y él mismo considera que “se podría poner en duda la existencia de la literatura colombiana en un mundo en el que las fronteras son cada vez más porosas; decir que la literatura tiende hacia una globalidad sería un poco exagerado, pero lo cierto es que el arte provoca una disolución de las fronteras, haciendo más problemáticas esas categorías nacionales”.

Sin embargo, no todo es tan categórico como parece. Reflexiona y matiza sus palabras: “no podría presentarme como un escritor venezolano, panameño o ecuatoriano, o sea, soy un escritor colombiano”, afirma convencido. No ocurre igual con la etiqueta de “autor latinoamericano”, duda sobre su sentido y asegura que “tuvo una función en la época del boom, pero hoy en día me parece que es una de esas palabras que ha perdido su fuerza, en su momento tuvo un contenido político que, creo, se ha desdibujado”.

La Colombia imaginada

La conversación vuelve al imaginario de lo que se entiende como narrativa colombiana, a lo que se espera de un escritor de ese país, atravesado en lo literario por el realismo mágico y en lo social por la violencia política. “Si digo que soy un escritor colombiano es como un punto de entrada, pero creo que eso puede generar un falso horizonte de expectativa. No tanto en Colombia, donde los lectores tienen una perspectiva más abierta y frecuentan cualquier tipo de género sin estigmatizar al autor. La gente no se pregunta: pero bueno, ¿este señor de dónde viene, o dónde está, o desde dónde escribe? Porque hay una tradición de escritores errantes, vagabundos, y gran parte de la literatura colombiana se ha hecho desde afuera, desde Europa, desde México, desde muchas partes. El problema aparece cuando un lector que no es colombiano trata de clasificar a un escritor que procede de allí, porque entonces ya hay un encasillamiento, ya existen ciertos modelos sobre cómo debe ser o qué debe incluir su libro”.

Está claro que esa percepción no surge de forma casual, que las editoriales francesas o europeas son en gran parte responsables de esa compartimentación de las literaturas nacionales por razones puramente mercantiles. O al menos así lo ve Camilo cuando asegura que “el problema está en la percepción de los editores extranjeros, que cuentan con un cierto modelo y buscan un estereotipo de esa literatura colombiana que vende, que funciona, y es la que espera el lector, digamos, enajenado. Esta es una imagen construida por el mundo editorial, a través de la industria de la cultura, y que ha echado a perder la diversidad de lo que podría ser un escritor que se presenta bajo el rubro de una nacionalidad”.

Esta es una cuestión cercana y sensible para nuestro autor. El hecho de vivir en Francia puede condicionar su trabajo y su libertad creativa debido a esa doble interpretación, donde entran en juego la valoración que de su obra realicen los editores de su país de residencia –lógicamente su entorno más cercano–, y la interpretación que puedan realizar los lectores colombianos –que podrían no ser los destinatarios finales, si hablamos de una edición realizada en el extranjero–. “Trato de abstraerme de esa tensión —asegura Camilo—, pero por mucho que intente ignorar los tópicos, está mi país detrás. Entonces creo que no hay una completa libertad a la hora de escribir, eso es una especie de utopía pues finalmente uno está atravesado por todos esos problemas. Intento transcribir el habla de Colombia en mis relatos, pero el hecho de haber pasado 20 años fuera de mi país, y aunque vaya regularmente, hace que mi lenguaje tenga un desfase con las maneras más inmediatas de hablar. Creo que esa ruptura es una de las formas de encontrar un estilo. Mis historias hablan sobre Colombia, y también sobre la mitología, que es un patrimonio universal. Tengo relatos muy locales, pero siempre tienen puntos de contacto con algo que está fuera”.

Un buen ejemplo de ello es su primera novela Dédalo (Universidad de Antioquia, 2020), con la que obtuvo en su país el Premio Nacional de Novela 2019 y que presentó hace unas semanas en París. En ella se entrelazan, capítulo a capítulo, las desventuras del arquitecto que da nombre al libro y las de una joven universitaria colombiana, víctima de un secuestro.

