Acerca de la exposición Vidas encajonadas de Claudio Rama

En noviembre del año pasado, Claudio Rama no expuso en la sala Estela Medina del Teatro Solís. Desde la institución se le había sugerido que adaptara al lenguaje inclusivo algunos textos que acompañaban su muestra, algo que el artista rechazó. En cambio, Rama hizo pública la discordia, calificando el pedido como una exigencia, un acto de censura arbitrario e inconstitucional. Movilizó sus apoyos mediáticos y políticos para denunciar un “regreso a la tentación a introducir prácticas dictatoriales”. Además, pidió la renuncia de Malena Muyala, directora del teatro. La institución contestó tarde y de manera evasiva. Rama, por su lado, logró reprogramar la muestra en el Espacio Idea del Ministerio de Educación y Cultura.

Por un lado, está Claudio Rama, hijo de la poeta Ida Vitale y del intelectual Ángel Rama, con una amplia trayectoria en varias disciplinas. Es economista, educador, doctor en Derecho, escritor, gestor cultural, coleccionista de máscaras etnográficas y, ahora, artista plástico. Se puede entender su fastidio ante el manoseo gramatical. En cambio, insinuar despotismo y dictadura, y pedir renuncias por una muestra de arte en el subsuelo de un teatro parece desproporcionado.

Por otro lado, ¿por qué pretende el Solís reescribir los textos de un artista plástico? Si las instituciones de arte tuvieran que estar de acuerdo con todo lo que opinan o escriben los artistas invitados no podrían exponer casi nada. Es la pluralidad de las propuestas lo que hace interesante la programación, no la uniformidad. A una institución cultural con tanto alcance le rinde practicar la apertura, aún más en el contexto de tensiones políticas entre Intendencia y Gobierno.

Quizás, el Solís no fue del todo honesto en su pedido de pasar al lenguaje inclusivo los textos de Rama. La presentación web del mismo Solís no aplica la Guía de lenguaje inclusivo de la Intendencia de Montevideo: “El Centro de Investigación Documentación y Difusión de las Artes Escénicas (CIDDAE) busca generar un espacio real de encuentro entre la academia, artistas, técnicos, aficionados y el Teatro”, dice, por ejemplo (destacados míos). Esta contradicción, en sí nada excepcional, me hace dudar de los motivos del Solís: ¿habrán buscado una excusa para que se retire el artista?

Insistir en cuestiones formales es una herramienta usada por quienes prefieren no encarar. Diluir la responsabilidad fue también la estrategia elegida cuando Rama armó el escándalo. “No exigimos, solamente sugerimos. Estamos a favor del diálogo”, “Se extendió una carta de aval, única acción realizada por mí en relación a esta programación”. Tales son las respuestas de una burocracia elusiva . Más allá del caso concreto, en el fondo yace una cuestión política: el progresismo, al conquistar el poder, se enfrenta al problema del ejercicio de la autoridad; de tanto criticarlo, se le hace imposible asumirlo. Desde luego, más que hablar en inclusivo, hablan en vacío.

Con actitud combativa, rozando la altivez, Claudio Rama increpó a personas e instituciones. Así, antes de poder mostrar sus piezas, se expuso a sí mismo. Ahora, ¿tendría su obra plástica la envergadura para sostener el nervio de sus argumentos?

La exposición reprogramada en el Espacio Idea del MEC es rica, densa y bastante irritante. 37 cajas con escenas en miniatura, laqueadas de rojo sangre, configuran la cosmovisión de Claudio Rama. Se puede apreciar el trabajo ingenioso, dedicado y detallista, el uso restringido de materiales y colores, la coherencia del conjunto. Cada pieza viene escoltada por un largo texto explicativo. A diferencia de muchos artistas, Rama sabe expresarse por escrito. Sin embargo, ahonda tanto en el sentido común que, a veces, se vuelve sentencioso y categórico: “Nuevos fundamentalistas sin terminar primaria gritan que hay que matar la vieja cultura de élites y hasta promueven tirar abajo la lengua para divertir y conseguir votos”, escribe. ¿Puede ser que ahí, más en el contenido que en la forma, se encuentre lo que haya molestado tanto al Teatro Solís?

