Este artículo de Gabriel Delacoste fue publicado en Tiempo de crítica (Año I, N° 13, 15 de junio de 2012) bajo el título «Después de Lenin» y el colgado «Pensar la izquierda en tiempos liberales». Modifiqué levemente el título remixando la versión impresa (espero que le guste a Gabriel).

Pensar la izquierda en tiempos liberales

Después de Lenin

Gabriel Delacoste

Se ha vuelto un lugar común criticar a los partidos de izquierda que compiten en elecciones o gobiernan países por haber abandonado las banderas que supuestamente deberían levantar. También es un lugar común decir que los intelectuales de izquierda brillan por su ausencia y que si existen están muy alejados de las prácticas y los debates de la izquierda política. Por si esto fuera poco, las causas políticas que encienden a la militancia son vistas desde la política de izquierda como entretenimientos liberales, particularistas e infantiles, frustrantemente alejados de las maneras como los mayores quisieran que se hiciera política.

No es sorpresa que ante semejante desconexión entre izquierdas partidarias, intelectuales y movimientos sociales exista una sensación general de que las izquierdas tienden a fracasar. Por más que a veces ganen elecciones y logren objetivos importantes en términos de políticas públicas y resultados económicos, da la sensación de que en casi todo el mundo las derechas son crecientemente hegemónicas, los gobiernos trabajan para los intereses del capital y las izquierdas son cada vez menos capaces de presentar alternativas políticas viables.

Es fácil echarle la culpa de esto a los partidos moderados, los intelectuales desentendidos y los militantes new left. Pero también es posible pensar que estas cosas no son causas del lastimoso estado actual de la política de izquierda, sino consecuencias de condiciones estructurales más amplias.

Ya hace más de veinte años que cayó el socialismo real. Hace todavía más que la globalización del capital se radicalizó y los flujos financieros se independizaron completamente de los países de donde supuestamente son originarios. Se trata de flujos con los que no hay manera de negociar porque no tienen cara visible, ni hay medidas de fuerza a las que sean suceptibles, ya que ante cualquier exceso de política pueden retirarse para asentarse en un lugar más amigable. Apenas hablar sobre ellos los puede asustar.

Ante esto, los gobiernos (sean de izquierda o de derecha) no pueden más que o bien actuar en los márgenes en los que el capital acepta asentarse en un país, dar trabajo a su población y pagar impuestos al gobierno (compitiendo con los demás países por atraerlo con salarios bajos, mercados flexibles, zonas francas, bailouts), o bien hacer algún gesto político y aceptar las consecuencias de los escarmientos y plagas que los inversores pueden traer sobre los países que no son disciplinados.

Desde una perspectiva de izquierda las dos opciones son inaceptables. La repetida caída de los regímenes proteccionistas, de bienestar, desarrollistas o centralizadores en manos de la flexibilización y la movilidad hizo que las izquierdas perdieran su autoestima ideológica, cediendo terreno al liberalismo. La caída de la dictadura en los ’80 revalorizó la democracia y los derechos civiles, pero trajo de regalo la obligatoriedad de la aceptación en bloque de toda la doctrina liberal, incluyendo los dogmas de la tolerancia, la inmutabilidad de las reglas del juego, el individualismo, la segmentación de lo social y la neutralidad del Estado, dogmas que, por cierto, vienen de maravilla en la competencia entre Estados por captar el capital trasnacional.

Ante la imposiblidad económica de programas de izquierda y la imposiblidad cultural de disputar la hegemonía liberal, muchas izquierdas recurrieron a una agenda progresista mínima que no se contradiciera con la hegemonía: demandas de derechos civiles, de igualdad ante la ley, de no discriminación, de capacitación para acceso al mercado y por lo tanto al consumo.

Es cierto que para reaccionar a estas (no tan) nuevas condiciones es necesaria una actualización ideológica, pero más cierto es que es necesaria una actualización estratégica. A pesar de que el leninismo cayó de manera catastrófica, aún las partes de la izquierda que nunca lo aceptaron como doctrina siguen reproduciendo una suerte de pseudo-leninismo centrista, basado en la formación de reformistas profesionales y la toma del Estado (a través de elecciones) a través de un partido que se apoya en la idea de una gestión científica.

Admitir el fin del ciclo leninista y empezar a pensar otras maneras de organización política implica, por lo pronto, abandonar la idea de que la toma del Estado es fundamental y que por lo tanto los partidos capaces de ganar las elecciones y administrar solventemente el aparato estatal son las instituciones principales de toda izquierda política.

La idea de que izquierda es sinónimo de estatismo es un invento liberal que nunca fue cierto hasta que las propias élites izquierdistas se lo creyeron. Es necesario excorcizar este fantasma en un momento en el que el Estado tiene muy poca autonomía relativa y una izquierda atada a su administración corre el riesgo de ser la administradora de los intereses del capital. No es que la izquierda tenga que desentenderse del Estado y su capacidad de mejorar la calidad de vida de la gente, sino que debe, por lo menos, buscar formas políticas de organización trasnacional que impidan al capital extorsionar a los Estados con la amenaza de trasladarse.