«Primero escribí el mito de Dédalo –explica Camilo–. Era una historia que me había acompañado desde hacía mucho tiempo, y empecé a explorarla a través de mi escritura. Pero en seguida me di cuenta de que le faltaba, justamente, un asidero en el presente. Y ese asidero lo encontré contando una historia paralela, que es la historia de Flora, una especie de doble femenina de Dédalo, que también intenta construir a través de las palabras un artefacto. O sea, Dédalo es la imagen del gran inventor que lograba cautivar a los hombres y a los dioses con sus invenciones. Y Flora intenta hacer lo mismo. Esa capacidad para inventar y para fascinar a través de la imaginación es algo que está en la mitología, y atraviesa también todas las épocas, y a muchos personajes a lo largo de la historia, y lo podemos ver también en la vida cotidiana. Es decir, en la mitología hay algo muy interesante y es que esos héroes, esas heroínas, esas historias, podemos encontrarlas en el día a día”.

Visto así, parece estar describiendo igualmente la tarea del narrador, de quien recrea un mundo a partir de las palabras. Su respuesta nos lleva más allá, continúa avanzando en esa brecha abierta por la mitología.

“Sí, también Dédalo es un alter ego del escritor. Porque la literatura, de alguna manera, es una invención cuya materia prima es la palabra y es el silencio, pues también hay que saber callar cuando se escribe. Y con esa materia se construye un objeto de contemplación, un objeto de utilidad, como había utilidad en los objetos que construía Dédalo, incluso en los que hubiera querido construir, pero no construyó, como la sierra, un objeto fascinante que hizo su sobrino. Sí, creo que el escritor es una metáfora de ese Dédalo y por eso Joyce crea ese personaje extraordinario, ese artista adolescente que es Stephen Dedalus, y que se llama así porque evoca esa fuerza mitológica y esa fuerza de la invención que es tan particular en la adolescencia, como si la adolescencia fuera también otro mito con el cual cargamos”, concluye Camilo.

En su anterior libro, Ética para infractores (Luzzeta Editores, 2017), Camilo Bogoya también incluyó elementos de la mitología en algunos de los relatos que componen la obra. Pero hay otra cuestión más clara, que tiene presencia destacada en sus relatos y también en la novela, y que tiene que ver con las violencias en Colombia.

“La violencia tiene varias perspectivas, como todo fenómenos complejo. Siempre ha sido un tema latente. En la Bogotá de mi infancia, en la que disfruté de una gran libertad para vagabundear por las calles, convivía con los atentados, los carros bomba, la violencia del narcotráfico. Y desde el resto del país llegaban las noticias de las masacres, de los enfrentamientos entre paramilitares y guerrilleros, de las tomas de pueblos por parte de la guerrilla. Un fenómeno que venía de atrás, de la llamada época de la violencia, que la viví de manera indirecta por las historias que me contaban mis abuelos, que incluso habían tenido que desplazarse por situaciones ligadas a los enfrentamientos del bipartidismo. Situaciones que yo no viví pero que estuvieron de alguna forma presentes en mi infancia y en mi adolescencia, actos marcados por la barbarie y la crueldad.

De manera que la relación literaria también está desbordada por ese tema, así sea una especie de estereotipo, de estigma. Cuando uno lee a los grandes, medianos y pequeños autores, la violencia está allí palpitando, y si leemos autores contemporáneos sucede exactamente lo mismo, y si vamos a la poesía o al teatro ocurre igual. Personalmente, me parece que la violencia no es que sea un tema colombiano, sino que, como la mitología, es un tema universal. Toca a todas las sociedades, toca diferentes puntos de la historia y en algunos momentos condensa lo que es un país. Nosotros los colombianos llevamos ahí condensados desde hace 70 u 80 años.

Para los escritores, el país no se puede limitar a esto. En otros lugares del mundo y en otras épocas han existido obras cuyo nervio es la violencia. Pensemos en Homero, en sus hexámetros encontramos una épica de la violencia, no hay duda, y si pensamos en Virgilio sucede lo mismo. Y sin embargo no vemos esas obras con el prisma con el que se analiza hoy la literatura colombiana, no las estigmatizamos como productos exclusivos de una guerra. En mi caso, lo que he intentado buscar son algunas facetas, como la violencia psicológica, que está muy presente en Ética para infractores y en Dédalo, y también la violencia del sistema que cada día nos agrede. Son esas dimensiones las que me interesan”.