Vicios de fondo

Rama, tal un hombre orquesta, fabricó las piezas, escribió el texto de los carteles, comentó y defendió la exposición en los medios. Es más, el folleto de la exposición contiene una reseña de la muestra escrita por él mismo. Le importa que el público entienda exactamente lo que quiere transmitir. No debería preocuparse, en las Vidas encajonadas todo es explícito. No hay necesidad de interpretación. Es imposible sentir o pensar otra cosa que no haya sido premasticada por el autor.

Es cierto, de tanto subrayar evacuó el malentendido. A su vez, anuló la sorpresa o la extrañeza, por ende, el placer que puede surgir de una visita a una exposición de arte. Tanto en el aula como en el museo, la curiosidad se estimula más desde la participación activa que desde la recepción pasiva. En cambio, un monólogo no requiere colaboración. ¿Qué puede hacer el público si no puede pensar por sí mismo? ¿Admirar las proezas del artista?

Pero quizás, es en el mero volumen de texto que reside el problema, ya que su presencia agobiante tiende a competir con las obras. En algunos casos, los carteles incluso se apoyan en la espalda de las cajas, o sea, transformando estas en soporte. Tal situación confirma el dominio del comentario sobre la obra plástica. De hecho, parece que los textos no acompañan, sino que son la muestra. Y cronológicamente tendría sentido: fueron publicados previamente como columnas en un diario. Las cajas, por su parte, cumplirían otra función –noble, pero relegada–, a saber: la de simbolizar una idea. Entonces, estaríamos más bien ante un manifiesto con ilustraciones en relieve que ante una exposición de obras de arte.

Foto de la exposición Vidas encajonadas de Claudio Rama. Foto: Niklaus Strobel

Vicios de forma

A continuación, con un enfoque detallista, reviso algunos aspectos formales de la muestra.

De montaje: Si no hay otras razones, por convención se montan las obras dejando sus centros entre 150 y 152 cm del piso. Las piezas de Vidas encajonadas, igual que los carteles, se ubican en un rango de 160 a 165 cm del piso, lo que es demasiado alto para gran parte del público, más aún si es infantil. Las obras se cuelgan usando herramientas de nivel, salvo que el desnivel sea parte conceptual de la muestra.

Ortográficas: Las comas no se pueden aplicar a gusto. No va coma entre sujeto y predicado, por ejemplo. En una muestra con tanto texto, una revisión ortográfica es imprescindible. Hacerse corregir no es una debilidad, sino una señal de seriedad.

Tipográficas: Cambios en el interlineado, cambios de estilo tipográfico entre párrafos, glifos varados y dobles espacios en blanco son algunas de las desprolijidades que se encuentran en los carteles de la muestra. Estos descuidos no serían tan importantes en unas leyendas de tamaño menor, pero aquí son tan grandes que despiertan el ojo. En particular molestan los abundantes “ríos tipográficos”: la justificación en bloque requiere la separación de sílabas; al no activar esa opción se producen espacios excesivos entre palabras que, si se repiten entre varias líneas, generan surcos por donde tropieza la lectura. Los dobles espacios sin eliminar agudizan el problema.

De propiedad intelectual: La firma consiste en unas pequeñas plaquetas de apariencia metálica pegadas en el marco de las cajas, a veces en el frente, a veces de costado. Dado que las obras de Claudio Rama son inconfundibles, se podría fijar la firma en un lugar más discreto, u omitirla del todo. No es necesario insistir. Salvo si uno tiene dudas.

A diferencia de otras ocasiones, leí exhaustivamente los textos de la muestra. A diferencia de las piezas, algunos de esos textos lograron conmoverme de verdad. A diferencia de la exposición, pienso que esa obra, por su naturaleza, encajaría mejor en un libro (pero que pase primero por corrección). A diferencia del Teatro Solís, no creo que una política de lenguaje se pueda imponer a un artista. A diferencia de lo que escribió Mariana Wainstein en el prefacio de la muestra, considero que nadie salió de la caja: ni Malena Muyala, directora del teatro, ni ella, Directora Nacional de Cultura, ni Claudio Rama. Este menos que nadie, diría yo.

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