Por lo tanto, el objetivo fundamental no puede ser ganar las elecciones, no porque no importe perderlas, sino porque lo importante no es ganar el gobierno sino construir una hegemonía. El razonamiento de que “si perdemos van a retroceder nuestras conquistas” solo sirve en el corto plazo, ya que lo que garantiza una conquista no es la (imposible) eternización de un partido en el gobierno, sino su propia legitimidad.

El punto no es crear un partido que gane todas las elecciones por estar situado en el lugar donde se encuentra “espontáneamente” la mayoría de la población, sino crear un movimiento que desplace gradualmente a la mayoría de la población hacia donde se quiere que esté: en lugar de buscar al centro, moverlo. Es necesario estar dispuestos a perder una elección de vez en cuando (de hecho, en una democracia eventualmente se va a perder alguna elección de todas maneras) por tener posturas minoritarias, sabiendo que en el largo plazo la insistencia y el trabajo cultural, mediático y político paga con la construcción de nuevas mayorías favorables.

Es necesario comprender que no todo es material. Que gran parte de lo político se juega en la subjetividad, las emociones, las identidades y la produccion inmaterial y que estos fenómenos no están dados, sino que son contingentes y construidos socialmente, y por lo tanto son deconstruibles y reconstruibles políticamente. La política no es una subdisciplina de la administración, sino una creación colectiva y autoconsciente de significados.

Es por esto que la buena gestión y la mejora “objetiva” no garantizan resultados electorales y menos aún la conquista de la hegemonía. Todos los partidos (incluída la derecha) pueden hacer buena gestión, y lo que diferencie a la izquierda no puede ser solo que hace funcionar mejor al gobierno, en parte porque en eso siempre van a ser mejores los que creen en la neutralidad del Estado y en la universalidad de la gestión empresarial. Si actuamos de esta manera, el problema no es que hacemos bien las cosas bien pero no lo sabemos comunicar. El problema es que lo que hacemos es (en el mejor de los casos) administrar bien, y que eso nunca va a entusiasmar a nadie.

Peor aún, es actuar políticamente de acuerdo a un discurso que es estructuralmente favorable a la derecha. Y esto no es poca cosa. Si la izquierda se apoya en fuentes de legitimidad favorables a sus antagonistas, socava sus propias posiblidades de supervivencia como postura política. Es que la legitimidad funciona en dos direcciones: cuando se usa un discurso político (como el nacionalismo o la seguridad) se aprovecha su popularidad para ganar una ventaja política pero al mismo tiempo se lo refuerza.

Usar cínicamente discursos que no compartimos es una espada de doble filo, que en general termina teniendo como resultado que ese discurso termina pareciendo natural, obvio y consensuado. Haciendo esto terminamos colaborando en la creación de un terreno político que nos es estructuralmente hostil.

Las luchas políticas se ganan con narraciones, identidades, entusiasmo, enemigos, proyectos y trascendencia, y estas construcciones subjetivas se deben pensar y articular estratégicamente.

Esto significa que los movimientos políticos deben prestar mucha atención y dedicar mucha energía al mensaje que quieren dar. Esto no significa crear un cassete que debe reproducirse, sino generar un cuerpo de análisis, un lenguaje común y una estrategia compartida que permita que el movimiento no se contradiga el público y que las intervenciones de cada miembro se retroalimenten con las de los demás. Se trata de crear un aparato político-conceptual fácilmente comprensible del que cualquiera se pueda apropiar, y con el que se pueda politizar cualquier circunstancia.

Y este es el punto fundamental. No existe una delimitación natural entre lo que es político y lo que no. El poder está en todos lados y la difrencia entre algo politizado y algo no politizado es que en esto último el poder no está explícito y por lo tanto no se puede combatir. Renunciar a politizar algo es invitar a que otro lo defina, y una vez que alguien logró definir una situación, todas las discusiones sobre ese tema se darán a su favor. Siempre hay algo en juego y de cualquier lugar pueden salir una demanda y un antagonismo.

De la misma manera como lo político no es natural ni espontáneo, los antagonistas tampoco. El antagonismo no es una condición objetiva sino una desición estratégica y conceptual. Nadie es antagonista hasta que se lo declara como tal, y ningún poder fáctico se va a declarar antagonista de un movimiento político si éste le hace sistemáticamente los mandados. Si la política de izquierda quiere ser tal, es ella la que tiene que decidir cortar con las dinámicas de poder y antagonizar con quienes las construyen.

Al igual que los antagonistas se deciden y en alguna medida se fabrican, las demandas que un movimiento representa tampoco están dadas espontáneamente. No existen demandas de primera y de segunda, y todas son capaces de generar organización y entusiasmo y de disputar espacios de poder. Todas son articulables con luchas políticas más amplias si se hace un trabajo político y conceptual.