Memoria profunda

Un tercer aspecto clarificador en la obra de Camilo es su atracción por la memoria. Un elemento ya presente desde su primer libro de cuentos, El soñador (Universidad Central, 2008), con el que ganó el concurso nacional TEUC. La memoria tiene para nuestro autor una triple raíz: la vinculada a nuestros recuerdos, la que procede de nuestros familiares cercanos, y una memoria colectiva, del país. El método que permite a nuestro autor enlazar estas características, insertarlas en el relato para activar la experiencia del lector, es algo que sin duda tiene interiorizado y que explica de forma sencilla, y en ocasiones metafóricamente: “Hay algunas historias que se han vinculado con los recuerdos. Viviendo fuera de Colombia hay una memoria que se activa y hay un pasado que se vuelve más profundo. Es una memoria que viene de mi infancia y mi adolescencia. También hay una memoria que me llegó a través de mis padres, de historias que ellos me contaron o que me contaron mis abuelos. Y existe una memoria, digamos, del país y que en algunos casos he utilizado para mis intrigas. Cuando se está lejos de Colombia, y a pesar de que yo intento ir todos los años y acercarme a través de la literatura, a través del habla de los personajes, se crea una cierta distancia y eso hace que me deba enfrentar a ciertos silencios de la memoria, ciertas zonas en blanco, entonces la memoria se difumina, se hace como más escasa, y más vulnerable también.

Hay algo en la memoria personal y en la memoria colectiva que está como en el aire, suspendido, y hay que atrapar. La escritura es una manera de atrapar esos recuerdos, de dotarlos de sentido. Si en algunas de mis historias hay un cierto tono nostálgico, creo que ahí la memoria tiene algo que decir. Donde parece que hemos perdido parte de nuestro pasado y no se puede recuperar, la escritura nos ayuda de alguna manera, puede sonar muy proustiano lo que estoy diciendo, pero creo que la escritura nos permite, de alguna manera, entrar en contacto con lo que se ha perdido”.

¿Y de qué modo interpreta el lector esta trasposición de los recuerdos?

“El lector también compone con sus propios recuerdos y con su propia memoria. No basta con escribir sobre un tema común, pues todas las personas, en el fondo, somos semejantes. El lector lee con su propia memoria, y esta es una memoria que el escritor desconoce, así pertenezcan a la misma generación o al mismo país. Yo puedo escribir, por ejemplo, sobre la experiencia de la violencia en Colombia, pero eso no quiere decir que pueda atraer a un lector simplemente por tratar ese tema. Hay algo distinto en la literatura, no es el tema, sino la intriga, las palabras, la atmósfera y también la memoria del lector que entra en resonancia con la del escritor. Así funciona. Todos estamos atravesados de recuerdos, y si pensamos en la infancia o en la adolescencia tendremos olores diferentes, sabores diferentes, historias diferentes. Un buen relato consigue anular esa distancia”.

De manera que el lector o la lectora que entra en el libro es como el inquilino que alquila un apartamento. Se instala en un espacio que creó el autor, pero lo acomoda a sus experiencias, haciéndolo suyo para reconocerse en lo que le envuelve. ¿Cómo es, con qué se deja cautivar, cuáles son sus preferencias? ¿Piensa Camilo en alguien concreto a la hora de escribir?

“Sí tengo un lector imaginario cuando escribo. Generalmente lo hago para alguien que está muerto y que yo hubiera querido que leyera mi libro. Y no me refiero a alguien de un pasado remoto, sino a alguno de mis muertos. O escribo para unas pocas personas con quien quisiera mantener una especie de comunicación en clave. A veces pienso en ese destinatario, pero en realidad es para ayudarme a escribir, porque no tengo una imagen de lector o no pienso: voy a escribir para los colombianos. No, la verdad es que creo, como dice Nietzsche en su Zaratustra, en un libro para todos y para nadie. O sea, uno escribe para todos, con el deseo de ser leído por todos, pero al mismo tiempo para nadie. Uno no puede tener un lector en la cabeza porque eso limitaría el trabajo. Parece contradictorio lo que te digo, y en efecto lo es, pues la respuesta es ambigua.

De otra parte, la idea del lector es también la de un censor. Hay ciertos textos, y la literatura póstuma es un buen ejemplo, que no se publican porque se tiene miedo de herir a una persona cuando se tratan temas autobiográficos. O ciertas ideas también pueden llevarte a la autocensura. Los escritores siempre están proclamando la libertad de la escritura, pero creo que a veces no es tan fácil conquistarla, y de todos modos existen ciertas censuras interiores y externas. Y con todo ello es como uno compone. ¿Qué sería lo contrario del censor? El que se abandona. Creo que el escritor es un jinete con dos caballos, uno que se desboca y otro que se retiene, uno que se lleva todo por delante y otro que frena el paso”.


Crédito de la imagen: François Wehrbach.

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