Una postura de izquierda no puede darse el lujo de deslegitimar una lucha social por no ser suficientemente importante o no ser suficientemente parecida a las formas tradicionales de militancia. Lo social se articula desde lo que es, no desde lo que el movimiento quisiera que fuera. Al igual que la legitimidad, la articulación va en dos direcciones: para que una lucha se integre a un movimiento político más amplio, este tiene que adaptar su discurso y tomarse en serio sus demandas.

Algunas demandas sociales aparecen espontáneamente como liberales, pero esto no es excusa para no potenciarlas. Es obvio que en una época en la que el liberalismo es hegemónico, las demandas van a surgir desde visiones liberales.

Las demandas feministas, étnicas o de la diversidad pueden aparecer como demandas de tolerancia y no discriminación, pero pueden ser articuladas como suversiones a los poderes fácticos del patriarcado, el racismo y la heterosexualidad obligatoria. Las demandas ambientalistas pueden aparecer como campañas consumistas de responsabilidad social empresarial pero pueden transformarse en una lucha frontal contra la depredación capitalista. Las demandas piratas pueden aparecer como un problema de derechos del consumidor o como un cuestionamiento radical al derecho a la propiedad. El reclamo de la despenalización de las drogas puede ser visto como una demada de libertad negativa o como una lucha contra los estados policiales-penales y el neoimperialismo estadounidense. Que estas luchas puedan ser liberales no es una razón para desecharlas, al contrario, es una razón para hacer el mayor esfuerzo para que no sean cooptadas por la derecha. Está en la izquierda encontrar estas potencialidades, explotarlas y lograr que se retroalimenten.

No solamente las organizaciones masivas basadas en problemas económicos pueden generar victorias políticas significativas para la izquierda. Estos no son momentos en los que la izquierda pueda despilfarrar maneras nuevas de militancia, por más que aprezcan bajo formas frustrantes y difíciles de organizar como microsubversiones, intervenciones puntuales, flashmobs o particularismos. Es injusto e inconducente deslegitimar a las nuevas formas de militancia solo por ser culpables de parecerse a su época. Tal como la militancia del signo XX fue masiva, burocrática, disciplinada, formal y asamblearia como su época, es de esperar que la militancia del siglo XXI sea, como su época, flexible, mutante, contradictoria y viral.

Es imposible saber de donde va a salir la chispa que encienda un gran antagonismo y organice simbólicamente las batallas políticas que se vienen, y en una época en la que la Marcha de la Diversidad convoca más que el 1° de Mayo, Occupy Wall street tiene mas prensa que la maquinaria del Partido Demócrata y los Partidos Piratas y Verdes de Europa sacan mejores resultados que los Socialdemócratas, es necesario entender que subestimar a un nuevo movimiento puede significar matar al proximo gran movimiento de la izquierda, o peor aún, transformarlo en la próxima gran victoria del liberalismo.

2 respuestas a “(la izquierda) Después de Lenin / Gabriel Delacoste”

  1. El mayor problema de la izquierda es negarse a reconocer que muchas de sus proclamas y visiones no están respaldadas por la realidad neuro-sicobiológica que hace a cada ser humano, sino por premisas negadoras de dicha realidad. Así, el materialismo dialéctico ha consumido inútilmente las inteligencias de quienes le han adoptado como la última verdad, incapacitándoles para reconocer que la organización social no depende de la mayor o menor carencia de recursos.
    Sobre estos temas invito a leer dos capítulos correspondientes al tomo II y III de la trilogía «Nosotros», que pueden encontrarse en http://www.robertozamit.com. «Todos somos iguales» y ¿Cuál es la sustancia de lo legal? Por fuera de esto, si me escriben a rzmontevideo@gmail.com les enviaré dos PDF de gran interés y actualidad; «La síntesis que no fue» y «La muerte verde».
    Roberto Zamit, escritor y analista de inteligencia sociopolítica estratégica.

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    1. Estimado Roberto, gracias por su comentario. Espero que su publicación en mi blog le ayude a conseguir más lectores para su obra. Lamentablemente la izquierda tiene muchos más problemas que el que ud. plantea. No creo que el asunto pueda pasar por una única dimensión. Por otro lado quiero comentarle durante muchos años pensé que cualquier argumento que apelara a la «biología» (para simplificar) era inexorablemente determinista. Ahora me doy cuenta de la complejidad del asunto y me interesan los argumentos de algunos biólogos sobre problemas sociales como el racismo: Stephen Jay Gould o Richard Lewontin (este último marxista declarado). También por mi formación en literatura (y un poco de antropología) siempre tendí a mirar de reojo las explicaciones psicológicas y biológicas del arte y la cultura. Y si bien sigo pensando que «lo social» es la dimensión más importante para explicar la cultura (y al revés), estoy más abierto a la intervención de la «biología» (otra vez, para simplificar) en el campo social.
      Otra vez, gracias por su comentario. Saludos.

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